Incluso para quienes se niegan a reconocerlo, la crisis siria se ha convertido en una lucha entre Siria, como nación, Estado, pueblo y ejército, por un lado y por el otro, la alianza imperialista y colonial encabezada por Estados Unidos. Lo que está en juego, por lo tanto, es la independencia de Siria, su soberanía, su integridad territorial y la dignidad de su pueblo que se está defendiendo ante planes hegemónicos que, en definitiva, favorecen los intereses de Israel. Es normal, en ese contexto, que la aplastante mayoría de la población prefiera defender su independencia y que opte por la resistencia como medio de proteger su Estado. Las oposiciones del interior y del exterior han rechazado el diálogo y olvidado las reformas, que han dejado de formar parte de sus eslóganes y reclamos. Mientras que el Estado, consciente de sus responsabilidades en cuanto a la preservación de la independencia y de la integridad territorial del país, reafirma hasta las últimas consecuencias su adhesión al diálogo y propone un programa de reformas que incluye un calendario.
La causa siria es hoy la causa de la libertad y de la independencia de una nación ante una guerra implacable dirigida por Estados Unidos desde el territorio turco y financiada por las petromonarquías del Golfo, que son exactamente lo contrario de la democracia. Y para alimentar esa guerra, la alianza colonial no vacila en movilizar yihadistas (un eufemismo para evitar la palabra terrorista) de todo el mundo, como confiesa la propia agencia France Presse, a la que no se puede acusar precisamente de simpatizar con el poder sirio. Cientos de esos elementos resultaron muertos durante la limpieza de Damasco, en el barrio de Midane, donde pudo comprobarse que la mayoría de estos yihadistas eran extranjeros. Los demás fueron traídos desde las regiones rurales alrededor de Damasco y de Homs. Ese mismo esquema se reproduce hoy en Alepo, la segunda ciudad de Siria, en el norte de ese país.
La opinión pública siria conoce muy bien esas realidades. Según estudios dignos de crédito, en el peor de los casos, la población siria se dividiría quizás en 3 bloques desiguales: cerca del 50% apoya al Estado y a su ejército y sigue confiando en la capacidad del presidente Bachar al-Assad para concretar las reformas; un 35% es partidario de las reformas aunque es muy crítico hacia el poder actual, sobre todo en lo referente a la corrupción. Esa parte de la población es también francamente contraria a toda intervención extranjera y defiende la independencia y la unidad del país. El resto, un 15%, apoya a las diferentes facciones de la oposición, entre ellas a la Hermandad Musulmana, movimiento que llegó al poder en Egipto y en otros países y que ha expresado su voluntad de «trabajar» con Estados Unidos. La ultima decepción para los que aún creían en el nuevo presidente egipcio, Mohamed Morsi, se produjo cuando este último se negó a levantar el bloqueo impuesto a la franja de Gaza, después de recibir al primer ministro expulsado del Hamas (la rama palestina de la Hermandad Musulmana), Ismail Haniyeh. El pretexto de Morsi es que compromisos internacionales en materia de seguridad obligan al gobierno del Cairo a mantener el bloqueo contra Gaza.
El Estado sirio goza por lo tanto del respaldo de dos tercios de la población. Es por eso, y únicamente por eso, que el régimen sirio sigue resistiendo aún después de 17 meses de una verdadera mundial desatada en su contra. Por todas esas razones, no hay dudas de que unos miles de milicianos financiados por el Golfo, entrenados por Turquía y organizados por la CIA no tienen la menor posibilidad de éxito ante el ejército nacional sirio en la ciudad de Alepo. Las ecuaciones internas y externas favorecen la victoria al Estado, que logrará aplastar a las hordas yihadistes internacionales y limpiar los nidos de insurgentes.
La batalla será dura, difícil, quizás larga, dados los medios colosales desplegados por Estados Unidos y sus ayudantes regionales e internacionales. Pero, además de la solidez de su ejército y sus instituciones, Siria tiene a su favor la firmeza de Moscú y de Pekín, que no aceptarán legitimar ninguna acción militar extranjera. Lo más importante es, sin embargo, que Siria dispone en esa lucha de una superioridad moral. La batalla que Bachar al-Assad está librando en 2012 se parece en muchos aspectos a la que libró y ganó Gamal Abdel Nasser, en 1956, contra las potencias coloniales ya decadentes en aquella época: Francia y Gran Bretaña.
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