La iniciativa de ley de seguridad nacional de Felipe Calderón –primero enmendada por el Senado para acicalarla, limarle un poco sus desmesurados colmillos y tratar de hacerla socialmente tragable, y después corregida y aumentada por diputados panistas y priistas, que le quitaron los meretrices afeites que aquéllos le pusieron, con el objeto de mostrar brutalmente la ferocidad antisocial de sus futuras dentelladas– evidencia hasta dónde está dispuesta a llegar la derecha con tal de mantener usurpado el poder y decidir oligárquicamente el destino de la nación. Para tratar de asegurar que la alternancia quede exclusivamente entre los dos partidos de la derecha, evitar el riesgo de que alguna fuerza progresista pueda ascender al gobierno y eventualmente ponga en riesgo al sistema, el régimen presidencialista autoritario y su proyecto neoliberal de nación, y para mantener el control férreo sobre la sociedad democrática y sus organizaciones, ha sido suficiente el corporativismo, la aplicación arbitraria de las leyes y el ejercicio despótico del poder.
Pero ahora las tentaciones despóticas del bloque dominante quieren las bayonetas para coronar su dominio. Y la lucha en contra del narcotráfico les ha ofrecido la coartada apropiada para darle un turbio barniz de legalidad a la ilícita presencia de los militares en las calles y al estado de excepción calderonista-panista-priista. Si en la nación más “democrática” del mundo, el Baby Bush aprovechó los oscuros sucesos de 2001 y el pavor de la población estadunidense ante los confusos enemigos externos para manipularla, fabricar el terrorismo de Estado y su impunidad, reducir los espacios democráticos, cercenar las libertades civiles y endurecer la vigilancia y la persecución sobre la sociedad, ¿por qué pensar que la derecha mexicana no haría lo mismo?
Para compensar los problemas de legalidad de su gobierno, Calderón quiso legitimarse inventando la guerra en contra de los narcotraficantes. Pero antes construyó una muralla de bayonetas a su alrededor para afianzar su asalto de la Presidencia. Después, transgredió la carta magna para sacar a los militares a las calles, confabulado con la mayoría del Congreso, que en el pleno debió aprobar o rechazar esa medida para establecer el estado de derecho y, sin embargo, no sólo no lo hizo, sino que dio saltos de carnero para apoyar el quebranto de la legalidad, así como con la Corte que supuestamente debe velar por el orden constitucional establecido y también se sumó al rebaño legislativo. Los poderes Legislativo y Judicial, que deben jugar el papel de contrapeso institucional a los excesos del Ejecutivo, de manera ciega, sorda, muda y necia, convalidaron el atropello a la Constitución. Aceptaron el virtual estado de excepción calderonista; la suspensión de las garantías individuales por la vía de los hechos en aquellos lugares donde se presentan los militares, convertidos en superpolicías que hacen y deshacen fuera de la ley (los tribunales militares son juez y parte) –que sin ninguna clase de controles jurídicos civiles arremeten contra los derechos constitucionales de la ciudadanía; que detienen a la población a su libre arbitrio, realizan cateos, imponen retenes, realizan operaciones de espionaje, asesinan a sangre fría a inocentes–; que la autonomía de los estados y municipios haya sido convertida en escombros y detengan a sus funcionarios con acusaciones risibles, de dudosa legalidad; que admiten las operaciones ilegales de las autoridades estadunidenses en territorio nacional y que el gobierno y los militares cumplan el papel de policías de la seguridad nacional del país del Norte.
Decía Milton Friedman –como todos los ideólogos de la derecha– que el único papel aceptable para el gobierno era el mantenimiento del orden por medio de las fuerzas armadas y sus aparatos de represión; que se deberían aprovechar los momentos de conmoción y parálisis de la sociedad para imponerle sus fines. Pues bien, al magnificar y estimular la violencia del narco y el baño de sangre que ahoga al país con su fracasada guerra, Calderón le vendió a la oligarquía y demás bases de la derecha las mercancías “seguridad”, “orden” y “tranquilidad” personal, familiar y para los negocios, y los militares son sus distribuidores callejeros. De facto, Calderón y sus asociados del Partido Revolucionario Institucional impusieron el estado de excepción. Ahora darán un paso más atrevido en el sendero autoritario: convertirlo de iure.
A la exigencia social de justicia, respeto a los derechos humanos o el fin del baño de sangre, la derecha –Calderón, los legisladores panistas y priistas, y la Corte que están al frente del gobierno y disponen autoritariamente de los aparatos de la administración pública, la oligarquía que ejerce realmente el poder político y el económico neoliberal, la clerical y la militar–, en nombre de una pueril conceptualización de la seguridad interna y nacional, organiza otro golpe de Estado “higiénico” desde el Ejecutivo y el Congreso para implantar un estado policiaco-militar.
Descaradamente, quieren retorcer otra vez la carta magna para imponer la versión mexicana de los Estados gorila que asolaron a América Latina, allende el Río Usumacinta, en las décadas de 1970 y 1980. El tufo de los argumentos empleados, irracionales y fulleros, que rayan en la estulticia – “en todo lugar y momento, la paz (en contraposición a la guerra) es relativa”–, rememora las sórdidas doctrinas anticomunistas de seguridad nacional promovidas por Estados Unidos durante la Guerra Fría y que sirvieron de excusa ideológica-política a los criminales militares golpistas como Banzer en Bolivia, Geisel en Brasil, Stroessner en Paraguay, Bordaberry en Uruguay o Pinochet en Chile. A la pregunta de Silvano Cantú, abogado de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, de que si la estrategia de seguridad que promueve la Secretearía de la Defensa Nacional (Sedena) es la misma que aplicó Pinochet, el general brigadier Luis Crescencio Sandoval respondió que se trata de la doctrina que la Sedena enseña y aplica en sus aulas desde la década de 1970. Sandoval refirió que ellos buscan “una normativa para contar con algo semejante a un estado de excepción, pero que respete los derechos humanos” (sic).
La pretendida “seguridad nacional” para México es la misma de Pinochet y adláteres. Para desgracia de la derecha, la democracia y la libertad son fervorosamente dinámicas, conflictivas y armónicas. En los órdenes republicanos, ellas se fomentan y refuerzan unas y otras; se toleran las diferencias, y los conflictos se resuelven institucionalmente por medio del consenso y el imperio de las leyes. Un orden justo, legitimado por los ciudadanos, se guarda con moderación y prudencia, con respeto y sensibilidad humana, no reprime las demandas del pueblo, sino que las atienden. Sin embargo, para la derecha y los uniformados, la democracia y sus manifestaciones son peligrosos enemigos del orden establecido y tienen que ser sometidos, incluso por la violencia, para castrar su parte “relativa”.
¿Cómo se ha resuelto la antinomia estado de excepción y los derechos humanos?
Los gobiernos gorila suramericanos la resolvieron: es “la paz relativa” con los sables y la paz de los sepulcros. Los gobiernos democráticos suramericanos posgolpistas, como Argentina, Chile o Uruguay, contra la derecha y los militares, con amenazas de nuevos golpes de Estado, avanzan tortuosamente en desmontar las “leyes” que inventaron las juntas cívico-militares para protegerse y someterlos ante la justicia por sus crímenes de lesa humanidad, considerados como imprescriptibles.
En México, en cambio, la iniciativa en cuestión avanza peligrosamente en sentido contrario. Los militares, involucrados en la lucha contra los narcos conocen su responsabilidad en los atropellos cometidos en contra de personas inocentes, en la violación de los derechos constitucionales de la población, en el asesinato a sangre fría de diversos ciudadanos, de la ilegalidad de los retenes o en sus detenciones, entre otras anomalías. Con recelo, observan lo que sucede con sus pares suramericanos y por ello exigen protección por sus servicios prestados al sistema.
Calderón, el Partido Acción Nacional y el Partido Revolucionario Institucional, encabezados por Claudia Ruiz Massieu, Francisco Rojas, Rogelio Cerda o Alfonso Navarrete, el chalán de Enrique Peña, rápidos y furiosos no sólo están dispuestos a venderles la patente de corso para garantizar su lealtad y su futuro respaldo, con el mismo “argumento” ramplón e insultante que unos y otros se prestan: estamos “dispuestos a asumir la responsabilidad y los costos políticos” (Navarrete dixit), pues saben que la sociedad no tiene la forma de sancionarlos ni de obligarlos a asumir su responsabilidad. Aquéllos, para tratar de mantenerse en el gobierno; estos últimos, para recuperarlo. En su involución histórica, la derecha avanzó en la restauración del viejo régimen de “religión y fueros”, despotismo y neoliberalismo, y ahora construye el Estado policiaco-militar.
Con la ley de seguridad nacional y su aroma que recuerda a Carl Schmitt, el ideólogo del nacionalsocialismo, quien planteaba que la protección del orden establecido y de Constitución debe descansar exclusivamente en la figura del jefe de Estado, se le quiere dar a Calderón, al próximo príncipe –Peña Nieto o Manlio Fabio, según los suspiros priistas– su título legal de dictador, compartido por un consejo de seguridad nacional; su derecho a suspender las garantías individuales; decretar el estado de excepción; militarizar al país cuando se les pegue la gana, aún por encima de dicho consejo, y emplear los aparatos de represión del Estado, con su barniz de legalidad y su protección respectiva, en contra de movimientos sociales, políticos y electorales para sofocarlos, por considerarlos como un “desafío o amenaza” a la “seguridad interna o nacional”. A su frente de guerra contra el narco, se le agregarán otras: la lucha de clases, donde tendrán la responsabilidad de reprimir a los trabajadores que quieran defender sus derechos laborales que la derecha quiere conculcarles con la contrarreforma laboral; la guerra contra quienes defienden los derechos ciudadanos –la riqueza nacional entregada a la depredación de la oligarquía local y foránea–, entre otras tantas causas y luchas por la democratización de México.
Los militares, los marinos y los cancerberos del Centro de Investigación y Seguridad Nacional tendrán la patente de corso para sus futuras y variadas tareas: intervenir las comunicaciones telefónicas, el espionaje y contraespionaje con “cualquier herramienta que resulte necesaria”; el seguimiento de presuntos delincuentes; la integración de expedientes confidenciales, incluso de carácter político; interrogar a civiles considerados “peligrosos” para la seguridad interna; restringir la circulación de mercancías y vehículos; revisar las pertenencias de particulares en las calles y requerirles información, y utilizar informantes anónimos de siniestra experiencia.
Desde luego, ésas y otras tareas serán “supervisadas” por el Ministerio Público, curiosamente avasallado por el Ejecutivo, y con el estricto respeto a los derechos humanos, tal y como sucede hasta el momento, por lo que, sin duda, su mención resulta ociosa. Y los militares infractores serán remitidos a los “tribunales competentes con estricta observancia de los principios de objetividad, independencia, imparcialidad, y de conformidad con lo dispuesto en los artículos 13 y 133 constitucionales” ¿civiles, militares? Lo único claro es que los Navarrete Prida, Ruiz Massieu y demás “representantes” del pueblo se tragaron los tribunales civiles.
¡Hermoso y frondoso árbol de la democracia que parirá, parió o quiso engendrar la derecha en su delirio báquico –al momento de redactar estas notas, no se sabía de su destino–, de deliciosos y fecundos productos envenenados, cuyo retorcido tronco escapa de los derechos constitucionales!
Pero aún sin aprobarse, la monstruosa iniciativa ya camina y asola tierras mexicanas.
Afortunadamente, la historia demuestra que los imperios de los mil terminan por derrumbarse estrépita y prematuramente. Y en ese desenlace, la sociedad activa y organizada juega un papel trascendental.
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