En México el derecho constitucional de todo individuo a recibir educación representa una de las obligaciones primigenias del Estado. Para realizar la función educativa pública, el Estado adopta diversas formas de organización administrativa: de manera directa; en forma centralizada y desconcentrada –por conducto de la Secretaría de Educación Pública– a través de organismos descentralizados; o bien delega la responsabilidad, especialmente en educación media superior y superior, a las universidades e instituciones autónomas por ley.
Por Juan de Dios Hernández Monge
La autonomía universitaria sólo puede provenir de un acto legislativo formal del Congreso de la Unión, de los congresos de los estados o de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Es un atributo jurídico que la ley concede a los organismos descentralizados, basado en el principio de que las universidades públicas tienen la facultad y la responsabilidad de gobernarse a sí mismas. A partir de ello, por su naturaleza y para cumplir sus fines de educar, investigar y extender la cultura, para decidir la estructura y forma de su gobierno, para determinar la orientación y el contenido de sus planes y programas de estudio e investigación, para fijar las condiciones de ingreso, promoción y permanencia de su personal académico y para administrar su patrimonio, las universidades autónomas deben organizarse en forma autónoma, es decir, sin estar adscritas a ninguno de los Poderes de la Unión y al margen de los partidos políticos.
Como puede observarse, la autonomía universitaria representa la forma extrema y última de organización administrativa del Estado (después de la autonomía universitaria se encuentra ya otro Estado soberano) y tiene como marco y único límite el respeto y cumplimiento del propio Artículo 3 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, es decir que el autogobierno de las universidades constituye el núcleo fundamental de la autonomía universitaria. Ello a partir de un órgano legislativo autonómico que les permite dotarse de una estructura de gobierno para cumplir con los fines de educar, investigar y extender la cultura, bajo los principios de libertad de cátedra, de libre examen y discusión de las ideas.
Con excepción de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), a todas las universidades del país, tanto federales como locales, y especialmente a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), les es impuesta su estructura de gobierno a través de las llamadas leyes orgánicas, lo que hace nugatorio el ejercicio de su autonomía. En contraste, con la Ley de Autonomía de la UACM se instituyó un órgano legislativo autonómico con facultades legales para establecer la estructura de gobierno y, con ello, se hizo posible el cumplimiento del principio constitucional de “gobernarse a sí misma”. En las demás universidades, no obstante estar formalmente investidas de autonomía, la estructura de su gobierno proviene de un órgano legislativo heterónomo que la impuso obligatoriamente; no hay autogobierno y la autonomía sólo se queda en el papel.
Así las cosas. Si es a las universidades a quienes corresponde el ejercicio de la autonomía para lograr el autogobierno, resulta imperativo responder a la pregunta: ¿Qué es la universidad? Para unos, las universidades son las instituciones de educación superior e investigación, para otros son los edificios y laboratorios; sin embargo, el concepto legal usado para definirla se encuentra en el Diario de Debates del Congreso de la Unión, de las sesiones para la reforma constitucional del Artículo 3 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en 1980. Ahí los legisladores se refieren expresamente a la importancia de establecer, sin lugar a dudas, la definición constitucional del concepto, para lo que se adoptó el de universitas personarum, que se define como la unión de profesores y alumnos; así quedó definido lo que debemos entender por universidad; en consecuencia, y por tratarse de un principio constitucional, su observancia es obligatoria. Así podemos concluir que corresponde a los profesores y alumnos, asumidos como universidad que son, el ejercicio de ese atributo jurídico de gobernarse a sí mismos.
Desde el día en que entró en vigor la adición constitucional al Artículo 3 quedó definido legalmente el principio de autonomía universitaria como norma suprema de gobierno de toda la Unión. Al mismo tiempo colocó al conjunto de las leyes orgánicas de las universidades autónomas del país en una franca situación de antijuridicidad, y se generó así un “conflicto de leyes en el tiempo”: entre la fracción VII del Artículo 3 constitucional y las leyes orgánicas heterónomas. Lo anterior se explica, por ejemplo, con la ley orgánica de la UNAM del 6 de enero de 1945 y la adición constitucional de la autonomía universitaria de 1980: ambas fueron creadas por el Congreso de la Unión federal con el procedimiento legislativo formal; ambas son derecho positivo y derecho vigente, sin embargo, debido al sistema de suprasubordinación de los ordenamientos jurídicos en México, conforme al Artículo 133 constitucional, debe imperar siempre la norma superior y las inferiores en rango deben adecuarse a la norma superior; cuando ocurre lo contrario, es decir que la inferior es contraria a la letra o el espíritu de la superior, en teoría no tiene posibilidad legal de existir, es nula de pleno derecho, sin efecto jurídico alguno, como si nunca hubiera existido.
No obstante lo anterior, la ley orgánica de la UNAM (y de las demás autónomas) sigue rigiendo mediante una estructura de gobierno anacrónica, con reminiscencias feudales (“jefe nato” incluido), impuesta por una ley heterónoma, vertical y antidemocrática, que da el poder a un grupo de “15 notables” que deciden a quien ungir como rector. Los órganos colegiados, Consejo Universitario y consejos técnicos están integrados con una sobrerrepresentación de la burocracia, con consejeros exoficio (encarnados en todos los directores de facultades, escuelas, colegios, centros e institutos, que a su vez son designados por el mismo rector) y con subrrepresentación de estudiantes y académicos (por ejemplo, los estudiantes de los cinco planteles del Colegio de Ciencias y Humanidades, CCH, tienen sólo dos consejeros). Además esos órganos de gobierno carecen de toda legitimidad; por ejemplo, para consejeros universitarios estudiantes del CCH votó apenas el 0.07 por ciento del padrón.
Los grupos de poder actúan como facciones, y con criterios patrimonialistas administran como si se tratara de una empresa privada y convierten el subsidio en botín (32 mil millones de pesos en 2012). Lo peor es que los burócratas han creado la imagen falsa de que existe, por un lado, la “comunidad universitaria” integrada por estudiantes y trabajadores académicos y administrativos, y por otro, las autodenominadas “autoridades”, es decir, los burócratas profesionales que sin ninguna representación, y menos legitimidad, crean un círculo perverso de poder en el que unos van nombrando a otros, se van reciclando (una vez son rector, luego directores, otra consejeros, otra junta de gobierno y así sucesivamente). Y al usurpar la Universidad, pretenden que es a ellos a quienes corresponde el ejercicio de la autonomía.
Con esas prácticas es que la burocracia ha provocado un divorcio cada vez más profundo con la Universidad, a la que no sólo ha convertido en su contraparte, sino que las “autoridades”, incluso, administran a la “comunidad”, como si se tratara de un negocio particular; actúan como patrones y capataces, se olvidan de que la educación e investigación de las universidades autónomas es un servicio público estratégico de la mayor importancia, ya que de su mayor o menor desarrollo, así como del cumplimiento de sus fines sustantivos, depende el destino del país. Existe una relación directamente proporcional entre la cantidad de recursos que un Estado destina a la educación superior e investigación y su nivel de desarrollo científico y tecnológico, que se traduce a su vez en las diferentes formas de la soberanía nacional: alimentaria, tecnológica, científica, económica, política, etcétera.
En 1980 se definió por primera vez, a nivel de la Carta Magna, el concepto de autonomía universitaria. Sin embargo, los universitarios hemos sido incapaces de dotarnos de un órgano legislativo autonómico, que sirva para lograr la adecuación de la legislación universitaria al nuevo marco constitucional y posibilitar el ejercicio real de la autonomía para quienes forman la Universidad, sus estudiantes y profesores.
Resulta indispensable, asimismo, la expedición de la Ley Federal de Autonomía Universitaria, reglamentaria de las siguientes fracciones del Artículo 3 constitucional: “IV. Toda la educación que el Estado imparta será gratuita; VII. Las universidades […] tendrán la facultad y la responsabilidad de gobernarse a sí mismas; y VIII. Lo que se refiere a la responsabilidad del Congreso de la Unión para ?distribuir la función social educativa entre la federación, los estados y los municipios’”. Una ley que transforme en obligación legal lo que hoy es una facultad discrecional del Poder Ejecutivo: la asignación de recursos económicos suficientes y oportunos para que las universidades autónomas del país realicen los fines sustantivos que tienen encomendados, debiendo destinarse cuando menos el 12 por ciento del producto interno bruto a la educación y el 1 por ciento a la investigación. Una reglamentación de la autonomía universitaria que permita su real ejercicio, es decir, el autogobierno como facultad y como responsabilidad a partir del concepto universitas personarum; una ley que establezca las formas para que los tres niveles de gobierno aporten los recursos económicos para la realización de la función social educativa y que reconozca el carácter estratégico de la educación pública. Consecuentemente, una reglamentación que imponga las sanciones para el caso de incumplimiento, que pueden ser desde la destitución del cargo, hasta la consignación y proceso penal correspondiente, así como el procedimiento para resarcir el daño causado y garantizar la no repetición del mismo.
Juan de Dios Hernández Monge es jurista integrante del Colectivo de Abogados Zapatistas y de la Liga de Abogados 1 de Diciembre y catedrático de Historia y de Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México.
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