Comparado con lo que los panistas y los priistas están dispuestos a pagar para comprar la Presidencia, el daño que causa al país el denominado “crimen organizado” –el descompuesto residuo del sistema y su modelo neoliberal, cuyas huellas a menudo se pierden entre los laberintos del poder, donde priman operaciones de similar o peor catadura, pues éstas son amparadas por una legalidad espuria que las elites manipulan a su libre arbitrio– es un juego de niños.
El escalamiento de la rivalidad de esos partidos por ganarse los favores del verdadero elector, la oligarquía y el capital trasnacional: ha adquirido un perfil alarmantemente siniestro. En su inmensurable apetencia por controlar el gobierno, rivalizan por tratar de demostrar quién tiene una mayor capacidad para subordinar al Ejecutivo y al Legislativo ante los llamados poderes fácticos, quién les otorgará mejores concesiones, quién intensificará la entrega de la nación como botín. Con escaso éxito hasta el momento, la facción priista asociada a Manlio Fabio Beltrones busca venderles mayores beneficios tributarios. La coligada a Enrique Peña, el desmantelamiento de los derechos laborales de los trabajadores. Uno y otro partido, desde la Presidencia y el Congreso, comparten los dividendos devengados por las jugosas concesiones otorgadas a los monopolios y oligopolios, nacionales y trasnacionales, Televisa, TV Azteca, Bimbo, Peñoles, Maseca, Monsanto, Halliburton, Schlumberger o Repsol, entre otros, cuyos dueños –Emilio Azcárraga, Carlos Salinas Pliego, Germán Larrea, Lorenzo Servitje o Roberto González Barrera, por mencionar a algunos–, señalados por financiar sus campañas electorales, se han convertido en factores decisivos en la selección y encumbramiento presidencial de sus candidatos, en los grandes triunfadores de los negocios de conveniencia establecidos entre los grupos políticos y empresariales, en pontificadores de sus decisiones públicas, en feroces mastines que atacan despiadadamente a quienes tienen la osadía de desafiar sus intereses.
Petróleos Mexicanos (Pemex) es un caso paradigmático de esa oscura relación. Desde la década de 1980, la competencia y la connivencia entre el Partido Revolucionario Institucional y el Partido Acción Nacional por desmantelar a la industria petrolera, depredarla y saquearla han sido despiadadas. Con interpretaciones y cambios constitucionales tramposos, primero destruyeron su cadena productiva al cercenarle la petroquímica básica. Luego la subordinaron a los intereses geopolíticos de Estados Unidos e inventaron los proyectos de infraestructura productiva de largo plazo (Pidiregas) –178 mil millones de pesos que terminaron consolidándose como deuda pública– y, después, con otro nombre, desempolvaron los alemanistas contratos de riesgo para abrir las puertas a la inconstitucional inversión privada en las obras de infraestructura de la paraestatal, en la exploración de yacimientos y la perforación de pozos, supuestamente para contrarrestar el desplome de las reservas petroleras. El número de pozos perforados durante el panismo pasó de 283 a 1 mil 490; los campos descubiertos, de seis a 13, y los explotados, de 4 mil 184 a 6 mil 890. Sin embargo, la productividad media por pozo cayó de 959 mil barriles diarios a 459 mil, 43 por ciento menos. La producción total de hidrocarburos, de 3 millones de barriles diarios a 2.6, 13.4 por ciento menos; las reservas totales se desplomaron de 58.1 mil millones de barriles (MMB) a 43.1 MMB, 26 por ciento, y las probadas, de 25 MMB a 14 MMB, 44 por ciento. Los resultados empresariales han sido paupérrimos; pero sus ganancias, seguras como los pasivos que acumula Pemex. Ahora les entregan los campos maduros. En cambio, a los consumidores locales de los derivados (gas, gasolinas, gasóleo) les imponen precios de primer mundo con ingresos de tercero.
Para justificar la depredación privada, los priistas y después los panistas han saqueado fiscalmente a Pemex. Con Fox y Calderón, la empresa registró una ganancia acumulada por 3.7 billones de pesos nominales, pero ésta se convirtió en una pérdida después del pago de impuestos por 353 mil millones. A ello hay que agregar el manejo turbio de la empresa por parte de sus funcionarios, por ejemplo de su área internacional, y su deliberado interés por castigar sus actividades. ¿Dónde está la refinería que supuestamente se iba a construir en Tula, Hidalgo, para reducir la importación de gasolinas? Los panistas y priistas del Congreso han solapado la estrategia destructora y depredadora de la paraestatal.
Ahora, en su desesperado intento por evitar la derrota electoral de su partido en 2012, Felipe Calderón dobla la apuesta en el proceso silencioso –si es que se le puede llamar de esa manera– para reprivatizar Pemex a través del mercado accionario. La misma treta empleada por el renegado de la izquierda Fernando Enrique Cardoso para entregar Petrobras al capital privado, o por Carlos Menem: hacer lo mismo que hizo con la entidad pública Yacimientos Petrolíferos Fiscales. En Estados Unidos, a través de la empresa Bloomberg, sondeó esa posibilidad. A los oligarcas mexicanos les prometió lo mismo, según reveló Mario Sánchez Ruiz, dirigente del Consejo Coordinar Empresarial, y, como es natural, éstos inmediatamente le propusieron hacerlo con todas las empresas públicas. José Méndez Fabre, presidente de la Asociación Mexicana de Intermediarios Bursátiles, sugirió que iniciara el banquete colocando Aeropuertos y Servicios Auxiliares en la mesa, y luego, con fresca desvergüenza, añadió: “¿Qué mejor inversión podemos tener como mexicanos que ser dueños de una acción de Pemex, de ASA o de la Comisión Federal de Electricidad, con todos los requisitos de transparencia y gobierno corporativo que exige la bolsa?”. El colapso financiero mundial de 2007-2009 evidenció lo que representa la transparencia: los “capitales buitres”. Ésa es la democracia del capitalismo mafioso que, además, en voz de Méndez Fabre, exige cambios en las reglas de los fondos de pensión, saquear los ahorros acumulados de los trabajadores. Para la oligarquía, los beneficios; para los trabajadores, las pérdidas.
El señalamiento de que la emisión de acciones bursátiles de Pemex significa la “democratización” de su capital, la cual, adicionalmente, le aportará capitales frescos que fortalecerán sus actividades, no es más que un grosero argumento para tratar de justificar un paso más en la reprivatización de la empresa. Se ha señalado a Petrobras como ejemplo. Sin embargo, Lula se vio obligado a crear una empresa pública petrolera para reiniciar el proceso de la soberanía brasileña en la materia. Los argentinos son víctimas de los abusos que cometen las empresas con la manipulación de los precios de los derivados de los hidrocarburos y que, adicionalmente, se desinteresaron por invertir en la búsqueda de nuevos yacimientos.
Pemex aporta actualmente entre el 35 y el 40 por ciento de los ingresos fiscales del Estado. La emisión accionaria significaría redistribuir las ganancias de la empresa a favor de quienes concentren los papeles, agravando sus problemas financieros de la empresa. Ello implicaría, asimismo, una pérdida de ingresos estatales, lo que obligaría al gobierno a aumentar los impuestos, sin duda los aplicados al consumo, para compensar la pérdida, o a reducir el gasto para compensar su caída, o una combinación de ambos.
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