En el mundo de las ficticias formas democráticas, será una tarea complicada para los peñistas tratar de venderle a la población las supuestas bondades que traerá consigo el reciclaje del Tratado de Libre Comercio (TLC). Esto, desde luego, bajo el supuesto de que pretendan convencerla y tengan el talento necesario (o el cinismo, si se prefiere) para ocultar que la medida será de nuevo una decisión despótica: impuesta de arriba a abajo, como en su momento lo hicieron los salinistas, por los escasos triunfadores del primer ciclo que aspiran a renovar su relación con los estadunidenses. A costa de inmolar una vez más a la mayoría perdedora, acostumbrada a ser sacrificada como dolorido cordero. Será escatológico obligarla a regurgitar el sapo de la primera etapa del TLC que tiene atorado en el tracto intestinal para después forzarla a que se lo vuelva tragar…

No será fácil –valga la figura retórica– convencer a la sociedad que degluta el mito del México exportador forjado con el TLC y las contrarreformas estructurales neoliberales, porque el brillo de su éxito no es más que escenográfico. El oropel cuantitativo se desvanece espectralmente cuando se revisan los lacerantes del país:

1. El empuje exportador de México no descansa en la presumida “modernización” económica del aparato productivo, en las nuevas ventajas competitivas adquiridas a través de la intensidad de capital y la innovación tecnológica. Es decir, en lo que Carlos Marx llamó la composición orgánica del capital, en la relación del capital constante y el variable, entre los equipos necesarios para la producción y la fuerza de trabajo, que cambia en el tiempo con las modificaciones tecnológicas (aumenta la parte constante y baja el número de trabajadores) y que se refleja en la productividad, competitividad y la tasa de ganancia.

El alza vertiginosa de las ventas externas, que tanto exaltan los salinistas, los peñistas y sus jilgueros para tratar de convencer a la población de las bondades del TLC, reposa en las llamadas “ventajas comparativas” tradicionales estáticas, en la producción de unos cuantos productos primarios, en especial en los petroleros y las manufacturas ensambladas (maquiladoras) de escaso valor agregado, cuyos precios y cantidades son altamente sensibles a las variaciones de la demanda y las manipulaciones de los mercados internacionales.

Un alto porcentaje de las exportaciones de México, de América Latina y de los países subdesarrollados de otras regiones del planeta son controladas por unos cuantos conglomerados nacionales y trasnacionales. Provienen de sectores de baja productividad y alta intensidad de recursos naturales, que han aumentado las presiones sobre esos recursos y acelerado su destrucción. Tales empresas aprovechan las prerrogativas ofrecidas –y arrancadas por organismos multilaterales, fámulos de los intereses geoeconómicos y geopolíticos de las llamadas “naciones metropolitanas”– por los países anfitriones cuyos gobiernos son débiles y “generosos”. Se encuentran ávidos por atraer a la inversión extranjera por cualquier medio, bajo el supuesto de que con ella llegarán los quiméricos recursos financieros necesarios para financiar el desarrollo, las novedades tecnológicas que “modernizarán” las economías y el libre acceso a los mercados desarrollados.

Así, ofrecen la abundancia de recursos naturales que pueden ser sobreexplotados y devastados alegremente, y cierran los ojos ante la contaminación ambiental; la profusa mano de obra barata controlada sindicalmente, a la que se le pueden esquilmar las prestaciones sociales y violentar sus derechos laborales, proceso ya legalizado con las contrarreformas en las leyes del trabajo; los subsidios fiscales, las bajas cargas tributarias (impuesto a la renta, exención de gravámenes a las exportaciones e importaciones), el libre movimiento de capitales y remisión de utilidades a sus matrices; la protección jurídica internacional, en sustitución de los tribunales locales para dirimir las controversias; la ubicación geoeconómica (vecindad con Estados Unidos, el mayor mercado del mundo).

Un rasgo típico de toda política de comercio exterior razonable es la búsqueda por diversificar los mercados externos, con el objeto de evitar o atenuar los riesgos que implica la relación con uno o unos cuantos países. Pero con el TLC se ha actuado en sentido contrario. La histórica dependencia se ha convertido en una monodependencia estructural de Estados Unidos, debido a la subordinación comercial (importaciones y exportaciones), la integración productiva desigual y la vulnerabilidad del ciclo económico de dicha nación (auge, recesión, reactivación). Por desgracia, además, las ventas mexicanas tienden a perder terreno en ese mercado ante la competencia de los productos chinos.

2. Si los claroscuros señalados estropean el brillo exportador, las importaciones anulan los beneficios esperados. Desde 1994, por cada dólar estadunidense que en promedio ingresaba a la economía por concepto de las ventas externas, se gastaron 1.03 dólares para la compra foránea de bienes de consumo, intermedio y de capital requeridos por la economía.

Los efectos multiplicadores de las exportaciones sobre la economía, el crecimiento y el empleo son escasos y, además, se trasladan hacia afuera. Carecen de capacidad de arrastre interno debido a varios factores:

a) Los programas de choque estabilizadores (el control de la inflación y el saneamiento fiscal por medio de la represión del consumo y la inversión internos), los ajustes estructurales y la eliminación de los aranceles. En las décadas de 1980 y 1990 y el inicio del TLC se llevaron a cabo en el peor de los escenarios para los productores nacionales (recesión inflacionaria).

b) La entrada masiva de productos importados a precios menores y subsidiados, provenientes principalmente de Estados Unidos y Canadá, agravó la situación anterior, desplazó a la producción local, arruinó a los fabricantes locales y desarticuló los eslabonamientos productivos construidos por el antiguo modelo industrial sustitutivo de importaciones impulsado entre la depresión de la década de 1930 y principios de la de 1980.

c) El grado de integración de la cadena productiva interna es limitado: de los insumos requeridos por la industria manufacturera (materias primas, envases, empaques y demás), el 73 por ciento fue importado, en promedio. De los bienes intermedios que necesita la producción, el 75 por ciento también lo fue. Como escribió el economista José Luis de la Cruz: su monto “es similar al PIB [producto interno bruto] de Chile o Singapur”. Esto no es extraño, ya que la lógica de las corporaciones que controlan el comercio exterior del país no responde a los intereses de la nación, sino al de acumulación global de capital, que define sus políticas de importaciones y exportaciones. Ellas invierten en los países que les ofrecen las mejores “ventajas comparativas” para reducir sus costos y elevar su competitividad y rentabilidad. Importan bajo el mismo supuesto, ante la ausencia de políticas locales que los obliguen a utilizar un mínimo porcentaje de insumos nacionales. Venden en donde quieren, al precio y la cantidad que pueden. Caso contrario es la Argentina posneoliberal, que ha retomado la sustitución de importaciones, exige el uso de un nivel de contenido nacional en la producción y regula las exportaciones para asegurar el regreso y el presupuesto de divisas y el cobro de impuestos.

d) A diferencia de ese país, el neoliberalismo mexicano y el TLC exigen la eliminación de las políticas de fomento industrial y de sustitución de importaciones.

Lo anterior es el principio del “dejar hacer, dejar pasar” del neoliberalismo mexicano, del TLC, del capitalismo a escala mundial, que está hecho a la medida de las necesidades de la “globalización” de las grandes empresas, que facilita la llamada “relocalización” de la producción de las corporaciones (el traslado de un país a otro, o la inversión simultánea en varios).

3. Para orgullo de los neoliberales y artífices del TLC, el balance comercial con Estados Unidos, tradicionalmente desfavorable, se tornó superavitario a partir de 1995, y en 2013 fue de 102 mil millones de dólares. El resultado, empero, actualmente es una ficción que esconde varios contrastes: el intercambio intrafirmas estadunidenses radicadas en México (industria automotriz, informática, electrónicos), o las materias primas vitales para ese país (el petróleo); el déficit registrado con el resto del mundo que refleja la monodependencia comercial: Europa, Unión Europea, Asia, en particular, que casi equivale al superávit estadunidense (93 mil millones de dólares), en especial con China y África; la permanencia del déficit crónico y estructural de las balanzas comercial y corriente de México bajo el TLC, salvo en las fases recesivas, devaluatorias y de colapsos financieros (1995-1997, 2009-2010, 2012) en las que la primera se volvió superavitaria temporalmente y la segunda redujo su saldo negativo. Pero una vez que se reactivó la economía aquella se esfumó y ésta se acrecentó. Si se excluye el intercambio petrolero, el desequilibrio comercial del resto de la economía, el agropecuario y agroindustrial, el petroquímico y de origen petroquímico y el manufacturero, alcanzaría niveles históricos francamente alarmantes en este siglo. En ese sentido, el ajuste estructural que reorienta la producción del mercado interno hacia afuera, y el caudal de divisas generado ha sido insuficiente para financiar el déficit externo crónico, estructural y del crecimiento, y reducir la vulnerabilidad y creciente dependencia de la deuda externa, la inversión extranjera directa y de cartera, que han provocado los sucesivos episodios especulativos y de crisis cambiarias y de balanza de pagos.

En suma, los neoliberales priístas-panistas aniquilan la utopía de quienes proponían acabar con la maldición primario exportadora decimonónica que condenaba a México al intercambio desigual y al subdesarrollo, y alcanzar un desarrollo medianamente autónomo a través de la industrialización sustitutiva de importaciones y las exportaciones manufactureras. En su lugar, promueven el retorno a la especialización en la producción de bienes tradicionales, agropecuarios y minerales, a la importación de productos manufactureros, al desventajoso intercambio desigual que descapitaliza a la nación y perpetúa el subdesarrollo que caracterizó al México colonial de finales del siglo XIX (el porfirismo) y principios del XX.

La intención del autollamado reformador Carlos Salinas de Gortari –que, en justicia, debería calificarse como el restaurador neoporfiriano– de refugiarse deliberadamente en su “amnesia” (Manuel Camacho dixit) política, para exaltar la ficción exportadora, sólo tiene por objeto tratar de desviar la atención sobre los desastres ocasionados por el TLC que él mismo “negoció” en los peores términos para la nación, en aras de legitimarse ante la Casa Blanca y enraizar su proyecto neoliberal, así como para eludir su responsabilidad en el naufragio.

Enrique Peña Nieto recurre a la fórmula Salinas de la simulación. En la reciente reunión trinacional del TLC, aparentemente incluiría dos de los supuestos temas prioritarios para México: la reforma migratoria con Estados Unidos y las visas impuestas por Canadá a los mexicanos que visitan ese país. Al final, por irrelevantes, fueron desechadas por los “pares” de Peña Nieto. El “diálogo” entre Peña y Barack Obama se redujo a 10 minutos y la mitad del tiempo se consumió en la interpretación simultánea. Los “pares” resultaron impares. La reunión fue calificada como la cumbre de los tres amigos. También pudo denominarse como la cumbre de los tres chiflados.

El mito exportador y la realidad importadora

Ildefonso Guajardo, titular de la Secretaría de Economía, hizo cuentas sobre el comercio exterior de México en el contexto del TLC. Luego de hacer sumas (exportaciones más importaciones), redondear cifras y exagerar un poco, para efectos escenográficos, descubrió que “estamos comerciando casi 800 mil millones de dólares al año con el resto del mundo”; y que “previo a la apertura comercial, las exportaciones eran primordialmente energía, mientras que actualmente el 83 por ciento de nuestras exportaciones consisten en productos manufacturados”. Esto le permitió concluir que los beneficios del libre comercio convirtieron a México en una potencia exportadora.

Pero al revisar con un poco más de cuidado las estadísticas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) y del Banco de México, se percibe que la “potencia exportadora” del TLC es una especie de mito que sólo existe en el imaginario de las elites dominantes y sus beneficiarios. Bien visto el asunto, sin arrebatadas pasiones, en realidad México es un liliputiense en el comercio internacional. Es una rémora adherida al tiburón estadunidense –que, pese a la relativa declinación de su hegemonía imperialista, todavía es el mayor depredador del océano de mercancías y servicios–, el cual, de vez en cuando, le da algunos coletazos.

El rostro amable

Entre 1993 y 2013 las exportaciones totales de mercancías aumentaron en 633 por ciento. Pasaron de 52 mil millones de dólares corrientes a 380 mil millones, y del 10.3 por ciento del PIB a 30.6 por ciento. Si a esas cantidades se les suma el valor nominal de las importaciones de esos años (65 mil millones y 381 mil millones, 483 por ciento más; pasan de 13 por ciento a 30.7 por ciento del PIB), el total suma 117 mil millones y 761 mil millones en los años de referencia. El redondeo del secretario Guajardo a la cifra es irrelevante. Hasta aquí es indiscutible la rápida expansión de las ventas externas mexicanas en el marco del TLC. Los salinistas, los peñistas, algunos empresarios y los publicistas de los medios pueden sentirse satisfechos por tan loable esfuerzo.

Otro indicador que abona los argumentos de los apologistas del TLC es, sin duda, el balance del intercambio comercial entre México y Estados Unidos. En 1993 arrojó un déficit para el país por 2.4 mil millones de dólares y en 2013 un superávit por 101.5 mil millones. Esos datos, sin duda, permiten que aflore una orgullosa sonrisa: ¡el tiburón es vapuleado por su rémora!

El espacio ganado por las manufacturas es un premio al mérito. En 1993 equivalió al 79 por ciento de las exportaciones y en 2013 al 83 por ciento, tal y como dijo Guajardo. Pasó de 41 mil millones de dólares a 315 mil millones. Aumentaron en 665 por ciento y superaron el incremento de las exportaciones totales (633 por ciento). El regocijo, empero, se empaña un poco si se considera que en 1998 equivalió al 90 por ciento.

Las cifras señaladas pueden impresionar a más de uno, después de Carlos Salinas de Gortari, Jaime Serra, Enrique Peña, Luis Videgaray o Ildefonso Guajardo. O al menos tratan de aparentarlo. Pero esa manera de razonar no es más que un simple ejercicio numérico, cuantitativo, carente de relevancia.

La cara de la desgracia

El valor de las exportaciones mexicanas de 2013 le permitió ubicarse como la décima “potencia” mundial exportadora. Pero eso es intrascendente y, como veremos más adelante, ese lugar es prestado: es una fantasía que debe agradecerse especialmente a las empresas trasnacionales que dominan las ventas externas nacionales, a cambio de despacharse con la cuchara grande de las “ventajas comparativas tradicionales”.

México no es un actor importante, es un cordero en la jungla del mercado mundial, el cual es ferozmente disputado por las grandes potencias declinantes y ascendentes. Es una expresión del reparto del mundo en la búsqueda por ampliar los márgenes para la reproducción del capital a escala ampliada, fenómeno del cual no escapa el área del TLC. Señalar que este último espacio está conformado por 400 millones de potenciales personas, como lo hacen Carlos Salinas y otros, es un disparate. La producción no está a disposición de su bienestar. Sólo importan aquellos con capacidad de consumo.

Un cuento chino

La verdadera disputa se ha modificado en el tiempo. Desde la Segunda Guerra Mundial es entre Estados Unidos y otras potencias: Reino Unido, Japón, Alemania, entre otros. Recientemente, empero, emergió otro actor: China, que en 2002 desplazó al Reino Unido en el valor de las exportaciones (325 mil millones de dólares contra 280 mil millones, según datos de la Organización Mundial de Comercio); en 2004 a Japón (593 mil millones contra 565 mil millones); y en 2007 a Alemania (1.2 billones contra 1.1 billón). Ese mismo año también desalojaba a Estados Unidos (1.1 billones) como la mayor nación exportadora de mercancías del mundo. Para 2013, las exportaciones chinas sumaban 2 billones y las estadunidenses 1.5 billones. Puede argumentarse, con justa razón, que parte de las ventas de la nación asiáticas son, en realidad, comercio entre firmas estadunidenses. Una historia parecida a la mexicana (ver gráfica 1).

Pero además, China le disputa el mercado estadunidense a México. Del total de las importaciones de Estados Unidos, México era su tercer proveedor en 1994 (49.5 mil millones de dólares), después de Japón (119 mil millones) y Canadá (128 mil millones). China era su cuarto vendedor (38.8 mil millones). En 2013 China pasó a ocupar el primer lugar con 400 mil millones de dólares, seguido por Canadá (332 mil millones) y México (280 mil millones). En cada caso, equivalen al 19 por ciento, 14 por ciento y 12 por ciento del total de las importaciones estadunidenses (ver gráfica 2 y cuadro 1).

México sólo ha perdido la guerra de la competitividad ante China y otros países. Lo tragicómico es que la misma China disputa a los estadunidenses su patio trasero, es decir nuestro país, al cual utiliza como plataforma para exportar hacia el vecino del Norte. Claro, con productos en parte disfrazados con el sello de “hecho en México”. Antaño, China era conocida como la “maquiladora del mundo”. Ahora, como el “taller del mundo”. México es la maquila de quien quiera, ya sea estadunidense o china.

El problema adicional es que las exportaciones en nada han contribuido para modificar la situación del país y las condiciones de vida de la sociedad. A diferencia de Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Italia, el Reino Unido o Canadá, con todos sus contrastes sociales, su eclipsamiento y que exportan más que México, son países desarrollados. En cambio, México se codea cada vez más con los países más humildes de América Latina, de África y del mundo, merced a la estela de pobreza y miseria provocada por el neoliberalismo y el TLC.

Ahora bien, ¿qué pasa si en lugar de sumar las exportaciones y las importaciones mejor se restan?

No es simple curiosidad. La diferencia es el balance comercial de México con el resto del mundo, y arroja números gratificantes o agradables, según sea el caso. Es cierto que ambos conceptos y su saldo están condicionados por un enjambre de variables: los precios, los ingresos y los gustos de los consumidores, los tipos de cambios involucrados, la existencia o no de barreras arancelarias y no arancelarias, el ciclo económico, entre otros.

En todo caso, el saldo mercantil permite saber si el esfuerzo del sector real de la economía es o no suficiente para financiar las necesidades de consumo, el crecimiento y el desarrollo. Si se necesita o no de recursos adicionales (deuda externa, inversión extranjera) para ajustar sus requerimientos. Estados Unidos por ejemplo, dejó de ser comercialmente superavitario a partir de 1976, y en 2013 registró un déficit por 678 mil millones de dólares. Su cuenta corriente se tornó negativa a partir de 1983 y en 2013 su saldo negativo fue del orden de 400 mil millones. Desde aquel año dejó de ser el principal acreedor del mundo y sus desajustes tienen que ser financiados con el ahorro del resto del mundo, lo que contribuye a la inestabilidad de los mercados financieros internacionales. Desde 1981 Japón muestra números negros en ambas cuentas y es un prestamista mundial. China alcanzó saldos positivos desde 1993. En 2013, su balanza comercial fue favorable en 256 millones de dólares, y la corriente, del orden de 200 mil millones. Según Bloomberg y la agencia Novosti, sus reservas internacionales alcanzaron los 3.3 billones de dólares en 2013, el doble de la reserva global del oro y equivalente al 30.2 por ciento de las reservas mundiales. En 2004 equivalían al 14 por ciento. Entre ese año y 2013 las reservas chinas crecieron un 721 por ciento. China es también exportadora de capitales.

La diferencia entre las exportaciones e importaciones mexicanas arroja anualmente una balanza de mercancías deficitaria, salvo los años entre 1995 y 1998, como consecuencia del colapso financiero de 1994 y el severo programa de ajuste impuesto.

El TLC en nada ha contribuido a resolver el déficit externo, crónico y estructural, de las cuentas externas. Por el contrario, éste se ha agravado. A mayores importaciones y exportaciones les corresponde un mayor desequilibrio externo.

El esfuerzo exportador es anulado por las importaciones. Los saldos negativos citados se amplían si se agrega el intercambio de los servicios, es decir, la cuenta corriente (además de la balanza comercial incluye a los ingresos y egresos por el turismo, excursionistas, transportes, intereses de la deuda pública y privada, utilidades de las empresas, entre otros conceptos). En 1993, el déficit comercial fue de 13.5 mil millones de dólares y el corriente de 23.4 mil millones. En 2013 cada uno fue de 1 mil millones de dólares y de 21 mil millones (ver gráficas 3 y 4).

Si se observa con más detalle la balanza comercial se atisban otros problemas más serios ocultados en la panorámica general. Por ejemplo, si se hace a un lado la importancia de los hidrocarburos, entonces el déficit había llegado hasta los 51 mil millones de dólares en 2013. En 1993 había sido de 21 mil millones. El secretario Guajardo dijo que antaño el grueso de las exportaciones descansaba en ese energético. Tiene razón. En 1983 aportaron el 69 por ciento de las ventas externas. Fue el peor año de la petrodependencia. En 2013 su participación bajó al 13 por ciento. Es igualmente cierto que el espacio relativo cedido por los bienes petroleros es ganado por las manufacturas. En efecto, su participación entre 1993 y 2013 se elevó de 79 por ciento a 82 por ciento.

Lo que no dijo es que en ese lapso el intercambio manufacturero fue deficitario. Pasó de 29 mil millones de dólares a 12 mil millones. Estadísticamente cayó a la mitad, pero en 2013 ese sector de la economía estuvo en recesión, por lo que una vez que se reactive volverá a elevarse. Aun así, es 11 veces mayor que el déficit comercial del año pasado y la mitad del corriente. Sus números evidencian el proceso de “desustitución” de importaciones, la dependencia externa de sus insumos y su gran responsabilidad en el desequilibrio externo. En la siguiente entrega se verá con más detalle al sector.

Los déficits manifiestan los severos desequilibrios estructurales del aparato productivo y de la economía en su conjunto. También tienen que compensarse (cerrar la brecha de divisas). Sólo pueden financiarse con recursos del exterior: deuda externa e inversión extranjera directa y especulativa, manteniéndose la dependencia y vulnerabilidad ante ellos. Como nación hegemónica e imperialista del capitalismo, Estados Unidos puede darse todavía el lujo de financiarse con el ahorro del resto del mundo. México no. Cuando aquel país se estremece conmueve al resto del sistema hasta sus cimientos. México apenas suscita algún movimiento o gestos de compasión y desdén.

En la siguiente parte veremos la composición de las exportaciones e importaciones y sus características respecto de Estados Unidos, así como la importancia de la inversión extranjera.

Fuente
Contralínea (México)