Más de 4 millones de personas huyeron de la violencia paramilitar de los sicarios en Colombia: son los desplazados, los pobres, los miserables.
Santa Fe de Bogotá, Colombia. Inés no soporta permanecer en una habitación cerrada. Debe salir y asomarse a la ventana en busca de aire, luz y la ilusión de estar en un espacio abierto. La ciudad es su cárcel, también está presa su voz en su garganta. A cada momento brota el llanto desesperado en esta mujer que a sus 41 años vivió el drama de ser desplazada dos veces, por los grupos paramilitares aún muy activos. Alojada temporalmente en Bogotá, Inés anhela retornar a su tierra, a su vida de siempre. Nadie puede asegurarle cuándo será ese día.
Óscar Salazar proviene de Urabá, departamento de Antioquia. Perteneció a la Unión Patriótica (UP) y narra cómo la presión política del gobierno y la violencia paramilitar expulsó de sus regiones a concejales, alcaldes, dirigentes cívicos y populares y sindicalistas. “Los que no fueron asesinados, fueron enjuiciados y encarcelados hasta por 13 años; y algunos que ya salieron, siguen bajo acoso del Estado colombiano y han debido exiliarse”, explica Óscar, cuya experiencia comparten miles de dirigentes sindicales y sociales.
“Consideramos que la lucha es aquí en Colombia y no fuera de las fronteras. Yo, como otros dirigentes, he pagado con cárcel nuestra resistencia. Otros, han sido desplazados hasta tres veces de Cartagena, del Cauca, de Bolívar, de Antioquia y de otras regiones”, comenta este hombre delgado, de voz fuerte y firme, quien afirma que Colombia es, después de Ruanda, el país con mayor número de desplazados por la violencia paramilitar.
Son casi 4 millones de mujeres, niños y adultos que huyeron de sus casas. Óscar pregunta: “¿Por qué el Estado no protege los derechos de la población desplazada? ¿Por qué se niega a reconocer que hay un conflicto interno porque ocuparon nuestras tierras productivas para dejarlas en manos de reconocidos paramilitares? Eso lo han admitido las agencias humanitarias del mundo, Naciones Unidas y el mismo gobierno”.
Luis, Óscar, Esteban y Jaime tienen el rostro tenso y cansado, con huellas de una lucha contra enemigos poderosos. Pertenecen a la Asociación Nacional de Desplazados de Colombia (Andescol), cuyos miembros han sido hostigados, como denunció la abogada de derechos humanos Judith Maldonado del Colectivo de Abogados Luis Carlos Pérez de la ciudad de Bucaramanga. Todos aseguran que en Colombia hay un proceso de remilitarización y reparamilitarizacón en las zonas de donde han sido desalojadas miles de personas.
“Aquí hay un maridaje entre políticos, empresarios, terratenientes y latifundistas”, sentencian. Como ejemplo de ese proceso afirman que en Urabá, al norte del país, la trasnacional Chiquita Brand patrocinó el paramilitarismo. “Muchos de nuestros dirigentes fueron asesinados por quienes eran gerentes, entonces, de esa firma; incluso –señalan– la justicia estadunidense acaba de condenar a Chiquita a pagar una cantidad irrisoria en comparación con los crímenes que cometió esa multinacional”.
Óscar recuerda que en 1920 esa firma operaba como United Fruit Company y permitió la masacre de los bananeros del Magdalena, donde, más tarde, aparecieron compañías análogas como la Frutera de Sevilla. A mediados de la década de 1970, en la región del Cesar, en Valledupar la multinacional carbonera Drummond fue responsabilizada de asesinar a dirigentes sindicales como Valmorio Locarno. “Y nadie ha dicho nada de esa empresa, una de las principales financiadoras del paramilitarismo en la costa y Valledupar. También en el Urabá, se acusa a la embotelladora Coca Cola de patrocinar a paramilitares para eliminar a un dirigente y desintegrar el movimiento sindical”, explican los desplazados.
Óscar era concejal en Urabá y presidía el comité de derechos humanos hasta que fue amenazado por personeros que obedecían a la Chiquita Brand y al munícipe local. “En 1992 comenzaron a pagar para silenciar a los dirigentes populares que llegamos a la administración pública. Luego expropiaron nuestras tierras y quienes teníamos un nivel de vida estable hoy vivimos como parias en nuestra patria”, explica.
Luis es de Antioquia y huyó al Cauca, aunque ahora está en Bogotá. “Fui amenazado por paramilitares”, dice y narra que llegó el 30 de noviembre pasado y solicitó la ayuda que le brinda la Ley de Justicia y Paz a través del Ministerio del Interior. Por la gravedad de los amagos, el gobierno le dio los boletos para salir de la zona de inmediato pues su situación era “de emergencia”.
“Un amigo me dio posada y duermo en el piso porque el ministerio no cumplió con la ayuda para vivienda y alimentación. Hablé con la doctora Patricia que trabaja en el ministerio y me dijo que regrese el viernes. Aquí estoy, tratando de mirar qué compañeros me apoyan, porque gracias a Dios la solidaridad no la hemos perdido”, explica este hombre de unos 50 años que fija su mirada atormentada en su interlocutor.
Él, como Óscar y los otros desplazados, insiste en que Andescol defiende los derechos humanos de los desplazados y que no son guerrilleros. “Nos atacan porque somos sindicalistas y protestamos por la injusticia en este país; así se lo dije a los generales y a la policía ¿Qué culpa tengo yo de que una noche lleguen a mi casa los guerrilleros y me digan ‘necesitamos comer’ y tenga que decirle a mi esposa ‘la comida nuestra désela a ellos’? Porque es muy difícil enfrentar un machete contra un fusil, ¿cierto?”.
Los guerrilleros que fueron a su casa, “no llegaron a matarnos; les di comida. Eso no quiere decir que yo auxilié a la guerrilla, ni que por eso me judicialicen por guerrillero, como hace el gobierno del presidente (no el Estado, porque el Estado somos nosotros). El gobierno está cometiendo estas atrocidades contra el pueblo colombiano y al no darnos la ayuda de emergencia que estableció la Ley 197, desacata los mandatos de la Corte”.
Además, explica, Andescol denunció ante la Procuraduría General de la Nación que el gobierno compra tierras no aptas para la agricultura. Son “zonas rojas –regiones con problemas de violencia– que prohíbe la Ley 181”; son tierras yermas, dicen los desplazados. “En el Cauca, compraron las haciendas Mercaderes y Uraca; pero la mitad son despeñaderos y no se crían ni los cabros; la otra tierra está totalmente apretada. ¡Y son tan bellacos que cobran 13 millones de pesos a las familias para legalizar el predio por los títulos de propiedad! ¿De dónde van a pagar?”, pregunta Luis.
–¿Quién les pide esa suma?
–El gobernador del Cauca, Juan José Chávez, máxima autoridad del departamento, el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) y el alcalde del municipio, detenido por vincularse con la parapolítica. También, compraron la hacienda Villajarona en el municipio de Popayán, donde los sindicalistas, campesinos, indígenas y desplazados en el Cauca trabajan unidos, pero el objetivo del gobierno es enfrentar a la población desplazada con los indígenas.
Narra cómo ya hay operativos militares y policiales en la zona y espera que no se violen los derechos de esos indígenas ni de los siete líderes sociales que trabajan bajo amenaza de muerte en ese departamento.
Aunque el presidente de la república afirma que el paramilitarismo ya acabó y se entregó a la Justicia, Luis y sus compañeros sostienen que ese fenómeno persiste. “Eso es una gran mentira. Los jefes de las autodefensas (AUC) entrenaron a los delincuentes de las grandes ciudades, les dieron uniformes, armas y los entregaron”, conforme lo que exigía la Ley de Justicia y Paz.
Luis sintetiza: “El paramilitarismo sigue vivo, intacto, completo y el gobierno no le ha tocado un dedo, no los ha extraditado y vemos que sí hay guerrilleros extraditados. El paramilitarismo tiene tomada casa por casa, actúa a sus anchas, sigue delinquiendo y ordena matanzas a las famosas Águilas Negras. Para nosotros, simplemente cambiaron de razón social, pasaron de ser Autodefensas a ser Águilas Negras y siguen delinquiendo”.
Esteban es otro colombiano dos veces expulsado de sus refugios. Nació en San Martín, departamento de Bolívar, una zona con mucho oro, agua y bosques; tuvo que salir del Magdalena hacia Bolívar “para sobrevivir a la represión” entre las décadas de 1980 y 1990, porque era docente y organizaba a campesinos y a mineros. “Cuando salí de Magdalena, la policía sureña asesinaba a la gente; busqué mi tierrita natal para sobrevivir y nos la quitaron las multinacionales”.
En Colombia, prácticamente se destruyó todo el tejido social, explica Esteban, quien sentencia: “Si el dueño de la tierra no cede a las pretensiones, se va o se muere”. Hace siete años él vivía en una vereda del municipio San Martín Mejía, alejado del pueblo para evitar la represión. El 6 de junio de 2000, un comando de 70 paramilitares se introdujo a la zona y se llevó a su compañera Amidis y a su hijo Yasser de cuatro años. Ella fue violada por el comandante de la patrulla quien “la utilizó como un mes y mi hijo fue intimidado. Ambos sufrieron física, sicológica y moralmente y a mí me trataron de asesinar, pero sobreviví 18 días en el monte”.
Amidis fue desterrada para que no se reuniera con él; “quedó destrozada, sin valor para soportar nada y huyó; ahora está en Venezuela”. Esteban asegura que sigue en la resistencia: “No nos dejamos acobardar por la situación y seguimos en el trabajo con organizaciones de desplazados”. De su estancia en Bogotá, dice: “Aquí todo es pago y no tienes vivienda, existe discriminación; pero, por su extensión física, te da cierta seguridad”.
En su balance de lo ocurrido a miles como él, Esteban describe la conducta de los paramilitares “como los españoles: llegaron a nuestras tierras dispuestos a asesinar al indio y a robar. Así llegaron a nuestras tierras, matando a los dueños de los negocios y acusándolos de ser apoyo de la insurgencia”.
También a la precaria vivienda de Esteban llegaron algunos guerrilleros. “Tomaron agua, hicieron sancocho y después me mandaron el pago por la vaquita. Más de lo que costaba el animal. Le soy sincero, la insurgencia no nos agredió y eso que no éramos simpatizantes. Sin embargo, fuimos sometidos por los paramilitares con apoyo del ejército nacional, pues el batallón Nariño era el responsable operativo en esa zona y cuando entraron los paras fue con el beneplácito de ellos. Muchos campesinos fueron asesinados y ellos aplaudían la situación”.
No tiene dudas de porqué fue desplazado junto con sus compañeros:
“¡Eso fue planificado por la parte oficial! ¿Cómo te explicas que aquí hay una base militar, un batallón y del otro lado están los paras y sus bases? La fuerza militar no fue combativa ante los crímenes de los paras, mientras que a las organizaciones guerrilleras las van a buscar por tierra y aire. Yo narro lo que pasó y ahora a los paramilitares culpables de “x” o “y” masacre los ves frescos y absueltos. Basta ver los periódicos recientes”.
Esteban, que vive en el barrio Guacamaya, de Bogotá, describe el eterno trámite para que los desplazados reciban la ayuda gubernamental. “Dicen que hay ayuda de emergencia pero cuando uno llega a Bogotá debe hacer una declaración en la Defensoría, y dan una fecha para recibir el apoyo. Voy, y ahora debo esperar 45 días más para aparecer en el sistema, si valoran mi declaración como válida; si no aparezco, no hay ayuda de emergencia.
Su segundo desplazamiento fue desde Barranquilla, cuando creó una organización para demandar ayuda gubernamental. Ahí, fue detectado en la lista de 570 familias de campesinos y comenzaron las amenazas en su contra, justo cuando trabajaba en la finca El Canciller y coordinaba un proyecto de ACNUR, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados.
En febrero de 2007, Esteban y otro colega fueron testigos del asesinato de dos campesinos. “A raíz de esa investigación me tocó declarar y dije la verdad; luego comenzaron las amenazas. El 5 de marzo nos dieron cinco horas para salir del lugar, así que llegué a Bogotá huyendo”.
Jaime Correa es desplazado del Sucre, una zona ganadera. Hasta e17 de abril de 1997 era un líder de la Asociación Campesina. Las disputas eran por la posesión de la tierra. Ya había conseguido algunos predios cuando los paramilitares lanzaron sus incursiones patrocinados por los ganaderos. Una de ellas, ese día de abril. “Aparecieron los militares del Batallón Cinco, hacían ronda y dizque prestaban seguridad. Se retiraron a las cinco de la tarde y a las seis entraron los paras que era el mismo ejército, nomás que cambian de brazalete con las autodefensas.
“Yo hice caso del ultimátum y por eso cuento la historia. Otro compañero se quedó en la vereda y cuando llegamos al pueblo, nos alcanzó la noticia de que lo asesinaron los paras”. Jaime señala que así se cumplían las amenazas que en su contra lanzó el alcalde, “el señor Héctor Melano, porque lo denuncié de desviar un recurso para electrificar la comunidad, a otra en la que obtuvo 250 votos. Como no me desistí me mandó decir que negociara con él, no acepté y cumplió sus amenazas al desalojarnos y ordenar asesinarnos. Ése fue un desplazamiento político y por la disputa de tierras”.
Ni él ni otros desplazados han recibido nunca ayuda de la iglesia católica, aunque en su caso, la iglesia presbiteriana le dio 400 mil pesos y los boletos de avión para trasladarse con su familia a la capital colombiana.
Estos colombianos desarraigados de sus tierras admiten que muchos padecen de ese despojo y que para subsistir en las grandes ciudades venden cuadernos y dulces en los autobuses, mientras que otros viven de la mendicidad. En Medellín, algunos se levantan desde las tres de la mañana para pedir alimentos que reúnen en costales para llevarlos al final de la jornada a sus hijos. En Bogotá, la historia es igual o se instalan en las aceras en donde exhiben unos cartelitos con los letreros: “Soy desplazado, por favor ayúdenme con unas monedas”.
Revista Contralínea / México
Fecha de publicación: 1a quincena Febrero de 2008
Desplazados, los más pobres
En el estudio realizado por el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y el Programa Mundial de Alimentos (PMA), que se presentó el 13 de diciembre a nivel mundial, millones de colombianos desplazados por el conflicto armado figuran entre los más pobres del país. La investigación cubrió ocho ciudades: Barranquilla, Bogotá, Cartagena, Florencia, Medellín, Santa Marta, Sincelejo y Villavicencio. Reveló que los niños y niñas de entre el 25 y el 52 por ciento de hogares de desplazados consumen menos de tres comidas al día, por falta de dinero. Suacha, a las afueras de Bogotá, es un ejemplo evidente.
La mayoría de esos desplazados exhibe una mayor pobreza estructural que los hogares de los residentes. Muchos, incluso, subsisten por debajo de la línea de indigencia, pues el ingreso mensual per cápita es inferior a los 52 dólares, cifra considerada como el límite de la sobrevivencia y esa cantidad es con la que penosamente subsisten los desplazados en Medellín, Florencia, Barranquilla, Cartagena y Villavicencio.
Aunque los desplazados reciben ayuda gubernamental, en el primer año de su exilio, en Bogotá y Medellín se observa un mayor deterioro de su nivel de vida, señalan la CICR y el PMA. El bajo nivel de escolaridad entre los menores desplazados, revela que los apoyos del gobierno y de distintas organizaciones no son suficientes, por lo que ambas organizaciones recomendaron a las autoridades colombianas desarrollar estrategias y actividades para mejorar la atención institucional en este sector de la población. (NE)
Exparamilitares, entre la espada y la pared
Valledupar, Colombia. Valledupar es la capital del departamento del Cesar, al norte de este país. Está al margen de los ríos Cesar y Guatapuri, en donde –dicen con orgullo sus habitantes– se bañó el presidente Álvaro Uribe cuando pasó por esa ciudad. Sombrea sus amplias avenidas el follaje de enormes árboles de mangos. “Antes cualquiera recogía estos frutos; ahora se los llevan a Bogotá en cajas. No debe ser así, pues Dios los dio para los de aquí, ¿no cree, su merced?”, expresa dolido el taxista mientras recorre el camino desde la casa que ocupa el Centro de Referencia y Oportunidades y el aeropuerto local.
Ese centro, que auspicia la Alta Conserjería para la Reintegración Social y Económica de Grupos Alzados en Armas, realiza talleres sicosociales y cursos de capacitación para lograr la reinserción social de paramilitares y miembros de la guerrilla que abandonaron las armas, confesar sus crímenes y cooperar con las autoridades conforme a la ley. Ese viernes asisten a las sesiones a agilizar algunos trámites varios paramilitares que pertenecieron a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Sorprende su actitud temerosa. Pretenden pasar desapercibidos, no fijan la mirada en su interlocutor y su voz, cuando responden a la entrevista, es casi inaudible. No son, desde luego, mandos de elite de las AUC que en la actualidad ocupan los titulares de la prensa colombiana, por los escándalos que han salido a la luz en los juicios que se llevan a cabo en su contra por las matanzas perpetradas en los años álgidos de la guerra interna en este país sudamericano.
Los hombres del centro, dicen, se unieron a los paramilitares porque pagaban bien, entre 200 y 400 mil pesos al mes (entre 2 o 3 mil pesos mexicanos). Sostienen que nunca asesinaron a nadie: apenas sirvieron como informantes u operadores de radio que avisaban a sus superiores si entraba a su territorio alguna persona sospechosa, o como en el caso de Martín, quien fue un simple cooperador de los paras.
Mientras tanto, en el extremo del pequeño salón, Steven interpreta en la guitarra una canción en la que narra cómo decidió abandonar la fuerza paramilitar para reincorporarse a la sociedad. “¿Qué dulce tiene esta guerra que todos quieren probar?”, pregunta la canción que entona el pequeño indígena, a quien rodean los visitantes y no falta quien lo proponga para que sea el símbolo del proceso de desmovilización que promueve el gobierno. Atrás lo observan, siempre en medio de un silencio autoimpuesto y desolador que tensa rostros y manos, otros colombianos que parecen purgar una penitencia a cambio de la ayuda económica que reciben del gobierno. Si no asisten a los cursos, pierden el apoyo del que pende su vida actual, que equivale a la mitad de lo que ganaban dentro de las AUC.
Con el ánimo recompuesto pero siempre tenso y alerta, Albeiro se decide a hablar con Contralínea. Dice que “falta compromiso” de los empresarios y explica que hasta ahora, no les han cumplido con su parte de crearles los empleos que les ofrecieron, su hermano acaba de ser despedido por el patrón porque se enteró que fue paramilitar. “Quiero estudiar para técnico mecánico y encontrar un trabajo, pero los empresarios no han creado empleos. Falta compromiso”.
Valledupar es una ciudad de desmovilizados que suman más de 1 mil 500. En esa ciudad norteña, cuna del popular género musical del vallenato, se suscitaron hasta octubre pasado, al menos 41 ejecuciones de paramilitares a manos de sus excompañeros de armas o de sicarios que circulan a bordo de potentes motocicletas. Fuentes de inteligencia y la propia Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación señalan que las muertes selectivas son vendettas entre excombatientes o efecto de una nueva estructura de grupos ilegales, como los Águilas Negras, los Machos o los Rastros Rojos que buscan retomar el control de las zonas que anteriormente fueron coto de las autodefensas.
Estos hombres, de origen campesino la mayoría, constituyen al mismo tiempo el eslabón más débil del paramilitarismo que asoló desde 1994 el campo colombiano y que décadas después fue caracterizado como una organización terrorista por la Unión Europea y Estados Unidos. Surgidas en abril de 1997 para proteger a los latifundistas y ganaderos de extrema derecha de las guerrillas, las Autodefensas Unidas de Colombia se vincularon al narcotráfico y sus actividades se extendieron al secuestro, la extorsión, comisión de masacres y torturas, por lo que algunos de sus combatientes hoy son juzgados. No obstante, en este proceso judicial que se sigue contra los paramilitares, se ha revelado la existencia de vínculos entre ellos y legisladores colombianos, en lo que se ha denominado la parapolítica.
Eduardo Carreño, defensor de las víctimas de los paramilitares y director del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, explica: “Para nosotros está clara la estrecha relación entre el narco, los paras, las fuerzas militares, los grupos de políticos y el Congreso de la República; y eso se ha evidenciado en las versiones que se han rendido en el llamado proceso de Justicia y Paz.”
La vinculación de los políticos con el paramilitarismo es histórica, dice Carreño. Esto está documentado en muchísimos procesos desde 1982 y lo que se descubrió en 2001 sobre el pacto firmado por los miembros del Congreso con los voceros del paramilitarismo. Se planteó públicamente que el 35 por ciento del Congreso les pertenecía.
Además, cita el miembro del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado, que esta legislación fue elaborada por ese Congreso influenciado por el paramilitarismo. A través de ese procedimiento se desmovilizaron cerca de 31 mil 500 paramilitares que recibieron beneficios jurídicos. Sin embargo, un fallo de la Corte considera a los paramilitares como delincuentes comunes y por lo tanto no pueden ser objeto de amnistía e indultos y mediante este mecanismo se han legalizado unos 6 mil 500 paramilitares. Otros 19 mil o 25 mil –dependiendo quién hable– no pueden ya beneficiarse.
Eduardo Pizarro, presidente de la Comisión de Reparación y Reconciliación que atiende a las víctimas de los grupos armados en Colombia, afirma que los grupos paramilitares no fueron objeto del Plan Colombia, sino la guerrilla, si bien esa estrategia tuvo como efecto imprevisto la debilidad de los paramilitares a los que nunca combatió. Agrega Pizarro Leongómez que nunca hubo combates entre el ejército y los paramilitares, o en todo caso, muy pocos enfrentamientos directos. “Ya fuese porque el ejército no tenía voluntad de combatirlos ya fuese porque los paramilitares eludían el combate y el impacto directo, en Colombia fue la desaparición de los grupos paramilitares de extrema derecha como estructura nacional”.
El renacimiento
Este especialista admite que subsisten muchos grupos criminales después de la desmovilización “por factores muy complejos, pero el fenómeno paramilitar como Estado Mayor Conjunto nacional desapareció del panorama”. Sin embargo, en ese país existen grupos locales criminales que se han reconstruido y que controlan, sobre todo, la red de tráfico de drogas que antes tenía el paramilitarismo.
Pero el Plan Colombia sí debilitó a todos los grupos armados. Eso se refleja en la caída de homicidios, secuestros, tasa de masacres. “Digamos que Colombia es hoy más seguro que hace cinco años”.
En contraste con la reflexión de Pizarro, el especialista en temas de narcotráfico Ricardo Vargas asegura que, a pesar del Plan Colombia, se observa a nivel regional el surgimiento de nuevas elites locales ligadas al narcotráfico, que controlan los presupuestos municipales y departamentales con gran incidencia sobre las elecciones para elegir funcionarios locales. Esto, que antaño creó la dinámica de la “guerra privatizada”, con ejércitos privados al servicio del narcotráfico, ahora ha pasado una cuenta de cobro porque ellos han logrado cotos territoriales muy grandes y con ese control han ampliado las vías de comunicación del narcotráfico.
De acuerdo con Ricardo Vargas, las nuevas elites que desafían al Plan Colombia y al gobierno colombiano se asientan en la costa norte del país: en el Magdalena, Sucre, Bolívar, Cesar, Valle del Cauca y también en la Guajira. Esos sectores participaron activamente en la estrategia paramilitar, financiando a esos ejércitos y junto con ellos, asegura, hay sectores de elite política regional que crearon fórmulas para tener el control en municipios y algunos departamentos, explica el investigador de Acción Andina. (NE)
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