La madrugada del 16 de septiembre de 1810, en el pueblo de Dolores, en la intendencia de Guanajuato, el cura Miguel Hidalgo y Costilla dio inicio a la lucha por la Independencia de México.
Inteligente y culto, Hidalgo había sido rector del Colegio de San Nicolás, en Valladolid (hoy Morelia) y responsable del curato de Colima y de San Felipe Torresmochas, antes de hacerse cargo del de Dolores, en 1803.
Lector de los enciclopedistas, simpatizó con las ideas de libertad, igualdad y fraternidad que difundían las logias masónicas. Según algunos autores, a esa institución pertenecieron tanto él como Ignacio Allende.
Perseguido desde 1800
Por sus ideas avanzadas, el cura Hidalgo fue perseguido por la Inquisición muchos años antes de que encabezara el movimiento de Independencia.
El 16 de julio de 1800, dicho tribunal recibía denuncias contra el prócer, a quien se acusaba de haber dicho en conversaciones privadas que “Dios no castiga en este mundo con penas temporales”, es decir, que no manda catástrofes a la humanidad si no obedecen la voluntad divina.
Se acusaba a Hidalgo de respetar la libertad de conciencia de los judíos, pues no se podía demostrar que Cristo fue el mesías que aún esperan: “Ningún judío que piense con juicio se puede convertir, pues no consta del texto original de la Escritura que haya venido el mesías”.
Según esa denuncia, Hidalgo consideraba a Santa Teresa una “ilusa” porque se azotaba y ayunaba mucho, a la vez que criticaba los abusos que habían cometido algunos pontífices a lo largo de la historia.
Además, se le acusaba de considerar la sexualidad como algo natural, al afirmar que la “fornicación” no es un pecado sino un desahogo natural en el ser humano (Rogelio Orozco Farías, Fuentes históricas de la Independencia de México, 1808-1821, Jus, México, 1967, pp. 166-167).
El Santo Oficio mantenía en secreto la identidad del denunciante, que en este caso era el presbítero Joaquín Huesca, del convento de La Merced, en Valladolid, quien simplemente juró decir la verdad y no tener nada contra Hidalgo, sino que sólo actuaba “por descargo de su conciencia y en cumplimiento de su obligación”.
Por su amor a la libertad y al progreso, Hidalgo resultaba odioso a la Inquisición que por el momento mandó archivar la acusación para sumarla a otras, cuando se diera la ocasión, que se presentaría 10 años después (Toribio Medina, Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México, Fuente Cultural, México, 1952, p. 341).
Sin embargo, otros personajes fueron castigados por faltas similares a las que se habían atribuido al cura Hidalgo. Por ejemplo, en 1803 era condenado a seis años de destierro en Filipinas el joven Antonio de Castro, por haberse atrevido a criticar a los papas y a los inquisidores, y por leer obras “heréticas” como El Emilio, de Rousseau, tratado dedicado a la educación.
Excomunión y condena
El 24 de septiembre de 1810, Manuel Abad y Queipo, obispo de Michoacán, publicaba un edicto de excomunión contra Hidalgo, y amenazaba a sus seguidores con aplicarles la misma pena, exigiéndoles “que se restituyan a sus hogares y lo desamparen dentro del tercero día siguiente inmediato al que tuviere noticia de este edicto…”
Además de condenar la rebelión contra la metrópoli, alegando que los españoles y los criollos tenían los mismos intereses y que la guerra acabaría con la riqueza del Virreinato, Abad y Queipo censuraba el uso que hacía Hidalgo de la virgen de Guadalupe como estandarte de la lucha popular, considerándolo “sacrilegio gravísimo”.
El 13 de octubre del mismo año, a menos de un mes del inicio de la gesta de Independencia, la Inquisición retomó el proceso contra Hidalgo que tenía guardado desde 1800, del que resultaba “probado el delito de herejía y apostasía de nuestra fe católica”, por parte del héroe, a quien los inquisidores calificaban como “un hombre sedicioso, cismático y hereje formal”.
Pero ahora, además de condenar a Hidalgo porque consideraba “inocente y lícita la polución y fornicación, como efecto necesario y consiguiente al mecanismo de la naturaleza”, se le juzgaba, sobre todo, por haber iniciado la lucha contra la dominación española, “poniéndolos al frente de una multitud de infelices que habéis seducido, y declarando guerra a Dios, a su santa religión y a la patria…”
El 7 de febrero de 1811, el tribunal ampliaba los cargos contra Hidalgo, listando un total de 53 “enormes crímenes”, como los siguientes: que desde hace años había abandonado sus deberes parroquiales, llevando una vida “escandalosa” con “gente villana que comía, bebía, bailaba y puteaba perpetuamente en su casa…”; que estuvo “amancebado” con una mujer durante mucho tiempo; que era admirador de la Revolución Francesa y enemigo de la monarquía; que negaba la existencia del infierno y de los diablos; que leía libros prohibidos por la Inquisición, etcétera.
También se le hacía responsable de las muertes y robos contra los españoles cometidos por los insurgentes; se añadía: “Es de presumir que este reo haya cometido otros crímenes más o menos graves”, y se le declaraba “hereje formal, apóstata de nuestra sagrada religión católica, deísta, materialista, y ateísta, reo de lesa majestad divina y humana, libertino, excomulgado, sedicioso, revolucionario, cismático, judaizante, luterano, calvinista, blasfemo, enemigo implacable del cristianismo y del Estado, seductor protervo, lascivo, hipócrita, astuto, traidor al rey y a la patria”.
Aprehendido por las tropas realistas el 21 de marzo de 1811 en la Acatita de Baján, Coahuila, Hidalgo fue degradado por las autoridades eclesiásticas el 29 de julio en Chihuahua, sin confesar otra falta que la de “haber querido hacer independiente esta América de España”.
Ese mismo día, se le comunicó a Hidalgo la pena de muerte y confiscación de todos sus bienes, que contra él decretaban las autoridades civiles, sentencia que escuchó de rodillas.
Luego del fusilamiento, que tuvo lugar a las siete de la mañana del día 30 de julio, se expuso su cadáver en la plaza pública y su cabeza, junto con las de los caudillos Allende, Aldama y Jiménez, fueron expuestas en la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, con la siguiente inscripción: “Las cabezas de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, insignes facinerosos y primeros caudillos de la revolución, que saquearon y robaron los bienes del culto de Dios y del real erario, derramaron con la mayor atrocidad la inocente sangre de sacerdotes fieles y magistrados justos; fueron causa de los desastres, desgracias y calamidades, que experimentamos, y que afligen y deploran los habitantes de esta parte tan integrante de la nación española”.
Hispanista y reaccionaria, nostálgica del pasado colonial, la ultraderecha más rancia del país, la que a mediados del siglo XX encabezó Salvador Abascal Infante al frente de la Unión Nacional Sinarquista, sostenía en vísperas del siglo XXI juicios semejantes al expresado en esa inscripción.
En 1996, Abascal publicó en su editorial Tradición el folleto titulado El cura Hidalgo de rodillas, done repetía la acusación de Abad y Queipo, de que Hidalgo usó a la virgen de Guadalupe como “bandera de odio y exterminio” y lo juzgaba un “cínico mujeriego”, “sacerdote abarraganado” (es decir, con mujer), “por sensual y extrovertido, valiente y astuto cuando le era conveniente serlo”.
Lo acusaba, además, de leer a los enciclopedistas, cuyas obras eran, según Abascal, “veneno puro”, y afirmaba que Hidalgo fue astuto, falso, engañador y que pecaba “con frenesí”, “atolondradamente, pero sin ulterior pensamiento”.
Con motivo de una polémica sobre la excomunión de Hidalgo, el 4 de enero de 2010, en entrevista transmitida por Televisa Guadalajara, el cardenal Juan Sandoval Iñiguez arremetió calumniosamente contra la figura de Hidalgo, afirmando: “Si lo excomulgaron no fue porque se levantó en armas, que quede claro, fue porque ya levantado en armas fue y anduvo violando conventos para sacar los bienes o para ultrajar a las religiosas. Fue por violar conventos, por eso, no por la Independencia”.
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