Inspirada en torpes consignas anticomunistas, la represión encabezada por Gustavo Díaz Ordaz contra el movimiento estudiantil de 1968 culminó en la masacre del 2 de octubre de ese año, donde perdieron la vida decenas de personas.
También basada en premisas autoritarias y absurdas, como es la negación de la capacidad personal para decidir qué se consume o no, la llamada “guerra contra el narco” promovida el sexenio pasado por Felipe Calderón cobró la vida de decenas de miles de personas: 1 mil veces más que los sacrificados en Tlatelolco.
Con sobrada justicia, la masacre de Tlatelolco sigue indignando a la sociedad mexicana, pero también deben juzgarse los crímenes del sangriento periodo de Calderón, quien llegó a la Presidencia, en 2006, como producto del fraude electoral y de la guerra sucia mediática.
La guerra contra “el comunismo”
Con su estilo autoritario, Díaz Ordaz encabezó la cruzada anticomunista que desembocaría en la masacre del 2 de octubre de 1968 y tendría como secuela la llamada Guerra Sucia contra la guerrilla.
Previamente, y valiéndose de conflictos estudiantiles, el gobierno había defenestrado a figuras consideradas por la derecha como “procomunistas”, como Ignacio Chávez, rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); y Eli de Gortari, de la Universidad Nicolaíta, en 1966 y 1967, respectivamente.
Las fuerzas policiacas y los “grandes” medios de comunicación, así como sectores empresariales promovieron una campaña feroz contra esa ideología, embestida que tenía lugar en el mundo bipolar de aquella época de la Guerra Fría.
Desde el inicio del movimiento, la Dirección Federal de Seguridad (DFS) llevó a cabo una gigantesca labor de acopio de información para su propio uso, pero a la vez fabricó versiones fantasiosas para el consumo popular que difundieron los medios de comunicación.
A tono con la histeria anticomunista, esas versiones hablaban de extranjeros “subversivos” que eran “un peligro para México” y, con gran ostentación, la policía confiscó o destruyó libros, tanto de corte político como académico e incluso de promoción cultural, por considerarlos “propaganda comunista”, sea por estar en el local del Partido Comunista, que fue allanado por las fuerzas del orden, o simplemente por haber sido impresos en la entonces Unión Soviética o en China.
La barbarie de esos hechos, basados en la ignorancia y en el fanatismo, pasó desapercibida para una opinión pública en la que se había despertado el odio anticomunista, que se intentaba canalizar en apoyo al gobierno de Díaz Ordaz.
La irracional desmesura de la guerra contra “el comunismo” condujo a lanzar a las tropas y a los vehículos blindados contra estudiantes de escuelas y universidades que comulgaban con ideales de justicia social, en boga en esos tiempos.
En contraste, el gobierno de Díaz Ordaz glorificó el papel del Ejército, al que se suponía inmerso en la “lucha contra la subversión” que, se alegaba, quería sabotear el protagonismo de México como anfitrión de las Olimpiadas.
Empresarios poderosos, dirigentes e ideólogos de grupos conservadores católicos se contaron entre los partidarios más entusiastas de la represión sangrienta contra el movimiento estudiantil.
Uno de ellos era Salvador Abascal Infante, dirigente histórico del sinarquismo en la década de 1940, y quien en su momento fue partidario entusiasta de la represión diazordacista.
En su libro La revolución mundial. De Herodes a Bush, Tradición, México, 1992, Abascal Infante afirmó: “el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, la guerrilla comunista lanzó una luz de bengala, como señal convenida, y sus tiradores, posesionados de varios edificios, abrieron el fuego contra las tropas […] Con graves pérdidas propias dominó el Ejército la situación […] Cayó también gente del pueblo, se dice que aun mujeres y niños, llevados allí a propósito por la guerrilla comunista. El saldo fue de 28 muertos y 200 heridos, incluyendo a Toledo, dos oficiales y muchos soldados…
“Todo aquel movimiento fue fruto de la escuela cardenista. Insuficientes habían sido las aisladas medidas que contra el cardenismo había tomado Díaz Ordaz meses antes, como la destitución del comunista director del Fondo de Cultura Económica […] como el derrocamiento del doctor Chávez de la Rectoría de la Universidad Nacional, para lo cual se valió del MURO [Movimiento Universitario de Renovadora Orientación], organización estudiantil de derecha, que no tendrá ya ningún otro triunfo por ser demasiado minoritaria…
“Julio Scherer –Schererstein– director de Excélsior, justificaba todo lo ocurrido atribuyéndolo al ‘ardor y la pasión juvenil’ y echaba toda la culpa sobre Díaz Ordaz y el Ejército, que en esa ocasión mereció la simpatía del pueblo.”
Cuatro décadas después, Carlos Abascal Carranza, hijo de Salvador Abascal, a quien ayudaba en la redacción de algunos de sus libros, ocuparía la Secretaría de Gobernación en el gobierno deVicente Fox.
Durante el gobierno de Fox se creó la Fiscalía Especial para los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp) para investigar y castigar los delitos cometidos en el pasado por funcionarios que en las épocas priístas participaron en dicha represión y Guerra Sucia.
La aparente intención de ese proyecto era en sí misma inobjetable, y ciertamente fue valiosa y honesta la labor de los investigadores que directamente participaron en las correspondientes pesquisas históricas que aparentemente harían justicia a los familiares de las víctimas y a la sociedad mexicana.
La derecha en el poder tenía interés en enjuiciar al expresidente Luis Echeverría, personaje que siempre ha sido odiado por las fuerzas católicas conservadoras y empresariales.
Ese odio no tiene su origen en la masacre del 2 de octubre, ni en otros hechos de la posterior Guerra Sucia, pues en su momento los sectores derechistas fueron los que más enérgicamente exigieron una represión anticomunista, sino por haber impulsado durante su sexenio algunas medidas progresistas como el control natal, la educación con contenidos progresistas, la creación de universidades públicas, etcétera.
Por su parte, las autoridades de hace varias décadas, o sus cómplices oficiosos, hicieron desaparecer misteriosamente casi toda la información pública sobre la masacre del 2 de octubre, prácticamente todos los periódicos de esos días, como puede comprobar el lector en cualquier hemeroteca, donde, a lo sumo, encontrará alguna compilación de artículos periodísticos sobre el 68, pero no las notas de prensa, crónicas y obituarios contenidos precisamente en las páginas de los diarios.
Los investigadores de la Femospp trataban de esclarecer los hechos del pasado hurgando pacientemente en los acervos confidenciales de la extinta Dirección Federal de Seguridad, en el Archivo General de la Nación, dependiente de la Secretaría de Gobernación que, como se ha indicado, estaba bajo el mando del ultraderechista Carlos Abascal, educado como simpatizante de esa represión y enemigo a ultranza del llamado “comunismo”.
En fin, la mencionada Fiscalía, que encabezó Ignacio Carrillo Prieto, ya es parte del anecdotario del inepto y torpe gobierno foxista, pero hay realidades mucho más dramáticas y recientes.
La guerra contra las drogas
Si en 1968 el gobierno, encabezado por Gustavo Díaz Ordaz, usó al Ejército para llevar a cabo una feroz represión contra la juventud con la consigna idiota de evitar la expansión del comunismo, apenas ayer Felipe Calderón usó al Ejército durante todo su sexenio para masacrar a muchos mexicanos con la consigna idiota de la “guerra contra las drogas”, es decir, evitar el consumo de drogas mediante la lucha contra el narco.
En 2011, un articulista resumió así la supuesta guerra contra el narco: “[…] Felipe Calderón Hinojosa le declaró la guerra al narcotráfico desde el inicio de su mandato, utilizando el eslogan de: ´para que la droga no llegue a tus hijos´. Los resultados de esta lucha han sido desastrosos para nuestra sociedad” (Fernando Carreño de la Rosa, “Para que la droga no llegue a tus hijos”, 27 de febrero de 2011, www.sdpnoticias.com/columnas/2011/02/28/para-que-la-droga-no-llegue-a-tus-hijos ).
Se trataba, simplemente, de repetir la desastrosa estrategia punitiva que a principios del siglo XX se llevó a cabo en Estados Unidos contra el alcoholismo mediante la llamada Ley Seca, con toda su secuela de gangsterismo y crímenes, sólo que en el caso del panista, naturalmente, la guerra no era contra el alcohol, sino contra las drogas.
Para llevar a cabo esa pretendida lucha contra el narco –cuya única solución sería la despenalización de las drogas– Calderón sacó al Ejército a las calles y a las carreteras y lo usó en labores de tipo policiaco durante todo el sexenio.
La llamada “guerra contra las drogas” derivó en un verdadero genocidio, al grado de que, en los medios de comunicación, el gobierno calderonista pregonaba hasta el cansancio, en sus famosos spots, que el Ejército había logrado matar (“abatir”) a muchos “capos” del narcotráfico.
La estrategia militarista de Calderón supuestamente encaminada a combatir al narco estaba motivada por la necesidad del espurio expresidente de legitimarse luego del fraude electoral de 2006.
Con ella buscaba también controlar la inconformidad popular que desde un momento enfrentó su gobierno; recordemos que al inicio del mismo, Calderón tenía que encarar los cuestionamientos de la resistencia popular (el llamado “marcaje”) en cada acto público donde se presentaba.
En noviembre de 2012, a pocos días de que terminara el mandato de Calderón, arreciaban las críticas contra él, de tal suerte que en un artículo se señalaba directamente: “…Felipe Calderón Hinojosa no ganó las elecciones, según la convicción de millones de mexicanos y variadas y múltiples evidencias. Calderón llegó por la puerta trasera del Congreso de la Unión a rendir protesta, en un recinto legislativo rodeado por miles de soldados y policías.
“Tenía el poder, pero no la legitimidad. Entonces acudió a una vieja estratagema del poder: crear o magnificar una amenaza para legitimar el uso de la fuerza, esforzarse por unificar a la opinión pública a su favor y tratar así de ganar la legitimidad que el pueblo no le dio en las urnas.
“Matices más o matices menos, así se explica el origen de la guerra en contra del narcotráfico lanzada por Calderón […] Para enfrentar esa guerra que declaró, Calderón se apoyó en las Fuerzas Armadas tal vez como pocos presidentes de México en la época posrevolucionaria” (Rubén Martín, “Calderón y la apología al militarismo”, 5 de noviembre de 2012, http://eleconomista.com.mx/columnas/columna-especial-politica/2012/11/05/calderon-apologia-militarismo ).
El combate al narco y a la adicción a las drogas fue la tónica del gobierno de Calderón, adicto incorregible al autoelogio, que en 2010 se comparaba él mismo nada menos que con Miguel Hidalgo.
Proclamaba: “’Así como Miguel Hidalgo abolió la esclavitud, a nosotros nos toca abolir otra esclavitud, la de las adicciones’, afirmó el presidente Felipe Calderón al hacer un parangón entre la lucha de Independencia y su guerra contra las drogas” (Claudia Herrera Beltrán, “Compara Calderón su guerra contra las drogas con la lucha del cura Hidalgo”, La Jornada, 26 de junio de 2010).
Por una ironía de la historia, casi al mismo tiempo que Calderón terminaba su mandato, cobró fuerza la tendencia internacional a despenalizar las drogas, al menos algunas de ellas, como la mariguana, cuyo uso ya se ha legalizado en varias entidades de Estados Unidos.
Felipe Calderón debe rendir cuentas ante la sociedad por los saldos de su ilegítima y criminal gestión.
En febrero de 2014, la reaparición pública de Calderón en México provocó protestas con pancartas donde se le reprochaban los 100 mil muertos que durante su sexenio produjo la llamada “guerra contra el narco”, cifra que hace palidecer la de la guerra contra “el comunismo” encabezada hace medio siglo por Gustavo Díaz Ordaz.
A pesar de que hay discrepancias en cuanto al número exacto de víctimas de la “guerra” de Felipe Calderón, se sabe que cobró decenas de miles de vidas, es decir, una cifra muy superior a la de las víctimas de la represión anticomunista de las décadas de 1960 y 1970.
Así, el Informe histórico de la mencionada Femospp, publicado en 2008, cita cifras que van de 26 a 325 muertos, y algunos miles de heridos, así como alrededor de 20 bajas entre soldados y policías, en la noche de Tlatelolco (Informe histórico presentado a la sociedad mexicana. Documentos fundamentales, Femospp, México, 2008, páginas 164-170).
Vidas de mexicanas y mexicanos que se perdieron en aras de una política autoritaria e irracional, pero muchísimas más cobró la llamada “guerra contra el narco”: literalmente, 1 mil veces más: no 100 o 200 sino 100 mil muertos; no una veintena de soldados y policías muertos, sino 3 mil: en octubre de 2012, la Procuraduría General de la República dio a conocer que cerca de 3 mil agentes policiacos y militares habían muerto en la llamada guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón (www.pueblaonline.com.mx/index.php?option=com_k2&view=item&id=31195:3-mil-polic%C3%ADas-y-militares-han-muerto-en-el-sexenio-de-calder%C3%B3n&Itemid=155 ).
Como ha documentado Nancy Flores Nández, autora del libro La farsa detrás de la guerra contra el narco (Océano, México, 2012): “Soldados, marinos y policías federales abatieron a 4 mil 182 civiles entre diciembre de 2006 y marzo de 2013…” (Contralínea 371 , 2 de febrero de 2014).
En ambos casos, la estrategia terrorista del gobierno se basó en ideas aberrantes: hace 6 décadas, en luchar contra la ideología “comunista”; hace apenas unos años, con Calderón, en negar la libertad personal para decidir qué sustancias se desean consumir.
Dos políticas sanguinarias por sus resultados y absurdas por sus premisas.
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