Estados Unidos impuso a México la visión de que el asunto migratorio sólo involucra individuos. Sin embargo, es un tema internacional y geopolítico entre dos naciones-Estado que podría devenir en un conflicto similar al palestino-israelí, considera el analista político George Friedman, fundador de Stratfor
Autor: Nydia Egremy
Sección: Línea Global
La Ley SB1070 de Arizona entró en vigor, aunque severamente limitada por la decisión de una corte federal, el 28 de julio. Ese proceso legislativo le permite a George Friedman –analista político y fundador del corporativo privado de inteligencia Stratfor– señalar que la migración no sólo debe ser considerada como un tema legal en Estados Unidos, sino que debe observarse desde una perspectiva más amplia. De no hacerlo, advierte, como la migración forma parte de las relaciones entre ese país y México, sus propias dinámicas e intereses los encaminan hacia “una era de creciente tensión”.
En el artículo “Arizona, tierras fronterizas y relaciones Estados Unidos-México”, publicado el 3 de agosto por Stratfor, Friedman asegura que “en la tierra que le fue tomada a México por la fuerza” se experimenta un movimiento masivo nacional –legal e ilegal– que cambia el carácter cultural de la región. Esto puede ocasionar un giro sorpresivo que desestabilice a la región, y compara este escenario con la experiencia actual del conflicto palestino-israelí.
Friedman –de nacionalidad húngara, prisionero en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial– puntualiza que la migración hacia Estados Unidos es un proceso normal; pero no lo es dentro de las fronteras desde México. Considera que podría venir una sorpresa que desestabilice a la región. Esa inestabilidad fluye naturalmente desde las fuerzas de la migración.
Opina que un ejemplo del conflicto migratorio que llegaría a la frontera que comparten México y Estados Unidos sería el que actualmente protagoniza la migración judía a Israel. Eso, considera, “representa el peor escenario para las fronteras”, pues están ausentes los acuerdos políticos estables y por ello hay una descalificación mutua.
Friedman opina que una característica del conflicto israelí-palestino es la “mutua demonización” de las partes. Refiere que en el caso de la migración indocumentada hacia Arizona, “la demonización entre las dos partes corre de forma muy profunda”. Explica que la imagen de racistas que se asigna a quienes apoyan la nueva ley de Arizona y la caracterización de quienes critican a esa ley como antiestadunidenses no son nuevas ni promisorias; sin embargo, alerta, parece una situación “próxima a salirse de curso”.
Describe que, en el último de los casos, el debate no sólo debe centrarse en el tema de Arizona, sino sobre la relación entre México y Estados Unidos. Ese vínculo pasa por un amplio rango de temas en los que la migración sólo es uno de ellos. Observa que el problema es que la inmigración masiva de mexicanos hacia Estados Unidos siempre se aborda como un debate interno entre los estadunidenses; pero “se trata de debatir cómo se debe alcanzar un entendimiento con México”.
En las décadas pasadas, Washington ha intentado evitar que la inmigración se convierta en un tema internacional, presentándolo como un tema de aplicación de la ley estadunidense. Por ello, Friedman insiste en que esta cuestión no puede “ser depositada por más tiempo en esa caja conceptual”, pues tradicionalmente se ha abordado como un tema subnacional que involucra a los individuos, pero de hecho es un tema geopolítico entre dos naciones-Estado.
En su opinión, la nueva ley migratoria SB1070 de Arizona sobre la inmigración indocumentada “indudablemente detonará otras regulaciones federales”, pues las relaciones entre estos dos Estados-nación soberanos tiene dinámicas internas e intereses que se dirigen hacia una era de tensión creciente. Para evitar esa tendencia, el tema migratorio debiera estudiarse más ampliamente y no centrarse en el análisis de la aplicación de la ley estadunidense.
Historia de desencuentros
En su artículo “Arizona, tierras fronterizas y relaciones Estados Unidos-México”, Friedman revisa los antecedentes de esa compleja relación bilateral. Refiere que hasta la guerra México-Estados Unidos, de 1830, no estaba claro si el poder dominante en América del Norte tendría su capital en Washington o en la ciudad de México.
En ese momento, México representaba una sociedad más antigua y su ejército era sustancialmente mayor al de Estados Unidos, que apenas había sido fundado al Oeste de los Apalaches y aparecía como débil y vulnerable. Ese país carecía de rutas adecuadas de transporte entre el Norte y el Sur; su economía era muy vulnerable, pues dependía de las exportaciones de ultramar y su propia Marina era incapaz de proteger sus tierras costeras contra las amenazas de algunas potencias europeas, como Inglaterra y España.
La fragilidad estratégica del nuevo Estado contrastaba con la fortaleza y menor dependencia de las exportaciones que tenía México. El naciente país decidió expandirse hacia el territorio del Noroeste que le cedió el Reino Unido y, más tarde, hacia las nuevas tierras de la Louisiana que Thomas Jefferson ordenó adquirir a Francia.
Con esos dos territorios, Estados Unidos logró la profundidad estratégica y nuevo aliento económico que le trajo el auge a su agricultura, pues producía más de lo que los granjeros consumían. Logró embarcar los productos del Sur hacia Nueva Orleans a través del sistema de ríos Ohio-Missouri-Mississippi, donde las embarcaciones viajaban desde el Norte hacia la tierra interior.
En esa nueva geografía, Nueva Orleans se convirtió en el punto más estratégico del Norte de América. Su control significaba la hegemonía sobre el sistema agrícola entre los Apalaches y las Rocallosas; por ello en la guerra con el Reino Unido que estalló el 18 de junio de 1812, los británicos trataron de alcanzar Nueva Orleans, pero fueron derrotadas por las fuerzas de Andrew Jackson.
Friedman subraya que Jackson –el séptimo presidente de Estados Unidos– entendió la importancia de Nueva Orleans para Estados Unidos y “también entendió que la principal amenaza para Nueva Orleans venía de México”. Para Estados Unidos, la amenaza que México representaba se solucionó cuando Jackson autorizó que Sam Houston organizara una operación encubierta para fomentar un levantamiento entre colonos estadunidenses en Texas –entonces, departamento mexicano.
El objetivo era empujar a México hacia el lejano Oeste, y no parecía imposible, pues el ejército de Jackson era numeroso y los mexicanos lo evitarían. Con esa acción se conjuró la “amenaza mexicana” a la seguridad nacional del naciente país. La creación de un Texas independiente sirvió a los intereses estadunidenses. El territorio mexicano al Sur del Río Bravo era de desiertos y montañas que hacían imposible su colonización.
Como en Texas vivían pocos mexicanos, se promovió desde México la colonización de estadunidenses. Al alcanzar ese propósito, al ejército mexicano le representaba un enorme esfuerzo en tiempo y recursos custodiar la zona. El presidente James K Polk asestó el golpe final en la guerra contra México, pues las fuerzas quedaron severamente debilitadas. En consecuencia, un Texas independiente liberó la amenaza contra Nueva Orleans y debilitó a México.
A Estados Unidos le llevó casi un siglo resolver permanentemente el estatus de la región. En ese tiempo se dedicó a la tarea de construir un nuevo orden político fronterizo que atendió como un asunto de interés nacional.
En la zona de California, Estados Unidos tuvo el mismo problema, pues era poco atractiva por ser inhóspita. A finales del siglo XIX, esa región experimentó recortes laborales crónicos que aumentaron con el tiempo y se tuvo que importar mano de obra.
Esa fuerza laboral migrante fue “uno de los motores de la economía de la región” y ambos países vieron su beneficio mutuo en ello: mano de obra barata para los estadunidenses, y beneficios para los mexicanos por las remesas que estabilizaron su economía por ese excedente laboral de exportación.
Aun así, el gobierno estadunidense se favorecía de un trabajo que era ilegal bajo sus propias leyes. Ocasionalmente, el gobierno federal hizo excepciones a la ley; el resto del país no se percataba de este proceso y las antiguas tierras fronterizas mexicanas de Texas y California se beneficiaban económicamente. Aunque ese movimiento inmigrante generó costos para Estados Unidos en cuidado de salud, educación y otras áreas, eran costos menores para los intereses empresariales. Washington, por su parte, los veía como costos para quienes nacían en ese país.
El miedo oculto
Detrás de este proceso político, había uno geopolítico, pues en cualquier país la inmigración es desestabilizadora. Para George Friedman, los inmigrantes “siempre han desestabilizado a Estados Unidos”, incluso desde que los escoceses e irlandeses cambiaron la cultura estadunidense y tomaron el poder político al superar a los primeros colonos.
Esa ecuación también opera para los mexicanos inmigrantes, aunque con una diferencia fundamental: cuando los irlandeses, polacos o asiáticos llegaron a ese país, estaban aislados físicamente de sus patrias. Los mexicano-estadunidenses en Chicago o Alaska, aunque ciudadanos, residentes permanentes o inmigrantes ilegales, formaron un grupo sustancial rodeado de otros e integrados en la sociedad y economía.
Las fuerzas económicas en ambos lados de la frontera animan la inmigración ilegal hacia el Norte dentro de la zona fronteriza –lo que Friedman denomina “la zona ocupada por Estados Unidos a México”–. Llama la atención a la importancia del “carácter cultural de la frontera” y explica que la frontera política entre los dos países permanece mientras que la frontera cultural se mueve hacia el Norte.
El autor señala que existe un “miedo oculto” de quienes se oponen a ese proceso de cambio cultural de la frontera porque no es económico (a pesar de que frecuentemente se expresa esa versión), sino “mucho más profundo”. Se trata del temor de que un movimiento masivo de población revierta las consecuencias del triunfo militar de la década de 1830 y 1840.
Ante el recrudecimiento de conflictos fronterizos en todo el mundo, Friedman anticipa que el temor radica en que “esa furia llegue aquí”. Por eso, la tensión entre quienes se benefician de la inmigración y quienes la rechazan crea una situación potencialmente explosiva en Washington y Arizona. La demonización entre las dos partes no es nueva ni promisoria y corre de forma muy profunda: se asigna la imagen de racistas a los partidarios de la nueva ley de Arizona y a sus críticos se les caracteriza de antiestadunidenses.
Al final, este debate binacional no es sobre el tema de Arizona, sino que la relación entre México y Estados Unidos abarca un amplio rango de temas, donde la migración sólo es uno de ellos. “Debe abordarse como un tema geopolítico para alcanzar un entendimiento mutuo, porque ésta es una situación que parece próxima a salirse de curso”, concluye el análisis de Friedman.
Más de lo mismo: política migratoria de Obama
Al examinar la reflexión de George Friedman sobre el rol de la migración en la relación binacional, Mónica Verea Campos, investigadora del Centro de Investigaciones sobre América del Norte (Cisan), manifiesta que no observa indicios de que la administración de Obama cambie su política migratoria: “Es más de lo mismo o bastante igual a la de Bush”.
Las administraciones estadunidenses, sean demócratas o republicanas, consideran la migración indocumentada de mexicanos como un tema de política interna. En ese contexto, el gobierno estadunidense busca aliviar las presiones que ejerce su sociedad civil, “sobre todo los muy conservadores” que ven la migración como un asunto de seguridad interna.
Un mecanismo para aliviar esa presión social es la expulsión. Verea cita que, en 2009, hubo alrededor de 350 mil deportaciones en los centros de trabajo de las personas en todo Estados Unidos, mientras que en la administración de Bush, esas deportaciones oscilaban entre 50 mil y 150 mil por año.
Describe esa medida como un “autogol” que ocasiona graves problemas intrafamiliares, porque esos trabajadores deportados abandonan a sus hijos y familias en aquel país. Detrás de esas acciones, encuentra falta de consistencia de México: tras el fracaso del gobierno de Vicente Fox por alcanzar un acuerdo migratorio, su sucesor decidió abandonar ese tema de la agenda bilateral.
La exdirectora fundadora del Cisan describe cómo, en sus primeros tres años, el actual gobierno “desmigratizó” su relación con Estados Unidos y la narcotizó”. Esto representa un gran error porque ya no intenta influir ni en las administraciones ni en las asociaciones civiles de aquel país.
A quienes aseguran que debía aprobarse la Ley SB1070 en Arizona debe hacérseles notar que los inmigrantes indocumentados no son delincuentes, sino que van a Estados Unidos por un trabajo “y algunos más escapan de alguna amenaza que sufren en su propio país; por ello aumentó el número de solicitantes de peticiones de refugio”.
Verea recuerda que un amplio sector de estadunidenses reconoce que el trabajo de los inmigrantes enriqueció a su país, además de que “los empleadores siempre, hambrientos de poder”, contratan mano de obra migrante que es más barata que la de su país.
En el tema migratorio, la investigadora afirma que al gobierno mexicano le hace falta “muchísimo” saber negociar, al tiempo que carece de un proyecto migratorio, pues prefiere jugar un bajo perfil porque no está dispuesto a avanzar. Ante tal situación, es previsible que Estados Unidos imponga más políticas de reforzamiento de su seguridad dado que tiene la percepción de que la situación del Sur es más delicada de lo que era antes.
Citar fuente: Contralínea 199 – Publicado en internet: 16 de Septiembre de 2010
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