« El espíritu de la piedad: ¿Por qué impulsa la Voluntad una acción tan insensata?
El espíritu de los tiempos: Te he dicho que trabaja inconscientemente, como un poseído. (…) Han desertado de estas multitudes, ahora dada a los demonios »
Thomas Hardy, Los dinastas (1903-08)
La propuesta de “reforma” política de Felipe Calderón no constituye más que un deliberado amasijo de confusiones tragicómicas, de manipulaciones ramplonas y de tramposas mentiras-verdades a medias que no logran ocultar sus caricaturescas ambiciones principescas. Como era natural, desde la cuadra de los aduladores pigmeos del calderonismo se elevó el clamor para alabarla, destacándose entre el coro la atildada voz de Luis Carlos Ugalde, quien no dudó para calificarla, zalameramente, como “la más importante en 30 años, [por su] concepción global, [y porque hasta la fecha sólo] hemos tenido reformas electorales”, e incluso ofreció sus oficios, “doctos” y plumíferos, y sus “recomendaciones” para combatir a los críticos, en un patético esfuerzo por tratar de encaramarse otra vez en la maltrecha nave panista que hace agua por todos los costados y lavar su ensuciada imagen durante el desaseado proceso electoral que encumbró a Calderón.
Por su calidad y trascendencia, la iniciativa puede resumirse con un par de campechanos refranes: premeditadamente “confunde el caballo con el camello” y “mienta el saco para pedir el asno”. El decálogo no se caracteriza por impulsar la plena democratización participativa de la nación, o al menos la reforma del Estado, del sistema político o de la economía, cambios que la misma elite dominante –Calderón, el panismo, el priismo, el empresariado, el rabioso clero y demás usufructuarios– no sólo se ha encargado de bloquearlos, sino que metódicamente se ha encargado de cercenar diversos avances alcanzados a través de la movilización social. En su “enfoque global”, ni siquiera propone una reforma electoral “integral” como pretenden hacer creer a la sociedad sus publicistas oficiales y oficiosos. Comparada, por ejemplo, con las proposiciones emitidas durante las ociosas reuniones en la materia en 2000, donde participaron más de 730 especialistas de variopinto pelaje, bajo la coordinación de Porfirio Muñoz Ledo y pontificada por Vicente Fox, entonces obispo electo que chocarreramente después se olvidó de ellas (Comisión de estudios para la reforma del Estado. Conclusiones y propuestas, ed. UNAM, México, 2001). El proyecto de Calderón no es más que un escuálido y desdichado engendro, vergonzosamente desastrado. Es una simple ocurrencia deshilvanada, cuya estrambótica envoltura no logra ocultar el reculón político con que delira la cavernícola derecha, su retorno al pasado.
El hijo de un cristero, Felipe de Jesús, soltó un diablo cuyo único fin es la nostálgica restauración del paraíso perdido del despótico sistema presidencialista y corporativo, edificio construido por los desacreditados priistas y heredado a sus gemelos panistas para que conservaran sus ruinas y evitaran, por cualquier medio y con su respaldo, el ascenso de los grupos progresistas, pese a que durante décadas los trataron como sus gemelos impresentables. La alternancia no redundó en la democracia como supusieron los “tontos del voto útil”, voluntariamente sordos y cegados, sino en la permanencia y la agudización de excesos autoritarios presidenciales, tolerados y solapados por los poderes Legislativo y Judicial, generosamente remunerados. Lo único novedoso es que si los priistas compartieron el gobierno con la oligarquía, los panistas lo convirtieron en un triunvirato al compartir el trono con las faldas clericales, ante quienes inclinan mansamente la testuz para recibir la iluminación divina, aunque es menester reconocer que Salinas, e incluso poco después de la guerra cristera, ya había reiniciado esas relaciones carnales dentro del armario. Ahora Calderón, con las tentaciones autoritarias de su proyecto, quiere acabar con el peligroso espejismo que subyace en el imaginario colectivo.
Las directrices esenciales de la contrarreforma son:
a) Consolidar la alicaída omnisciencia del Ejecutivo, el cesarismo oriental como el nodo del sistema político.
b) Imponer otra vez el yugo presidencial al Congreso, jibarizar su importancia en su representatividad (número) y funciones, y usurpar sus atribuciones legislativas constitucionalmente establecidas (propuesta para convertir automáticamente en ley las iniciativas del Ejecutivo que no sean discutidas y aprobadas a más tardar en 20 días hábiles; el derecho de pernada, de enviar dos iniciativas “con carácter preferente” que, en caso de no ser analizadas y ratificadas expeditamente, el príncipe se abrogaría la decisión de convertirla en ley; el derecho a “convocar un referéndum” para que la población apruebe las iniciativas que los legisladores se negaron a suscribir). Con esas medidas, Calderón quiere superar un obstáculo generado por las estúpidas preferencias de los electores: la imprecisa división de poderes, lo que los politólogos llaman “gobiernos divididos”, que ha impedido parcialmente a los ejecutivos, desde Ernesto Zedillo, imponer frescamente sus desmesuras. Aunque el incestuoso bipartidismo legislativo panista-priista ha sido mayoritariamente funcional a sus fines, Calderón quiere todo, inmediata, expeditamente, sin ningún costo, sin verse obligado a negociar, consensuar y limitar los alcances de sus políticas con la oposición. Desde luego, el acotamiento sería para los bueyes de sus compadres legisladores, porque para el Ejecutivo sólo propone un horizonte anchuroso, sin la irritante e inexistente, hasta el momento, supervisión, rendición de cuentas, sin sanciones, sin revocación de mandato, sin ninguna molestia como corresponde a los señores de horca y cuchillo, dispensadores de la vida y la muerte.
c) Restringir las opciones de los votantes al limitar y excluir la participación, la representatividad y la distribución del poder entre otras fuerzas políticas dentro del sistema de partidos, especialmente a las progresistas y de izquierda, con el objeto soterrado de afianzar la alternancia bicéfala entre la derecha panista y la derecha priista (ampliar de 2 por ciento a 4 por ciento los votos requeridos por un partido para conservar su registro y acceder al financiamiento público, e impedir la posibilidad de crear nuevos partidos entre elecciones presidenciales).
d) El engaño de la representatividad ficticia con la segunda vuelta entre los dos partidos más votados, lo que ampliaría la exclusión de los demás. A cambio de monopolizar el poder bipartidistamente, por medio del manejo turbio del erario, la estructura corporativa del poder y los llamados poderes fácticos, a la sociedad se le concedería un “privilegio”, exactamente el mismo que tienen, por ejemplo, los chilenos o los franceses: meter la cabeza en el retrete antes elegir entre el siguiente platillo que le parezca menos inmundo.
e) Cristalizar el atropellado, neopofirista y sangrientamente fracasado sueño salinista y de las elites dominantes: abrir la puerta a la reelección consecutiva de alcaldes, miembros de ayuntamientos, jefes delegacionales, gobernadores y munícipes hasta por 12 años, como paso previo a la presidencial. Así, en las condiciones autoritarias que privan en el país, se apuntalaría la permanencia de la casta divina que se ha apoderado del país; desde el ámbito económico al político, militar y social, se garantizaría el impune pillaje en que impunemente han sometido a la nación, sin sobresaltos; se arraigaría el divorcio entre las elites y la sociedad, típica de los sistemas despóticos; se reduciría exponencialmente la posibilidad de un cambio democrático y sólo se le dejaría a la sociedad la opción de la violencia para acabar con el antiguo régimen.
Como un charlatán “democrático” y embaucador sentimental, Calderón no se olvidó de su “baño de pueblo”. El populismo ramplón de la derecha ofrece un par de placebos a los descontentos que aún creen que el sistema autoritario puede reformarse desde sus entrañas: las figuras de “iniciativa ciudadana” y de “candidaturas independientes” son para aparentar un supuesto cambio entre gobernantes y gobernados. Aquella constituye otro atentado al Congreso. Si no se cambia la legislación actual, también resulta una propuesta engañabobos para la mayoría. Las propuestas ciudadanas pueden ingresar al Congreso, tiradas al bote de basura, dormir el sueño de los justos entre las montañas de iniciativas olvidadas, ser rechazadas. En el remoto caso que se aprobaran, el Ejecutivo podría sufrir un ataque de amnesia para no publicarlas. En cambio, las elites oligárquicas y clericales podrían ser las destinatarias que se beneficiarían de la misma. La otra es una fantasía para los cándidos desilusionados del sistema de partidos. Sin financiamiento, sin estructura partidaria, estatal o regional, sólo servirá como terapia existencial y para restar votos a otros partidos, salvo para la oligarquía (por ejemplo, los Berlusconi mexicanos) que puede sufragar una campaña o comprar votos, como sucede en Estados Unidos, con sus carnavalescos resultados estériles.
Cabe preguntarle a Calderón: ¿después del fraude electoral y usurpar el gobierno, no hubiera sido más sencillo completar el golpe de Estado como mandan los cánones, clausurar el Congreso, imponer su propio Poder Judicial, proscribir y barrer a los partidos y demás organizaciones opositoras; cambiar la Constitución y poner una a su modo, y construir un nuevo sistema según los intereses de la elite nacional y trasnacional? Así no tendría por qué jugar al baile de máscaras ni se vería obligado a mentir diariamente. En una y otra escena se ve grotesco. Tampoco tendría ese permanente gesto agrio o iracundo que le acompaña desde el alba al ocaso. No se vería obligado a actuar como si fuera un presidente elegido, porque se ve ridículo.
Sin duda, las propuestas de Calderón son irresistibles para los priistas y las elites. Pero como partero de su propio engendro (¿o fue concebido en un aquelarre con los priistas?), el príncipe de los cartuchos y el garrote se encargó de malparirlo, debido a su sentido de la oportunidad política. Desató la tormenta con los priistas cuando decidió convertir la incestuosa relación que mantiene con ellos y en un descarado y obsceno ménage à trois con los perredistas, en un desesperado esfuerzo para evitar sus triunfos electorales estatales y socavar sus cacicazgos, el basamento financiero y estructural de su poder, que eventualmente podrían contribuir a su derrota en las elecciones de 2012, a favor de los panistas, que actualmente sólo pueden aspirar a sus exequias.
Los huesos arrojados a los oportunistas perredistas en nada alterarían el perfil autoritario del país. No acrecentará su presencia, pero sí su desprestigio. Atentará en contra de algún candidato con tufo progresista. No beneficiará a la sociedad que ha sido brutalmente condenada al papel de víctima y espectador pasivo. Sólo nos brindará el espectáculo de una salvaje disputa por el poder entre la derecha panista y priista. La nación seguirá atrapada en la ríspida confrontación entre esos trogloditas.
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