El desborde generalizado de la inflación en lo que va de 2008, el aumento desmedido de las cotizaciones de los bienes de consumo básico, la incapacidad del sector agroalimentario mexicano para satisfacer la demanda interna a precios socialmente razonables y la creciente dependencia alimentaria externa, entre otros elementos, no sólo han demostrado que el programa calderonista de “protección a la economía familiar” es un engendro que nació muerto. Por lo limitado de los bienes que involucra dicho paquete, que excluye el conjunto de las tarifas de los bienes y servicios de la economía, también es claro que el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa carece de los instrumentos y las instituciones necesarias para controlar la inflación. Además, por la vía de los hechos, Calderón demuestra que tampoco tiene el menor interés para tratar de resolver de fondo los problemas, ya que, por un lado, continúa aplicando las mismas políticas macroeconómicas neoliberales responsables del desplome de la inversión, la producción y el consumo agroalimentario y, por otro, se esfuerza por llevar hasta sus últimas consecuencias las contrarreformas neoliberales, causantes del colapso del sector primario.
La crisis agroalimentaria actual no debe considerarse como una manifestación del fracaso del neoliberalismo mexicano, como han señalado diversos analistas bienintencionados que critican al modelo y exigen su abandono. Por el contrario, esa situación es la consecuencia lógica esperada de una estrategia que deliberadamente ha hecho todo lo necesario por desmantelar al sector agropecuario (agricultura, silvicultura, apicultura, ganadería y pesca) y de alimentos industrializados; acabar con la soberanía alimentaria; subordinar y hacer depender la oferta necesaria a la demanda interna requerida a la producción de Estados Unidos y las empresas trasnacionales que controlan y manipulan los precios a su libre arbitrio en el mercado mundial globalizado. Es una política de genocidio impuesta por los ricos en contra de los pobres, minuciosamente diseñada por los gobiernos de Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Calderón, que han administrado la contrarrevolución neoconservadora en México, impuesta por Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial (BM), con sus medidas estabilizadoras y de ajuste estructural.
Esos regímenes son los responsables del actual desorden que viven los precios de los alimentos en el país; del mayor deterioro del poder de compra de los salarios; la reducción en la calidad de su consumo de las mayorías y el aumento de su desnutrición, y el riesgo de que la hambruna se profundice y se extienda más allá de los sectores sociales que hace tiempo la padecen –indígenas, pequeños productores rurales y trabajadores rurales y urbanos que ganan de tres a cuatro salarios mínimos–, de cuyo nivel de vida nada tienen que envidiar los damnificados haitianos o africanos, por ejemplo. A raíz del robo de sus ahorros bancarios, el famoso y trágico corralito impuesto por Fernando de la Rúa y el mingo Cavallo –el gauchito chicago boy hermano de Pedro Aspe, Francisco Gil o Agustín Carstens–, los sectores medios salieron furiosos a la calle hasta voltear a De la Rúa (o, para ser precisos, le obligaron a huir vergonzosamente en helicóptero). Cuando se manifestaban frente a los pobres, éstos los recibieron con una leyenda que decía: “Bienvenidos al infierno”. Los que ya sufren permanentemente la plaga de la desnutrición podrían decirle a los orgullosos clasemedieros mexicanos: “Bienvenidos al infierno del hambre”, porque la espiral ascendente de los precios de los alimentos internos y externos apenas empieza y, según han dicho la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, el BM y otros, durará varios años más.
Si alguien dijo que los campesinos eran los “hijos predilectos” de los regímenes nacionalistas y “populistas”, ahora se les puede calificar como náufragos privilegiados del neoliberalismo, al igual que los que se beneficiaban con su producción. Aun con cinco recesiones, entre 1960 y 1982, las actividades agropecuaria, agrícola y ganadera se expandieron a tasa media real de 3.5, 3.1 y 2.6 por ciento. La tasa de crecimiento de la población en ese lapso fue de 3.3 por ciento. Hasta principios de la década de 1980 la preocupación por la soberanía alimentaria se tradujo en la autosuficiencia.
Con el ascenso de los neoliberales, la evolución agroalimentaria dio un giro radical. Entre 1983 y 2007 el sector agropecuario crece a una tasa media anual de 1.5 por ciento (la población lo hizo a 1.6 por ciento), es decir, se estancó. La producción tradicional entró en agonía. En 1980 la participación de dicho sector en el producto interno bruto (PIB) era de 7.8 por ciento y en 2007 de 4.9 por ciento; la agricultura cae de 4.8 a 3.4 por ciento, y la ganadería de 2.7 a 1.2 por ciento. La quiebra de expectativas y los bajos salarios, que comúnmente son menores al salario mínimo, explica que entre 2000 y 2007 la población ocupada en el campo bajara de 7.1 millones a 5.8 millones, es decir, en 1.3 millones. Ellos ahora soportan la miseria en las urbes o exponen sus vidas tratando de sobrevivir en Estados Unidos. Entre 2000 y 2006 la producción interna de los 10 principales granos y oleaginosas (en toneladas de arroz palay, frijol, maíz grano, trigo, ajonjolí, cártamo, algodón semilla, soya, cebada y sorgo) sólo satisface el 61.4 y 64.6 por ciento del consumo nacional aparente. Si se considera la de los cuatro principales granos básicos (maíz grano, frijol, arroz palay y trigo) el 71.1 y 68.4 por ciento. La de los cuatro oleaginosas (ajonjolí, cártamo, algodón semilla y soya) el 7.5 y 8.8 por ciento. La producción de leche de bovino el 83.1 y 88.5 por ciento. La de carne en canal el 81.5 y 77.7 por ciento. La de huevo el 99.4 y 99.2 por ciento. El faltante para cubrir el consumo se tiene que importar, cada vez en mayor cantidad y a mayores precios.
Desde otra perspectiva, como se ve en el cuadro anexo, entre 2000 y 2007, la importancia de las importaciones (en toneladas) de arroz, respecto de su consumo nacional aparente, pasa de 27.2 a 70.1 por ciento; las de maíz, de 17.8 a 23.9 por ciento; las de trigo, de 9.7 a 56.9; las de carne de bovino, porcino y de ave, de 1.1 a 15.2, de 3.1 a 34.8 y de 3.1 a 14.9 por ciento, respectivamente; y la leche de bovino de 2 a 12.4 por ciento. Las compras externas (en dólares) de soya suben 18.3 por ciento; las de carne de bovino en canal o refrigerada, 30.6 por ciento; de maíz (de 549.8 millones de dólares a 1 mil 139 millones) y de trigo en 107 por ciento; y de sorgo, 13.7 por ciento. Las importaciones agroalimentarias aumentan de 9.4 mil millones de dólares nominales (MMD) a 19.3 MMD, 105 por ciento más. Para 2008 se estima que llegarán a 25 MMD. El déficit agroalimentario pasa de 1.2 MMD a 4.2 MMD, 263.7 por ciento más. Las importaciones agropecuarias, de 4.7 MMD a 8.6 MMD, 81 por ciento más, y su saldo negativo sube de 4.7 MMD a 7 MMD, 69.6 por ciento más. Las importaciones pesqueras, de 71 millones a 373 millones y su déficit de 630.5 millones a 729.4 millones, 425 y 14.9 por ciento más altos, respectivamente.
Mientras los precios mundiales de esos bienes fueron relativamente estables, hasta hace dos años, junto con el brutal y súbito recorte de aranceles a las importaciones –en condiciones desventajosas para los productores que enfrentaban la crisis económica de la década de 1980–, la sobrevaluación cambiaria (22 por ciento), los altos réditos y la compra masiva externa de alimentos, los neoliberales pudieron compensar la menor producción interna agropecuaria, abatir la inflación nacional –de la que tanto festejaban los chicago boys del banco central– y reducir el presupuesto agropecuario. Si con esa política económica, comercial, fiscal, monetaria y cambiaria las cifras macroeconómicas daban la apariencia de la estabilidad de precios, ¿qué importaba que se condenara a muerte a los productores mexicanos, sobre todo a los pequeños? La racionalidad neoliberal es implacable. En su momento lo dijo el chicago boy Luis Téllez –secretario calderonista de Comunicaciones y Transportes–, cuando fue subsecretario de Planeación en la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos y artífice del cambio al artículo 27 constitucional, que decretó la muerte del reparto agrario y la reprivatización de la tierra: los productores que no sean competitivos que se dediquen a otra cosa.
¿Qué propone Felipe Calderón a los productores ahora que los precios de los alimentos suben como la espuma? Una dosis adicional de destrucción agroalimentaria: más importaciones, menos aranceles, la entrega de la comercialización a las empresas trasnacionales. Y unos cuantos pesos más en “apoyo” para que los que están condenados a morir productivamente sufran su agonía. A los consumidores les ofrece incremento de bienes externos más caros.
¡Ave César: los que están condenados a morir te saludan por tu católica filantropía!
¿Cómo se llegó a esa situación?
La respuesta es sencilla. No es ningún misterio. Los neoliberales (de Miguel de la Madrid a Calderón) desmantelaron la estrategia de desarrollo y el proyecto de la revolución mexicana que permitió crecer al sector agropecuario, hasta 1981, satisfacer la demanda interna de alimentos, proveer las materias primas que requería la agroindustria y aportar al menos la mitad de nuestras exportaciones de mercancías: el gasto público en infraestructura; la investigación, los subsidios, los créditos preferenciales de la banca pública y comercial (cajones selectivos de crédito), los precios de garantía que daban una certidumbre a la rentabilidad agropecuaria; la regulación oficial de la comercialización, a través de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo); los gravámenes arancelarios y el reparto de la tierra, entre otros instrumentos, con todo y sus defectos y su naturaleza de control político. Es decir, las mismas medidas de fomento que aplica Estados Unidos y otros países con sus agriculturas exitosas.
¿Qué hicieron los neoliberales?
En nombre del equilibrio fiscal, la “estabilidad” de precios y macroeconómica, la “productividad” y la “competitividad” han recortado el gasto público agropecuario y pesquero de 2.8 por ciento del PIB a 0.7 por ciento, y del gasto programable total de 6.9 a 2.8 por ciento, entre 1982 y 2007. Dejan de invertir en obras de infraestructura e investigación. Mutilan los subsidios y apoyos a los productores pobres. Entre 1994 y 2007 el presupuesto real del Programa de Apoyos Directos al Campo declina 0.5 por ciento, en promedio anual, por lo que la superficie apoyada se reduce 5.4 por ciento, de 13.6 millones de hectáreas a 12.9 millones, y los productores, 27.1 por ciento, de 3.3 millones a 2.4 millones. Disminuyen el crédito agropecuario, público y privado, que se desploma de 6.3 a 1.4 por ciento del total, entre 1982 y 2007; el agrícola, de 3.6 a 0.7 por ciento entre 1994 y 2007, el pecuario de 2.1 a 0.6 por ciento, el silvícola de 0.03 a 0.001 por ciento y el pesquero de 0.15 a 0.06 por ciento. Eliminan los precios de garantía. El control de la inflación afecta las cotizaciones de los productores y provoca su descapitalización. Desaparecen la Conasupo, que regulaba los precios, el abastecimiento y la comercialización de los bienes agrícolas y entregan estos últimos a la voracidad de las grandes empresas. Reducen los aranceles que protegían al sector y abren las puertas a las importaciones masivas, más baratas y subsidiadas en sus países, de manera desventajosa para los productores locales. Firman el tratado de libre comercio que favorece a los productores de Estados Unidos y adelantan el calendario de desgravación agropecuario. Mantienen sobrevaluada la moneda que abarata las importaciones. Privatizan la tierra. Concentran los apoyos a los agroexportadores.
Ésas y otras medidas son las que explican la incapacidad de los productores para generar la producción necesaria para satisfacer el consumo interno, mantener los precios estables, reducir las importaciones agroalimentarias y garantizar la soberanía alimentaria. El paquete calderonista no propone nada serio para revertir ese problema a largo plazo; al contrario, sólo aspira a acelerar su destrucción: Guillermo Ortiz eleva el costo del crédito para golpear a los productores y consumidores.
Agustín Carstens quiere ponerle impuestos a los bienes básicos.
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