La nación atraviesa actualmente una situación económica y sociopolítica singular, extraña.
Por un lado, las mayorías padecen la resaca del retorno del partido único-hegemónico a la Presidencia de la República con Enrique Peña Nieto y la oligarquía a horcajadas sobre su lomo –ésta última, experta en la equitación política, ni siquiera tuvo que tocar piso para pasar del jamelgo panista al tricolor–. Soportan el martirio de la tonificada momia priísta que regresó como figura principal al proscenio del antiguo régimen presidencialista, que poco se modificó en su esencia autoritaria durante su ausencia, bajo los cánones diabólicos del haiga sido como haiga sido salinista-calderonista, envuelto en su rancio tufo de ilegitimidad. Carencia que, sin embargo, debe reconocerse, ha logrado subsanar gradualmente en el mundo de las apariencias mediáticas, al explotar con relativa habilidad la disolvente crisis intestina cuyo ascenso provocó entre la oposición electoral adocenada de la extrema derecha clerical y la irreconocible izquierda leal por difuminada, arrojándole diminutos y artificiales espacios de participación. Mendrugos para mendigos de la elitista “Cruzada Nacional contra el Hambre” partidaria que, en su delirio por la pérdida de identidad y el extravío de la brújula política, las organizaciones damnificadas enaltecen, como si con ellos se les reconociera su valía, se les considerara dignos interlocutores y se les compartiera realmente el ejercicio del poder político y el destino “modernizador” de la nación.
En su pragmático oportunismo, a la oposición no le importa tratar de compensar su quiebra electoral y su naufragio poselectoral al convertirse en la “quinta columna” del peñismo neoliberal-autoritario. En el desesperado esfuerzo por tratar de alcanzar un lugar privilegiado en los reflectores del furgón de cola del sistema y de obtener alguna ventaja dentro del enclaustrado pactismo por México –en marzo, a puerta cerrada, el perredista Jesús Zambrano (criticado por el líder escenográfico de su partido, Alejandro Sánchez, quien le exige inútilmente su renuncia al puesto que asume al margen de su organización) sustituye al panista Gustavo Madero en la presidencia de su consejo, bendecido por Miguel Ángel Osorio y Luis Videgaray, el Chicago Boy consiliario del príncipe–, no le quita el sueño realizar el trabajo sucio de un programa sexenal cuya agenda y linderos son fijados por la elite dominante, que ofrece mezquinas zanahorias como limosnas a sus adherentes y magnánimos garrotazos a sus detractores. Que con esos bastardos acuerdos excluyentes, la tragicómica parodia de los que en su momento impuso despóticamente el sátrapa Carlos Salinas, rebajen el papel de los “representantes populares” del Congreso de la Unión al simple papel de levantadedos que convertirán en leyes las iniciativas de Enrique Peña –“las que México necesita”, con algunas irrelevantes modificaciones de los pactistas–, negociadas al margen de ellos, y que en el proceso legislativo sólo se les concederá la oportunidad de plasmar algunos matices cosméticos, a menudo verdaderas insensateces jurídicas.
Al cabo ya están acostumbrados a escenificar la degradada postura de bufones de la corte, asignada por el viejo autoritarismo y la “moderna” democracia tropical, a cambio de premiarlos jugosamente con el oscuro (¿corrupto?) manejo del presupuesto que se les asigna. Recién, Juan Manuel Portal, auditor Superior de la Federación, criticó a los eunucos de los siete grupos parlamentarios por su voraz falta de transparencia y rendición de cuentas en el manejo de las subvenciones recibidas, cuyo monto entre septiembre de 2012 y febrero de 2013 ascendió a 660.3 millones de pesos, contra los 481.2 millones recibidos entre marzo y agosto del año anterior.
A los dirigentes del Partido Acción Nacional (PAN), el Partido de la Revolución Democrática (PRD) y demás partidos no les preocupa que al apoyar el pacto le otorgan a Peña Nieto y al Partido Revolucionario Institucional (PRI) la legitimidad que no obtuvieron a través de las elecciones. Les permiten presentar a la sociedad como propios los frutos de las contrarreformas neoliberales impuestas, “consensuadas” con los pactantes, hecho que los fortalece política y electoralmente, a diferencia de la oposición, que no ha logrado sacar provecho ante la opinión pública de los supuestos logros y les da la oportunidad de diluir entre los adherentes los costos y el malestar social que generan, para que su imagen absorba la suciedad ante la población.
El PRD, por ejemplo, tiene que soportar y asumir las consecuencias de la contrarreforma educativa, ya que las legítimamente irritadas movilizaciones de los maestros se concentran en los estados que son sus feudos, así como su incapacidad para atender políticamente las demandas de los docentes y tratar de encontrar una salida negociada que le permita revolver la contradicción insalvable: quedar bien con el dios Peña y el diablo del pueblo. El PRD está escindido y es víctima de sus compromisos encontrados. Está atrapado en la pegajosa telaraña del pacto que no desea abandonar para que no lo cataloguen de desconfiable e “incivilizado”, y los intereses de quienes votaron por éste al considerarlo como una opción social y antineoliberal. Por ello ha actuado tragicómicamente. Zambrano dijo que “son extrañas las movilizaciones cetegistas” (de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero), sin explicar por qué lo son, sin desenmascarar a los grupos tenebrosos y sus razones que, según él, manipulan a los cándidos maestros. Entre la atención de las exigencias de éstos y “el cumplir con su ‘deber’ tal y como lo manda la ley”, como diría Ernst Fischer, el gobernador perredista del estado impuso la ley de la brutal represión, con lo cual acrecentó el desprestigio de su mandato y del PRD.
El PAN no tiene ese dilema. Como parte de la derecha cavernícola exige a sus pares Enrique Peña-PRI que apliquen la mano dura. La represión sin concesiones ni contemplaciones. Están convencidos que se tiene que sofocar con la violencia a quienes se alzan en contra del orden establecido. “Se tiene que demostrar lo más claramente posible el principio del poder: que la derrota del enemigo ponga ampliamente de manifiesto su impotencia” (Fischer). No tienen las dudas de un Hamlet. Se volvieron insensibles después de 6 años de baños de sangre y de montones de cadáveres sobre los que se asentó la “democracia” despótica-clerical del calderonismo. De hecho siempre lo han sido. Siempre festejaron los torneos deportivos del PRI, cuando salía alegremente a cazar mexicanos, como sucedió en 1968 o 1971. “Alabaron a los asesinos como a ángeles en momentos de necesidad” (Fischer). El PRI y el PAN siempre han sido los guardianes del orden, bajo la lógica de cualquier sistema autoritario.
A los partidos de oposición de derecha y los que antaño se decían de izquierda electoral no les inquieta que el fortalecimiento de Peña Nieto-PRI sea a costa de ellos. Que tienen que acepar sumisamente un pacto que justifica las políticas neoliberales y el ejercicio del poder antisocial del peñismo. A costa de su conversión en organizaciones testimoniales, espectrales. Con las derrotas que sufrirán en las elecciones de julio comprobarán las secuelas de su error táctico. Su presencia política se deteriorará aún más. En 2018 se lamentarán todavía más.
Mucho menos les interesa que la base social del sistema esté crispada; que su rencor y su malestar social se agudicen con las políticas que aprueban y que la crucifiquen como a un anticristo, como es el caso de la contrarreforma laboral.
El PAN no ha tocado el fondo de su crisis y descomposición. A la pérdida de la Presidencia de la República, las fracturas, la defección de militantes convencidos y de aventureros –como Vicente Fox y Marta Sahagún–, el ajuste de cuentas, el reagrupamiento, la disputa carroñera por los pedazos de poder dentro del partido y el sistema, tendrán que agregar una mayor pérdida de ascendencia entre los votantes, la reducción de puestos de elección popular y, lo más importante, de subsidios públicos asociados. No le quedará más que reasumir el viejo puesto que tenía asignado en el antiguo régimen: el de apéndice del priísmo, en el cual, por cierto, no se sentía incómodo.
Lo más llamativo es el travestismo político de los partidos de la “izquierda” oficial encabezada por el PRD y sus ocurrentes dirigentes. Por ejemplo, Jesús Zambrano declaró hace poco al diario El País que “el pacto por México es un logro de la izquierda, que escribe una nueva forma de hacer política sin reeditar la lógica de confrontación”; su partido “se ha fortalecido con el pacto”; que “es que el PRI ha reconocido en su regreso a la Presidencia que solo no puede [y] que el centro de gravedad del país se desplazó hacia la izquierda”; que “el pacto se sustenta en la gran pluralidad política que se ha asentado en el país”; que el PRD ya no quiere situarse como una simple oposición.
El cinismo de Zambrano es monumental, como la famosa Estela de Luz calderonista. Asume para su partido la agenda del pacto impuesto por las elites dominantes, así como su contenido neoliberal, auténtica maquinaria trituradora de las mayorías. El acuerdo palaciego antisocial lo truca como plural. La claudicación la arropa con la mentira de la negociación. La postura de “izquierda bien portada” trata de diferenciarse del lópezobradorismo calificado como “rijoso”. El pozo de la derecha en que se hundieron trata de deslizarlo patéticamente a la izquierda. La derrota quiere mostrarla como triunfo.
La declaración de Zambrano no es más que la reiteración de la emasculación que hace tiempo se realizaron los dirigentes del PRD. Al decidir avanzar por la autopista electoral llevaron al autobús de su partido al precipicio, en lugar de al poder. Reemplazaron la lucha de clases por el juego lujurioso de manitas sudadas de las clases y aceptan que Peña Nieto los lleve al despeñadero.
Sustituyeron la política del cambio y la ideología de izquierda, la organización y la movilización de las masas por la retórica hueca al mejor postor, el oportunismo electorero, el parlamentarista paralizante, la desmovilización de sus militantes y simpatizantes, y convirtieron a los eventuales ciudadanos en simples votantes. Se extraviaron en el laberinto del Minotauro y se ahogan en la fetidez de sus despojos. Plegaron las velas y se hundieron en la vergonzosa capitulación. Sucumbieron en su fascinación por los supuestos juegos de poder donde sólo ocupan el papel de sombras.
En lo único que tiene razón Zambrano es que el PRD dejó de ser oposición y opción de izquierda, ya no digamos anticapitalista. Esos conversos a la derecha que predican las virtudes progresistas, practican otro vicio y la virtud: la seducción por dinero público de los partidos paraestatales y los puestos administrativos del sistema capitalista-autoritario al que ya no desplazan, sino mejoran su eficiencia. Por desgracia, esa nueva era es compartida, con sus diferencias, por Andrés Manuel López Obrador, ausente de las luchas sociales. El movimiento que organiza no aspira a desbordar los linderos del sistema. Su búsqueda por el registro como partido implica ceñirse a los mismos. La fragmentación de esos grupos redundará en beneficio del priísmo y el sistema.
En ese sentido, la reforma electoral iniciada por el sistema en 1977, anunciada simbólicamente por su artífice Jesús Reyes Heroles en el estado de Guerrero, entidad donde habían surgido los movimientos campesinos y armados más importantes, como los de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, ha sido exitosa hasta el momento. Ha desarticulado y desvanecido a la izquierda oficial.
Estamos ante “el proletariado sin cabeza”, como diría hace tiempo José Revueltas. Se tendrá, por tanto, que construir una nueva izquierda que retome los principios anticapitalistas.
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