La sierra de Zongolica está considerada como una de las regiones de Veracruz donde más prevalece la violencia contra las mujeres. Nacer mujer podría implicar ser sometida a golpes, humillaciones, violaciones y trabajos forzados por sus familias y parejas. Además, también sufren el maltrato de las autoridades que, indolentes, las discriminan, denuncian defensoras de los derechos femeninos de la región
Autor: Mayela Sánchez
Sección: Ocho Columnas
3 AGOSTO 2011
Sierra de Zongolica, Veracruz. “Él siempre quiso tener hijos varones, pero su mujer tuvo niña. Antes de su segundo parto, la amenazó con que si nacía niña le iba a ir mal, por lo que la señora estaba sicológicamente violentada. Sólo alcanzó a dar a luz, se le fue la respiración y ahí murió, al enterarse de que era niña.”
Juana habla pausado, con una serenidad que desentona con su abrumador relato. Pero más que una anécdota, lo que refiere es la dolorosa realidad que viven cotidianamente cientos de mujeres de la sierra de Zongolica, pero que muchas no reconocen como violencia porque se trata de agresiones que no involucran golpes.
Tal vez por eso es la forma más común de violencia de género en la región. El maltrato sicológico suele ser, además, la antesala de otras formas de violencia contra las mujeres, de acuerdo con el Kalli Luz Marina, AC, donde Juana trabaja como promotora.
El Kalli, con sede en los municipios de Rafael Delgado y Magdalena, al igual que la Casa de la Mujer Indígena (Cami), en Zongolica, se dedica a la promoción de los derechos humanos de las mujeres, a la orientación y acompañamiento de aquéllas que viven violencia.
A decir de integrantes de ambas organizaciones, los insultos, intimidaciones, imposiciones, actitudes de menosprecio, limitaciones, golpes que van desde empujones hasta aquéllos que causan la muerte, control sobre los recursos monetarios y relaciones sexuales forzadas son las formas más comunes de violencia que viven las mujeres de la región.
Pero también han identificado un tipo de violencia que denominan “patrimonial o territorial”: a la mujer se le niega la propiedad de la tierra o se le arrebata por su condición de género.
De 2007 a marzo pasado, el Kalli Luz Marina atendió 617 casos de violencia sicológica, 360 por agresiones físicas, 272 por violencia económica, 119 por violencia sexual y 56 por cuestiones patrimoniales.
Mientras que, sólo en 2009, a la Cami de Zongolica se acercaron 207 mujeres que vivían situaciones de violencia. Salustia, responsable del área temática y de acompañamiento de la Casa, calcula que actualmente atienden entre 15 y 20 casos cada semana.
Aunque perturbadoras, las cifras referidas por las organizaciones no alcanzan la dimensión real de la violencia de género en la región, pues sólo aluden a las agresiones que son denunciadas ante ellas.
Y es que conforme a datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en la entidad el 83 por ciento de los casos de violencia no son denunciados por las mujeres, ya sea por miedo, vergüenza o desconfianza en las autoridades.
Con todo, la sierra de Zongolica está identificada como una de las regiones de Veracruz donde mayor incidencia de casos de violencia contra las mujeres existe, de acuerdo con la Cami.
Fue precisamente ahí, en el municipio de Soledad Atzompa, donde en febrero de 2007 falleció Ernestina Ascencio Rosario; antes de morir, la mujer de 73 años acusó haber sido violada tumultuariamente por soldados.
En un principio las autoridades estatales indicaron que la anciana nahua había fallecido por una fractura craneoencefálica y cervical, además de que presentaba desgarres vaginales y anales.
Luego, Felipe Calderón defendió que la causa de la muerte había sido una “gastritis crónica no atendida”. Para el 1 de mayo siguiente, la procuraduría de justicia estatal cerró el caso al determinar que la muerte había sido por parasitosis.
Ese mismo mes, el cadáver desnudo de Adelaida Amayo Aguas fue encontrado en un camino entre Zongolica y el municipio de Texhuacan, en la sierra.
La Agencia Proceso de Información consignó en su nota del 12 de mayo de 2007 que la mujer, de 38 años, “tenía atado al cuello un cinturón de hombre y trapos en el interior de la boca, cuatro cuchilladas y señales de sufrir violencia extrema”.
De acuerdo con la Encuesta nacional sobre la dinámica de las relaciones en los hogares 2006, Veracruz ocupa el sexto lugar a nivel nacional en casos de violencia sexual contra las mujeres y el décimoquinto por los casos de violencia física registrados.
Por la incidencia de agresiones emocionales, laborales y económicas en contra de la población femenina, la entidad se ubica en décimo lugar nacional.
Pero para muchas mujeres las ofensas verbales, amenazas y malos tratos –como negarles la posibilidad de trabajar o controlar sus ingresos– no constituyen actos de violencia, pues no implican agresiones físicas.
El mayor obstáculo es, por lo tanto, que las mujeres primero reconozcan que son violentadas y se decidan a cambiar esa situación, concuerdan las promotoras de la Cami y el Kalli Luz Marina.
Autoridad indolente
Luego de trabajar casi dos años con mujeres que vivían violencia, Carmen Xocua Colohua advierte que “la incomprensión o la insensibilidad” de los servidores públicos también ha abonado para que el problema de la violencia contra las mujeres persista en la región.
Carmen es estudiante de la Universidad Veracruzana Intercultural, y realiza su tesis sobre la ruta crítica que siguen las mujeres que viven violencia de género en el municipio serrano de Magdalena.
A través de su trabajo de campo, Carmen ha constatado la indolencia de las autoridades locales, que en ocasiones supone una mala atención a las mujeres que se atreven a denunciar las agresiones; pero en otros casos, “las mismas autoridades llegan a cometer violaciones a derechos”, acusa.
La estudiante recuerda lo que las mujeres agredidas le contaban: al llegar con el síndico municipal, éste las regañaba, les decía que tal vez ellas se lo habían buscado y que seguramente ellas provocaban que las violentaran.
En otras ocasiones, la respuesta del síndico podía ser “que no era para tanto, que había sido sólo un grito o que el esposo nada más la había empujado tantito”. Para la autoridad eso no era violencia, sino “una llamada de atención”.
Las promotoras de la Cami y del Kalli coinciden en que los agresores no son únicamente las parejas y familias de las mujeres violentadas, sino también las autoridades municipales y las instituciones de salud y de procuración de justicia locales.
Silvia, promotora de la Cami, lo ilustra: “Cuando [una mujer] llega a una institución ven si es de la comunidad; si es indígena como que dicen ‘espérate’, pero si viene con buen calzado ‘pásate’. Como que la hacen menos”.
Y es que en la sierra de Zongolica, conformada por 13 municipios donde habitan mayoritariamente indígenas nahuas, la discriminación es un flagelo que acompaña al maltrato que cientos de mujeres viven de manera cotidiana.
Las promotoras de la Cami manifiestan que la violencia institucional y la discriminación son más comunes en las clínicas y hospitales, donde a muchas mujeres indígenas se les niega la atención; además, no disponen de intérpretes, lo que estropea la comunicación con aquéllas que sólo son hablantes nahuas.
Por si fuera poco, la propia Fiscalía Especializada en Delitos Sexuales y Contra la Familia, con sede en el municipio de Zongolica, es también indolente con las mujeres violentadas, denuncia Carmen Xocua.
La estudiante de origen nahua recuerda que acompañó a varias mujeres a la Fiscalía para ayudarlas con la traducción del español al náhuatl, pues la instancia sólo cuenta con una intérprete, quien tiene que estar atendiendo diversos casos a la vez, lo que merma la atención que les presta a todos.
“Yo veía que sí era muy difícil, porque si llegaban solas no las atendían de manera adecuada o incluso no les hacían caso”, rememora.
Carmen considera que el espacio de la Fiscalía tampoco es adecuado, pues no hay privacidad para las mujeres que acuden a denunciar. “Eso es una falta de respeto, ¿cómo la mujer va a estar diciendo casi a todo mundo lo que le pasó? Sí veo que hace falta más compromiso, más respeto para las mujeres”.
En consecuencia, las mujeres se sienten desmotivadas a denunciar a sus agresores. “Si yo como mujer sé que tengo derechos pero no tengo la forma de ejercerlos, si voy ante el síndico [y] me tratan igual, también recibo discriminación, entonces ¿pues ya qué hago?”, ejemplifica Carmen.
Para María López de la Rica, coordinadora del Kalli Luz Marina, la Fiscalía “violenta mucho a las mujeres: no tienen la sensibilidad de que las mujeres van bien dañadas y la forma cómo las tratan, las preguntas que les hacen, a través de eso ejercen mucha violencia”.
En su opinión, hace falta capacitar al personal encargado de la procuración de justicia en la región, además de que ésta se aplique con un enfoque de género.
Respecto al marco legal, la coordinadora del Kalli afirma que la Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia ha servido de muy poco.
Aunque dicha ley se aprobó en el congreso local desde 2008, entró en vigor hace poco pues su reglamento se retrasó más de un año. “No había voluntad política de los diputados en aprobar la ley”, considera.
Maltrato, condición “natural”
“Donde yo veía había una mujer maltratada: a mi vecina le pegan, a mis hermanas les pegan, a mi mamá le pegaron, mi abuelita me cuenta que le pegaron. Entonces llegó el momento en que dije ‘esto es natural, ya no debía yo de sorprenderme si en plena calle le están pegando a una mujer o si voy pasando y escucho gritos. No debía de sorprenderme porque es así’.”
Quien habla es Carmen, al explicar su motivación para investigar el problema de la violencia de género. Al igual que ella, muchas mujeres veracruzanas crecen en un entorno de violencia, ejercida principalmente por sus parejas y familiares, lo que ha hecho que las agresiones sean vistas como algo “natural” en las relaciones.
La Encuesta nacional sobre la dinámica de las relaciones en los hogares 2006, elaborada por el Inegi, arroja datos relevantes al respecto: 42 de cada 100 veracruzanas han sufrido al menos un incidente de violencia por parte de su pareja.
De éstas, quienes han padecido agresiones extremas representa el 27 por ciento, proporción superior a la media nacional.
Otras cifras son más lamentables: 59 por ciento de las mujeres agredidas ha sido pateada por su esposo o pareja, a 38 de cada 100 las han amarrado, tratado de ahorcar o asfixiar, atacado con cuchillo o navaja, o les han disparado con un arma de fuego, mientras que a 31 por ciento las han forzado a tener relaciones sexuales.
Y a 22 de cada 100 mujeres violentadas por sus parejas también las agreden sus familiares.
Muchas de estas mujeres viven su calvario en silencio, pues el miedo a sus esposos, al rechazo de sus familias y a ser señaladas por su comunidad, así como la anuencia social a las agresiones les impide alzar la voz y denunciar.
Pero hay otra causa que las imposibilita a terminar con su situación de violencia: el que no se reconocen como sujetos violentados.
La cultura machista, que sobaja a la mujer y en la que comentarios como “es tu suerte”, o “tú te lo buscaste”, provienen de las propias familias, lo cual mina la identificación de las mujeres en su condición de violentadas, indica María López, coordinadora del Kalli Luz Marina.
Desde marzo de 2007, el Kalli ha trabajado en concientizar a las mujeres que la violencia “no es algo normal y nada la justifica, que es un delito y que se puede denunciar, que nada puede obligar a que una mujer esté viviendo violencia y esté sometida”, explica María.
En la Cami el trabajo es similar. A través de talleres y obras de teatro, ayudan a las mujeres de los municipios de Zongolica, Los Reyes, Mixtla de Altamirano y Texhuacan, principalmente, a identificar si viven una situación de violencia.
“Para la sierra de Zongolica y para las mujeres indígenas es difícil identificar la violencia, porque es parte de una cultura que hemos arrastrado por años”, reflexiona Salustia.
Karina, otra de las promotoras de la Casa, agrega que no ha sido fácil que las mujeres se acerquen a los talleres, mucho menos que acepten la condición de violencia que viven. Al igual que sus compañeras, atribuye parte de esta problemática a las costumbres. “Ya es una cultura vivir la violencia”, asesta.
Para explicar que el trabajo que hacen no pretende socavar la forma de vida de las comunidades, María López propone una gentil analogía: “la cultura tiene flores y espinas. Las espinitas hay que quitarlas, no son buenas”.
El asedio
Por tratarse de mujeres que defienden a otras mujeres, Salustia, Karina, Juana, Efraína, Aída y Silvia, de la Cami, y María, Juana y Alberta, así como otras ocho promotoras del Kalli Luz Marina, también encaran agresiones en su contra.
En el caso de las mujeres de la Cami, el asedio ha consistido en amenazas a través de mensajes y llamadas telefónicas y la intimidación en las comunidades donde imparten los talleres.
“De repente encontramos mujeres que sus esposos sí son tremendos y se quieren pasar de listos a la hora del taller”, refiere una de ellas.
Por eso es que han establecido un convenio con la autoridad municipal de Zongolica, para que envíen personal de seguridad a las comunidades a las que acuden, a fin de que las protejan tanto a ellas como a las mujeres que asisten a los talleres.
Las promotoras del Kalli no corren con tanta suerte. Carmen Xocua, quien trabajó en la sede de Magdalena, recuerda que cuando acompañaba a una mujer ante el síndico, éste le decía como bromeando: “‘Ay, otra vez ustedes’. No nos querían ver ahí, en lugar de que una se sienta apoyada por la organización, a él no le gustaba la idea de que estuviéramos ahí. Siempre nos veía como rivales”.
María López repite la frase que se le ha vuelto común escuchar, sobre todo, en Magdalena: “En Kalli Luz Marina mal aconsejan a las mujeres”. La coordinadora del centro aclara a qué alude ese mal consejo: “Les estamos diciendo ‘sepárate de tu pareja si te está golpeando’”.
Atajar la violencia
Juana, promotora de la Cami, toma la palabra. Frases como “quisiste marido, ahora te aguantas”, “no tienes por qué estarle rezongando”, “déjalo, si anda con otra que ande, mientras te traiga lo poco que te pueda traer”, resuenan en su cabeza: era lo que su madre le decía a su hermana, quien vivía violencia por parte de su pareja.
Juana vivía una paradoja: trabajaba promoviendo los derechos de la mujer y no podía ayudar a su propia hermana a salir de su situación de violencia.
Recuerda que un día, al llegar a casa de sus padres, encontró a su hermana con hematomas a causa de golpes. Su sobrina fue quien le confesó que el agresor había sido el esposo. “Es la primera y la última vez que te dejas que te pegue, porque de hoy en adelante no te pega nadie”, recuerda que le dijo.
Fue entonces que se armó de valor y confrontó a sus padres: “Si ustedes no hacen nada por mi hermana, yo sí lo voy a hacer. Pero quiero pedirles su permiso a ustedes porque estamos viviendo en su casa”. La respuesta fue parca pero desafiante: “Ahí tu sabes”.
“Me fue un poco difícil, por parte de la cultura que aún arraigan mis padres, pero lo logré”, confiesa. Ahora, la hermana de Juana vive separada de su esposo, consiguió un empleo y mantiene a su hija. “Tiene su dinero, se compra lo que quiere, se viste como ella quiere, va a donde ella quiere y es feliz”.
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