La Red Voltaire reproduce el artículo que el candidato Vladimir Putin dedicó a su futura política exterior, artículo publicado en el diario Moskovskie Novosti. En esta primera parte, el candidato Putin señala la erosión del derecho internacional como resultado de la política injerencista de Occidente y enuncia la interpretación rusa de la llamada «primavera árabe» como revolución coloreada. Aborda además la catástrofe humanitaria y moral resultante del ataque contra Libia y se interroga sobre los causas del belicismo occidental en Siria. Finalmente pasa en revista los desafíos que enfrenta Rusia, específicamente en Afganistán y Corea del Norte. Cinco años después de su discurso en la conferencia de Munich, Vladimir Putin se mantiene fiel a los mismos principios. La Federación Rusa estima que tiene un papel que desempeñar como garante de la estabilidad mundial, basada en el respeto del derecho internacional.
Ya he abordado en mis artículos [1] los principales desafíos que Rusia enfrenta hoy en materia de política exterior. El tema merece, sin embargo, une discusión más detallada, y no sólo porque la política exterior sea parte integrante de toda estrategia nacional. Los desafíos externos y la evolución del mundo que nos rodea nos llevan a tomar decisiones de orden económico, cultural, presupuestario y en materia de inversiones.
Rusia forma parte de un vasto mundo, tanto desde el punto de vista de la economía y la difusión de la información como en lo tocante a la cultura. No podemos ni queremos aislarnos. Esperamos que nuestra apertura permita mejorar el bienestar y la cultura de los ciudadanos rusos y fortalecer la confianza, que está convirtiéndose en un recurso difícil de encontrar.
Pero nos apoyaremos sistemáticamente en nuestros propios intereses y objetivos, y no en decisiones dictadas por terceros. A Rusia sólo se le respeta y se le toma en serio cuando es fuerte y cuando defiende sus posiciones con firmeza. Rusia ha tenido prácticamente siempre el privilegio de poder aplicar una política exterior independiente. Y así será en el futuro. Más aún, tengo la convicción de que sólo es posible garantizar la seguridad mundial con el concurso de Rusia, y no tratando de marginarla y de debilitar sus posiciones y su capacidad de defensa.
Los objetivos de nuestra política exterior revisten un carácter estratégico, no coyuntural, y reflejan el lugar exclusivo de Rusia en el mapa político mundial, su papel en la historia y en la evolución de la civilización.
Aplicaremos, por supuesto, una política proactiva y constructiva, tendiente a fortalecer la seguridad global, a renunciar a la confrontación, a actuar con eficacia ante desafíos como la proliferación del armamento nuclear, los conflictos regionales y las crisis, el terrorismo y el tráfico de droga. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance para que Rusia disponga de los últimos avances del progreso científico y tecnológico, y para garantizar a nuestras empresas un lugar importante en el mercado mundial.
Haremos todo lo que esté a nuestro alcance para que la construcción del nuevo orden mundial, basado en las realidades geopolíticas contemporáneas, se desarrolle de forma progresiva, sin perturbaciones inútiles.
La confianza erosionada
Pienso, al igual que antes, que entre las bases principales se encuentra el derecho fundamental de todos los Estados a la seguridad, la inadmisibilidad de uso excesivo de la fuerza y el respeto al pie de la letra de los principios fundamentales del derecho internacional. El desprecio por esas reglas desestabiliza las relaciones internacionales.
Y es precisamente a través de ese prisma que vemos ciertos aspectos del comportamiento de Estados Unidos y de la OTAN, que no se inscriben en la lógica del desarrollo contemporáneo y que se basan en estereotipos de la política de bloques. Todo el mundo sabe a qué me refiero. Se trata de la expansión de la OTAN, que se traduce esencialmente en el despliegue de nuevos medios de infraestructura militar, así como de los proyectos de la propia OTAN (por iniciativa de los estadounidenses) para la instalación del escudo antimisiles (ABM) en Europa. No abordaría yo ese tema si esos planes no estuviesen desarrollándose muy cerca de las fronteras rusas, si no afectaran nuestra seguridad y si no contribuyeran a la inestabilidad del mundo.
Nuestra argumentación es harto conocida. No vale la pena exponerla nuevamente. Pero, por desgracia, nuestros socios occidentales, que se niegan a escucharla, no la están teniendo en cuenta.
Es preocupante ver que, en momentos en que nuestras “nuevas” relaciones con la OTAN no han alcanzado aún su forma definitiva, la alianza atlántica ya está cometiendo actos que en ningún modo contribuyen al establecimiento de un clima de confianza. Esa práctica afecta de por sí el calendario internacional, impide definir una agenda positiva en las relaciones internacionales y frena los cambios estructurales.
Una serie de conflictos armados, desatados bajo el pretexto de objetivos humanitarios, socava el principio secular de soberanía nacional. Otro vacío, moral y jurídico, está apareciendo en las relaciones internacionales.
Se dice a menudo que los derechos humanos están por encima de la soberanía nacional. Es innegable, de la misma manera que los crímenes contra la humanidad deben ser sancionados por la Corte Penal Internacional. Pero cuando se usan esas disposiciones para violar la soberanía nacional, cuando los derechos humanos se defienden desde el extranjero de forma selectiva y esos mismos derechos se violan durante ese proceso de “defensa”, incluyendo el sagrado derecho a la vida, ya no se trata de una causa noble sino de pura y simple demagogia.
Es importante que la ONU y el Consejo de Seguridad puedan oponerse eficazmente al dictado de ciertos países y a la arbitrariedad en la escena internacional. Nadie tiene derecho a atribuirse las prerrogativas y poderes de la ONU, sobre todo en lo tocante al uso de la fuerza contra Estados soberanos. Me refiero ante todo a la OTAN, que trata de arrogarse competencias que no corresponden a una “alianza de defensa”. Todo ello es extremadamente grave. Recordamos inútiles exhortaciones al respeto de las normas jurídicas y de la más elemental decencia humana provenientes de Estados que fueron víctimas de operaciones “humanitarias” y de bombardeos realizados en nombre de la “democracia”. Pero no fueron escuchados y no se quiso escucharlos.
Parece que la OTAN y, en primer lugar, Estados Unidos tienen su propia percepción de la seguridad, muy diferente a la nuestra. Los estadounidenses están obsesionados por la idea de garantizarse a sí mismos una invulnerabilidad absoluta, lo cual es utópico e irrealizable, tanto en el plano técnico como en el geopolítico. Ese es precisamente el fondo del problema.
La invulnerabilidad absoluta de uno implicaría la vulnerabilidad absoluta de todos los demás. Es imposible aceptar esa perspectiva. Sin embargo, por razones bien conocidas, muchos países prefieren no hablar de ello abiertamente. Rusia siempre llamará las cosas por su nombre, y lo hará abiertamente. Quisiera señalar nuevamente que la violación de los principios de unidad y del carácter inalienable de la seguridad, a pesar de los numerosos compromisos contraídos según esos principios, puede engendrar amenazas muy graves. A fin de cuentas, ello incumbe también a los Estados que, por diversas razones, dan origen a tales violaciones.
La primavera árabe: lecciones y conclusiones
Desde hace un año, el mundo se ha visto confrontado a un nuevo fenómeno. Manifestaciones contra los regímenes autoritarios contra los regímenes autoritarios han surgido en numerosos países árabes de forma prácticamente simultánea. Al principio, la primavera árabe era interpretada como portadora de una esperanza de cambios positivos. Los rusos estaban del lado de quienes aspiraban a las reformas democráticas.
Sin embargo, rápidamente resultó que en numerosos países la situación no evolucionaba según un escenario civilizado. En vez de fortalecer la democracia y de defender los derechos de las minorías, lo que vimos fue la expulsión del adversario, su derrocamiento, y como se se sustituía una fuerza dominante con otra fuerza aún más agresiva.
La injerencia externa, aliada a una de las partes en conflicto, así como el carácter militar de dicha injerencia, han contribuido a una evolución negativa de la situación. A tal extremo que ciertos países eliminaron el régimen libio gracias a la aviación, justificándose con eslóganes humanitarios. Y se alcanzó la apoteosis durante la repugnante escena del bárbaro linchamiento de Muammar el Gaddafi.
Hay que impedir que el escenario libio se reitere en Siria. Los esfuerzos de la comunidad internacional deben girar ante todo alrededor de la reconciliación en Siria. Es importante que se logre detener la violencia lo más rápidamente posible, sea cual sea el origen de esta, que se inicie al fin el diálogo nacional, sin condiciones previas, sin injerencia extranjera y respetando la soberanía del país. Ello establecería premisas para la verdadera aplicación de las medidas de democratización anunciadas por el gobierno sirio. Lo más importante es impedir una guerra civil generalizada. La diplomacia rusa ha trabajado y seguirá trabajando en ese sentido.
Después de una experiencia amarga, nos oponemos a la adopción de tales resoluciones por parte del Consejo de Seguridad de la ONU, resoluciones que serían interpretadas como la luz verde a una injerencia militar en los procesos internos de Siria. Es en función de ese enfoque fundamental que Rusia y China bloquearon, a principios de febrero, una resolución que, por su ambigüedad, habría estimulado en la práctica la violencia ejercida por una de las partes en conflicto.
En ese sentido, dada la reacción muy violenta y casi histérica ante el veto chino y ruso, quisiera poner a nuestros colegas occidentales en guardia contra la tentación de recurrir al esquema simplificador ya utilizado anteriormente: ante la ausencia de aval del Consejo de Seguridad de la ONU, se forma una coalición con los Estados interesados y… al ataque.
La lógica misma de ese tipo de comportamiento resulta perniciosa. Y no conduce a nada bueno. En todo caso, no ayuda a solucionar la situación en un país víctima de un conflicto. Lo peor es que desestabiliza aún más el sistema internacional de seguridad en su conjunto y deteriora la autoridad y el papel central de la ONU. Debemos recordar que el derecho al veto no es un capricho sino parte integrante del orden mundial establecido por la Carta de las Naciones Unidas –por cierto, debido a la insistencia de Estados Unidos. Ese derecho implica el hecho que las decisiones a las que se opone al menos un miembro permanente del Consejo de Seguridad no pueden ser coherentes ni eficaces.
Espero que Estados Unidos y otros países tengan en cuenta esa amarga experiencia y que no traten de desencadenar una operación militar en Siria sin el aval del Consejo de Seguridad de la ONU. No logro entender, por demás, de dónde vienen esos “ímpetus belicosos”. ¿Por qué se carece de paciencia para elaborar un enfoque colectivo apropiado y equilibrado, sobre todo si se tiene en cuenta que ese enfoque ya venía tomando forma en el proyecto de resolución sirio anteriormente mencionado? Sólo faltaba exigir a la oposición armada lo mismo que al gobierno, específicamente el retiro de las unidades armadas presentes en las ciudades. Resulta cínico el no haber querido hacerlo. Si queremos garantizar la seguridad de los civiles, lo cual constituye la prioridad de Rusia, hay que hacer razonar a todas a las partes implicadas en el conflicto armado.
Existe también otro aspecto. Resulta que en los países que han vivido la primavera árabe, al igual que en Irak en otra época, las empresas rusas pierden las posiciones ganadas en los mercados locales a lo largo de décadas y pierden importantes contratos comerciales. Y los espacios vacíos son ocupados por los actores económicos de los países que contribuyeron al derrocamiento de los regímenes que se hallaban en el poder.
Pudiera pensarse que, en cierta medida, esos trágicos acontecimientos no tuvieron como causa la preocupación por el respeto de los derechos humanos sino el deseo de redistribuir los mercados. Como quiera que sea, no podemos quedarnos de brazos cruzados. Y tenemos la intención de trabajar activamente con los nuevos gobiernos de los países árabes para restablecer rápidamente nuestras posiciones económicas.
Los acontecimientos en el mundo árabe resultan, en su conjunto, muy instructivos. Están demostrando que la voluntad de instaurar la democracia mediante el uso de la fuerza puede conducir y a menudo conduce al resultado contrario. Vemos el surgimiento de fuerzas, incluso de extremistas religiosos, que tratan de cambiar la dirección misma del desarrollo de los países y la naturaleza laica de su administración.
Rusia siempre ha mantenido buenas relaciones con los representantes moderados del Islam, cuya ideología se aproxima a las tradiciones de los musulmanes rusos. Y estamos dispuestos a desarrollar esas relaciones en las actuales condiciones. Estamos interesados en dinamizar lazos políticos, comerciales y económicos con todos los países árabes, incluyendo, y lo reitero, a aquellos que acaban de atravesar periodos de desorden. A mi entender, existen además condiciones reales que permiten que Rusia conserve intactas sus posiciones de líder en la escena del Medio Oriente, donde tenemos numerosos amigos.
En lo tocante al conflicto israelo-árabe, sigue sin aparecer la “receta milagrosa” que permitiría resolver la situación. En todo caso, no podemos cruzarnos de brazos. Dada la proximidad de nuestras relaciones con el gobierno israelí y con los dirigentes palestinos, la diplomacia rusa seguirá contribuyendo activamente al restablecimiento del proceso de paz de forma bilateral y en el marco del Cuarteto para el Medio Oriente, coordinando sus acciones con la Liga Árabe.
La primavera árabe también ha puesto de relieve el uso particularmente activo de las tecnologías avanzadas de la información y la comunicación en la formación de la opinión. Puede decirse que Internet, las redes sociales, los teléfonos celulares, etc. se han convertido, junto a la televisión, en una herramienta eficaz tanto de la política nacional como de la política internacional. Es un nuevo factor que exige reflexión, sobre todo para que mientras se sigue promoviendo la excepcional libertad de comunicación en la web, se reduzca también el riesgo de su uso por parte de terroristas y criminales.
Se usa cada vez más la noción de “poder suave” (soft power), un conjunto de herramientas y métodos que permiten alcanzar objetivos de política exterior sin recurrir a las armas, gracias a herramientas informativas y de otros tipos. Desgraciadamente, esos métodos a menudo se usan para estimular y exacerbar el extremismo, el separatismo, el nacionalismo, la manipulación de la conciencia de la opinión pública y la injerencia directa en la política nacional de los Estados soberanos.
Es importante establecer claramente la diferencia entre, por un lado, la libertad de expresión y la actividad política normal y, por el otro, el uso de herramientas ilegítimas del poder suave. No podemos más que saludar el trabajo civilizado de las organizaciones humanitarias y caritativas no gubernamentales, incluso cuando emiten críticas a las autoridades establecidas. Sin embargo, resultan inaceptables las actividades de las “seudo ONGs” y de otros organismos cuyo objetivo es desestabilizar, con apoyo extranjero, la situación en tal o más cual país.
Quiero referirme a los casos en que la actividad de una organización no gubernamental no estaba motivada por los intereses (y recursos) de los grupos sociales locales, sino financiada y mantenida por fuerzas exteriores. Existen actualmente en el mundo numerosos “agentes de influencia” de las grandes potencias, de las alianzas y las corporaciones. Cuando actúan abiertamente, se trata simplemente de formas de cabildeo civilizado. Rusia también tiene ese tipo de instituciones, como la agencia federal Rosotrudnitchestvo, la fundación Ruski mir (Mundo ruso), y nuestras principales universidades, que amplían la búsqueda de estudiantes talentosos en el exterior.
Pero Rusia no utiliza las ONGs nacionales de otros países, ni tampoco financia esas ONGs y las organizaciones políticas extranjeras con vistas a promover sus propios intereses. Tampoco lo hacen China, la India y Brasil. Para nosotros, la influencia en la política nacional y sobre la opinión pública en otros países debe ser únicamente abierta. De esa forma, la acción de los actores será lo más responsable posible.
Los nuevos desafíos y amenazas
Irán se encuentra actualmente bajo la luz de los proyectores. Es evidente que Rusia siente preocupación por la creciente amenaza de desencadenamiento de una operación militar contra ese país. Si eso ocurriese, las consecuencias serían desastrosas. Es imposible imaginar su verdadero alcance.
Estoy convencido de que ese problema debe resolverse de forma pacifica. Nosotros proponemos que se reconozca el derecho de Irán a desarrollar su programa nuclear de carácter civil, incluyendo la producción de uranio enriquecido. Pero eso debe hacerse poniendo toda la actividad nuclear iraní bajo el control minucioso y confiable del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA). Si eso funciona, será posible levantar todas las sanciones adoptadas contra Irán, incluyendo las de carácter unilateral. Occidente se ha dejado llevar por su tendencia a querer castigar a ciertos países. A la menor contrariedad, [Occidente] impone sanciones e incluso emprende una operación militar. Yo quisiera recordar que ya no estamos en el siglo XIX y ni siquiera en el siglo XX.
También es muy seria la situación alrededor del problema nuclear norcoreano. En contradicción con el régimen de no proliferación, Pyongyang exige abiertamente el derecho a disponer de un programa nuclear de carácter militar y ya ha realizado dos ensayos nucleares. El estatuto nuclear de Corea del Norte es inaceptable para todos. Seguimos siendo favorables a la desnuclearización de la península de Corea, por vías exclusivamente políticas y diplomáticas, y exhortamos al restablecimiento de las negociaciones a seis bandas.
Sin embargo, es evidente que no todos nuestros socios comparten ese enfoque. Tengo la convicción de que en este momento hay que ser especialmente prudentes. Son inadmisibles los intentos de poner a prueba la resistencia del nuevo dirigente norcoreano, lo cual puede provocar reacciones apresuradas.
Recordemos que Rusia y Corea del Norte tienen una frontera común y, como sabemos, nadie escoge a sus vecinos. Continuaremos un diálogo activo con el gobierno de ese país y el desarrollo de relaciones de convivencia, mientras incitamos a Pyongyang a resolver el problema nuclear. Es evidente que ello sería más fácil si se fortaleciera la atmósfera de confianza mutua en la península y se reanudara el diálogo intercoreano.
En el contexto de las pasiones que los programas nucleares de Irán y de Corea del Norte han desencadenado, se comienza a reflexionar inevitablemente sobre cómo aparecen los riesgos de proliferación del armamento nuclear y aquello que los refuerza. Tenemos la impresión de que los casos cada vez más frecuentes de injerencia extranjera, brutal e incluso armada, en los asuntos nacionales de un país pueden incitar a tal o más cual régimen autoritario (y no sólo a estos) a dotarse del arma nuclear, creyendo que la posesión de esa arma puede protegerlos. Y a quienes no la tengan sólo les queda esperar una “intervención humanitaria”.
Nos guste o no, la injerencia extranjera da lugar a esa manera de pensar. Y es por ello que aumenta, en vez de disminuir, el número de países donde las tecnologías nucleares militares están “al alcance de la mano”. En esas condiciones, crece la importancia de las zonas libres de armas de destrucción masiva creadas en diferentes partes del planeta. Por iniciativa de Rusia, ha comenzado una discusión sobre los parámetros para la creación de ese tipo de zona en el Medio Oriente.
Hay que tratar por todos los medios de que nadie se sienta tentado a obtener el arma nuclear. Para lograrlo tiene que producirse un cambio entre los propios combatientes de la no proliferación, sobre todo entre aquellos que están acostumbrados a castigar a otros países recurriendo a la fuerza militar, despreciando así la diplomacia. Fue ese, por ejemplo, el caso de Irak, cuyos problemas no han hecho más que empeorar después de casi 10 años de ocupación.
Si lográsemos eliminar por fin las razones que llevan a los Estados a tratar de poseer el arma nuclear pudiéramos dar por fin al régimen internacional de no proliferación un carácter verdaderamente universal y sólido gracias a los tratados en vigor. Gracias a ese régimen, todos los países podrían beneficiarse plenamente con la tecnología nuclear de carácter civil bajo el control del OIEA.
Eso sería muy positivo para Rusia ya que trabajamos activamente en los mercados internacionales, construimos nuevas centrales nucleares con tecnologías modernas y seguras y participamos en la creación de centros internacionales de enriquecimiento de uranio y de bancos de combustible nuclear.
El futuro de Afganistán es igualmente preocupante. Hemos respaldado la operación militar tendiente a aportar ayuda internacional a ese país. Pero el contingente militar internacional dirigido por la OTAN no ha cumplido con la misión asignada. Subsisten el peligro terrorista y la narcoamenaza provenientes de Afganistán. Mientras anuncia la retirada de sus tropas de ese país para el 2014, Estados Unidos está creando bases militares en ese mismo país y en los países vecinos sin disponer de ningún mandato para ello, sin objetivo claramente definido y sin anunciar plazos de duración de la actividad. Está claro que eso no nos conviene.
Rusia tiene intereses vitales en Afganistán. Y esos intereses son perfectamente legítimos. Afganistán es nuestro vecino inmediato y nos interesa que ese país se desarrolle de forma estable y pacífica. Y sobre todo que deje de ser la principal fuente de narcoamernaza. El tráfico de estupefacientes se ha convertido en una de las principales amenazas, está socavando el fondo genético de naciones enteras, crea un ambiente favorable a la corrupción y el crimen y conduce a la desestabilización de la situación en el propio Afganistán. Hay que señalar que la producción de estupefacientes afganos no sólo no se reduce sino que el año pasado incluso aumentó en cerca del 40%. Rusia está siendo blanco de una verdadera agresión de la heroína, que inflige une enorme perjuicio a la salud de nuestros conciudadanos.
Dada la envergadura de la amenaza que representa la droga afgana sólo es posible luchar contra ella uniéndonos, con el apoyo de la ONU y de las organizaciones regionales –la OTSC (Organización del Tratado de Seguridad Colectiva), la OCS (Organización de Cooperación de Shangai) y la CEI (Comunidad de Estados Independientes). Estamos dispuestos a prever un significativo aumento de la participación de Rusia en la operación de ayuda al pueblo afgano. Pero con la condición de que el contingente internacional en Afganistán actúe de manera más enérgica también en interés nuestro, de que se dedique a la destrucción física de las plantaciones de droga y los laboratorios clandestinos.
La intensificación de las operaciones antidroga en Afganistán debe acompañarse con el desmantelamiento de las redes de transporte de los opiáceos hacia los mercados externos, la supresión de los flujos financieros que sostienen el tráfico de estupefacientes, así como el bloqueo del aprovisionamiento de los productos químicos utilizados en la fabricación de heroína. El objetivo es instaurar en la región un complejo sistema de seguridad antidroga. Rusia contribuirá realmente a la eficaz unificación de los esfuerzos de la comunidad internacional por lograr un cambio radical en la lucha contra la narcoamenaza mundial.
Es difícil hacer pronósticos sobre la evolución de la situación en Afganistán. La historia nos enseña que la presencia militar extranjera no le ha aportado la paz. Sólo los afganos pueden resolver sus propios problemas. A mi entender, el papel de Rusia consiste en ayudar al pueblo afgano a crear una economía estable y a mejorar la capacidad de las fuerzas armadas nacionales en la lucha contra la amenaza del terrorismo y del tráfico de droga, con la participación activa de los países vecinos. No nos oponemos a que la oposición armada, incluyendo los talibanes, se una al proceso de reconciliación nacional, a condición de que renuncie a la violencia, de que reconozca la constitución del país y rompa sus vínculos con Al-Qaeda y con otras organizaciones terroristas. En principio, estimo que el establecimiento de un Estado afgano pacífico, estable, independiente y neutro es algo perfectamente realizable.
La inestabilidad anclada a lo largo de años y décadas es terreno fértil para el terrorismo internacional. Todo el mundo reconoce que constituye uno de los más peligrosos desafíos para la comunidad internacional. Yo quisiera subrayar que las zonas de crisis que engendran las amenazas terroristas se hallan mucho más cerca de las fronteras rusas que de las fronteras de nuestros socios europeos o americanos. Las Naciones Unidas han adoptado una Estrategia Antiterrorista Mundial, pero da la impresión de que la lucha contra ese mal no siempre se desarrolla siguiendo un plan universal común y de manera coherente sino en respuesta a las manifestaciones más agudas y bárbaras del terror, cuando llega a su apogeo la indignación pública ante acciones provocadoras de los terroristas. El mundo civilizado no debe esperar a que se produzca otra tragedia similar a la del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York o algo parecido a lo ocurrido en la escuela de Beslan para empezar a actuar de forma colectiva y decidida.
Lejos estoy, sin embargo, de negar los resultados obtenidos en la lucha contra el terrorismo internacional. Están a la vista. En estos últimos años, se ha fortalecido la cooperación entre los servicios de inteligencia y las fuerzas del orden de diversos países. Pero son evidentes las reservas en la cooperación antiterrorista. ¿Qué otra cosa podemos decir ante el hecho que hasta ahora se mantiene una política de doble rasero y que los terroristas son vistos de forma diferenciada, según los países, considerándoselos como “buenos” o “no demasiado malos”. Algunos no vacilan en utilizar a estos últimos en sus rejuegos políticos, por ejemplo, para desestabilizar regímenes considerados indeseables.
Yo diría igualmente que todas las instituciones de la sociedad –los medios de prensa, las asociaciones religiosas, las ONGs, el sistema de educación, la ciencia y las empresas– deben utilizarse plenamente en la prevención del terrorismo. Es necesario un diálogo interconfesional y, en un sentido más amplio, intercivilizacional. Rusia es un país multiconfesional y nunca hemos tenido guerras de religión. Nosotros podríamos aportar nuestra contribución a la discusión internacional sobre ese tema.
Traducción Red Voltaire
[1] Estas últimas semanas, Vladimir Poutine ha publicado una serie de artículos en donde explica sus intenciones políticas sobre los principales temas que desarrollará en su campaña presidencial.
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