En un artículo reciente, “Por qué Estados Unidos va a perder la guerra de precios del petróleo”, la empresa estadunidense Bloomberg señala que “quizá sea hora de que el gobierno de Estados Unidos evalúe si quiere subir la apuesta en [la] guerra de precios”, porque “ésta podría ser una larga y sangrienta batalla de resultado incierto […]. En general –agrega Bloomberg– es una mala idea hacerse el gallito en una guerra de precios. Por definición, todos se van a ver afectados, y cualquier victoria puede ser sólo relativa. El ganador es aquel que puede soportar más sufrimiento”.
La sugerencia de Bloomberg es la conclusión de la siguiente narración: como es improbable que Arabia Saudita y otros grandes productores petroleros de Oriente Medio reduzcan su producción, al igual que Rusia o Estados Unidos que han elevado su extracción, los precios del crudo mantendrán su caída. La consecuencia lógica será la disminución del número de plataformas petroleras y de pozos en operación, debido al cierre de los que proporcionan unos cuantos barriles por día, y la declinación de la producción cuyos costos marginales resulten poco rentables o improductivos ante las cotizaciones actuales. De hecho, esa situación ya empieza a resentirse en Estados Unidos, según Bloomberg.
Un precio de 40 dólares por barril o menos, como pronostica Goldman Sachs, deja, ipso facto, a 1 millón 500 mil barriles diarios con un flujo de caja negativo, debido a que sus costos de extracción superan los precios del mercado. Ellos se ubican en los campos de arenas bituminosas de Canadá, Estados Unidos y Colombia. Aunque ello no quiere decir que esa producción de esquisto se esfume y disminuya la oferta internacional. Porque una gran número de empresas estadunidenses de fracturación hidráulica (fracking) se verán obligadas a mantener la extracción y a contabilizar las pérdidas. Al menos durante un tiempo: en espera de mejores vientos, pues tienen que cubrir sus adeudos, estimados globalmente en alrededor de 200 mil millones de dólares.
En esas circunstancias es difícil pensar en la renegociación de los pasivos. Tampoco es complicado suponer que las compañías más apalancadas se hundirán en la vorágine petrolera, y las que logren capear el vendaval tendrán dificultades para fagocitarse a las naufragadas, porque carecerán de la liquidez y del crédito necesario, merced al recelo de los grupos financieros sobre la viabilidad de estas empresas y la calidad de sus activos.
Deborah Rogers, directora ejecutiva del Energy Policy Forum, señala en su trabajo Esquisto y Wall Street: ¿estuvo orquestada la bajada de precios del gas natural?, de 2013, que la propia industria admite que el 80 por ciento de los pozos de esquisto “pueden ser antieconómicos”. Que la recientemente depreciación masiva de los activos cuestiona la viabilidad financiera de los mismos y de las mismas empresas de esquisto. Que en un determinado caso, los activos se han liquidado por algo más del 50 por ciento del precio de compra.
Bloomberg no descarta la insolvencia y la quiebra de empresas en la industria del esquisto, debido a sus altos costos de producción por barril, comparados con los de los oferentes tradicionales y los bajos precios actuales del mercado. Ello podría reducir la producción de ese tipo de petróleo. Pero sus efectos alcistas sobre los precios serán escasos, pues estos son inelásticos a los cambios de corto plazo en la oferta y la demanda.
Tampoco desecha la fusiones de firmas, fenómeno que no sería novedoso ni exclusivo. En 2011, por ejemplo, ante el deterioro de sus flujos de caja, aun con los precios altos, entre otros factores, las principales compañías que impulsaron el auge de petróleo y del gas no convencional, Encana, Range Resources, Chesapeake y Quicksilver Resources, se mostraron renuentes a mantener sus inversiones, renunciaron a proyectos de gaseoductos y oleoductos, a la emisión de ofertas públicas de adquisición (la compra de acciones para ampliar su presencia en una empresa) y a los acuerdos de inversiones comerciales conjuntas (joint ventures), y decidieron liquidar la mayoría de sus activos e iniciaron negociaciones con las multinacionales que controlan al sector. En países como el Reino Unido, Polonia o Ucrania se han abandonado proyectos de crudo y gas esquisto.
La quiebra y fusión seguirá la lógica de la acumulación capitalista descrita por Carlos Marx: el proceso de concentración y centralización de capitales, común en las crisis económicas; la formación de monopolios y oligopolios, que se disputarán el control de la producción y el mercado de hidrocarburos no convencionales. Tal y como sucede en la producción tradicional de hidrocarburos, donde participan las corporaciones como Exxon Mobil, Estados Unidos; Royal Dutch Shell, Holanda; Chevron, Estados Unidos; British Petroleum, Reino Unido; Total, Francia; y ConocoPhillips, Estados Unidos, que también intervienen en el sector del esquisto, y que, asimismo, resienten enormes cargos por el deterioro en sus activos relacionados con esquistos, como son los casos de Exxon Mobil o Royal Dutch Shell. Esta última había anunciado que pretende vender el 50 por ciento de sus activos de América del Norte.
Sin embargo, lo más preocupante para Bloomberg es que el Estado se vea obligado a subsidiar a esos productores; el riesgo que la “revolución” del esquisto se reduzca al canto de las sirenas; y que la esperada soberanía petrolera estadunidense termine en un sueño, en caso de que las cotizaciones no recuperen el horizonte perdido de los 100 dólares por barril como mínimo, vital para reanimar la tasa de ganancia del herido esquisto, durante un periodo prolongado.
A Bloomberg, empero, en la red de su análisis se le escapa un detalle de fondo en la guerra de precios que apenas vive sus primeras batallas. Algo similar a lo que en 1978 Paul Volcker denominó como la “desintegración controlada de la economía mundial”. Volcker, en ese entonces titular de la Reserva Federal estadounidense, dijo que “resulta tentador contemplar el mercado como un árbitro imparcial. Pero [ante] la conveniencia de mantener la libertad de acción de la política nacional, Estados Unidos optó por lo segundo”. Su país decidió “lanzar la economía mundial hacia un flujo caótico, pero extrañamente controlado, hacia el laberinto del Minotauro global”, como dijera el economista griego Yanis Varoufakis.
En otras palabras, la “desintegración controlada” de la década de 1970, que toca a vuelo las campanas por el orden de posguerra de Bretton Woods, surgido en 1944, bajo el liderazgo estadunidense, el cual había dejado de ser funcional para los intereses hegemónicos de esa nación; y remodela arbitraria y unilateralmente las reglas del juego que determinan el funcionamiento del sistema capitalista mundial, con el objeto de preservar y consolidar la supremacía estadunidense, en la nueva y caótica estructura neoliberal, de mercados desregulados y globalmente integrados.
De manera similar, la industria mundial de hidrocarburos enfrenta su proceso de “desintegración controlada”, a través de la llamada “revolución del esquisto” (antaño a los esquistos se les llamaba despectivamente junk rock, “piedra basura”, según Deborah Rogers). De la producción del gas de lutita (shale gas) y del petróleo de esquistos bituminosos (shale oil), obtenidos por medio de la fracturación hidráulica, cuya producción es liderada por Estados Unidos.
El Consejo de Relaciones Exteriores estadunidense ha señalado que el auge del fracking se ha convertido en un instrumento para reafirmar el poder de Estados Unidos en el mundo y “transformar el panorama energético global”.
En esa “revolución” descansa, por un lado, la retórica estadunidense de su independencia y seguridad energética. Con su vertiginosa producción de crudo registrada entre 2008 y 2014, la cual aumenta en 75 por ciento, revierte la declinación de sus campos tradicionales, cuya extracción en el primer año citado había retrocedido a sus niveles registrados a finales de la década de 1940, busca reducir la vulnerabilidad de su voraz consumo de las importaciones y generar excedentes exportables.
El tormento estadunidense por su dependencia petrolera ha sido una constante desde el embargo árabe de 1973, obligándolo a buscar fuentes de abastecimiento más seguras. Esto explica la reducción de sus compras de crudo del Golfo Pérsico y de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), que bajan de 37 por ciento y 86 por ciento del total en 1977 a 26 por ciento y 45 por ciento en 2014, según datos de la Agencia Internacional de la Energía (AIE).
Ella ha sido compensada en América. Sobre todo con las importaciones de Canadá, México, Venezuela (miembro de la OPEP), cuyo peso en el total se eleva de 11 por ciento a 54 por ciento. Canadá, empero, es quien se vuelve su principal abastecedor (eleva su participación de 4.2 por ciento a 33 por ciento), pues la participación de los otros dos países declina gradualmente. En el caso de México, debido a la declinación de sus reservas y su producción. En el otro, por el acenso de Hugo Chávez al poder (ver gráfica 1).
Por otro lado, sirve como sostén para sus intereses geopolíticos, que buscan reformular la estructura del mercado petrolero internacional y controlar su funcionamiento. En esa perspectiva se ubica la disputa hegemónica global y regional (Oriente Medio, Asia Central, el Este de Europa –Ucrania–, la intervención en los países del exbloque del Este), en contra de Rusia, China, Irán, Siria, Libia o Venezuela, entre otros países.
La desestabilizadora guerra de precios del crudo no es más que la continuación de esos conflictos, que en algunos casos ha trascendido al terreno militar.
El gambito saudita
En esa perspectiva, los estadunidenses han contado con un importante y tortuoso aliado: Arabia Saudita, que, por su parte, juega una interesante y complicada partida de ajedrez en la búsqueda de un delicado equilibrio entre los intereses económicos, petroleros y geopolíticos estadunidenses, los suyos propios y los de países de la OPEP.
¿Sería más preciso hablar de una carambola política de tres bandas?
Los sauditas abren la guerra de los precios con un gambito.
Como dice Leon Leschus, del Instituto de la Economía Mundial, de Hamburgo, al negarse a recortar su producción hasta la fecha y al presionar a los otros miembros de la OPEP a actuar en la misma perspectiva, pese a la oposición de Irán, Venezuela o Ecuador, agobiados financieramente por la crisis de las cotizaciones, los sauditas declinan asumir su papel tradicional de productor de equilibrio (productorer swing) de la oferta y la demanda petrolera. Es decir, de ejercer su poder en el mercado para influir en la dinámica de los precios (reducir su oferta para elevarlos; ampliarla para derrumbarlos; mantenerse pasivos como en este momento para generar un ambiente de incertidumbre, pánico y especulación), potestad concedida por la sencilla razón de que es el mayor productor de la OPEP. Los sauditas producen el 27 por ciento del petróleo total de la OPEP, y son el segundo oferente más importante, después de Rusia y seguido por Estados Unidos. En 2014 cada uno, en ese orden, produjo, en promedio, 9.7 millones de barriles diarios (mbd), 10.5 mbd y 8.7 mbd.
Así, Arabia Saudita, en función de sus intereses de largo plazo, acepta la pérdida masiva de divisas e ingresos fiscales petroleros debido a la caída de los precios del crudo. Su estrategia, no obstante, se sostiene en sus altas reservas internacionales, estimadas en 74 mil millones de dólares a finales de 2014, la tercera más importante del mundo, sólo superadas por las de China (4 billones) y de Japón (1.3 billones).
De cualquier manera, según Marie-Claire Aoun, del Centro de Energía en el Instituto Francés de Relaciones Internacionales de París, Kuwait, Catar, los Emiratos Árabes Unidos y los sauditas pueden salir adelante con el petróleo a 70 dólares el barril, o menos, durante un periodo. En cambio, “la mayoría de los miembros de la OPEP necesitan más de 100 dólares por barril para equilibrar sus presupuestos. Si empiezan a recortar el gasto, es probable que eso les cause problemas”. Irán requiere un precio de 136 dólares y Venezuela y Nigeria de 120 dólares. Esa historia se repite para Irak, Nigeria, Argelia o Angola.
Con o sin teoría conspirativa
En un viaje realizado a Arabia Saudita en septiembre de 2014, se le preguntó a John Kerry, el secretario de Estado de Estados Unidos, que si habían hablado sobre Rusia y su necesidad de un precio del crudo por encima de 100 dólares por barril. Kerry dijo: “Arabia Saudita sabe muy bien que tiene la capacidad de influir sobre el precio del petróleo”.
Unos meses antes, en marzo, el gran buitre financiero George Soros exigía que Estados Unidos inundara el mercado con su reserva estratégica de petróleo y derrumbara los precios, con el objeto de obligarlo a que saliera de Ucrania. La lógica de Soros era elemental: “La economía rusa es débil porque los oligarcas no confían en ella y prefieren sacar su dinero del país”. Frank Umbach, del European Center for Energy and Resource Security, del Kings College de Londres, rememora algo: en 1986, el precio del petróleo bajó más de un 50 por ciento y ése fue el comienzo del colapso de la Unión Soviética”. Umbach, sin embargo, rechaza la teoría de la conspiración (www.dw.de/petr%C3%B3leo-todos-contratodos/a-18090703).
Lo cierto es que la caída de los precios y la política saudita se combinan admirablemente con la cruzada global y hegemónica estadunidense en contra de Rusia, donde el conflicto ucraniano sólo es un campo de batalla más. La presencia rusa en Oriente Medio resulta asimismo intolerable para esos socios.
Lo cierto es que Rusia también necesita un precio de 100 dólares por barril. Otros estiman que es de 115 dólares, el cual le permitiría cubrir sus crecientes gastos sociales y militares, así como compensar las sanciones económicas, comerciales y financieras impuestas por Occidente.
El petróleo y el gas le proporcionan a Rusia el 68 por ciento de sus divisas por concepto de exportaciones y el 50 por ciento de sus ingresos. Además de la pérdida de ingresos petroleros, ese país ha resentido significativamente el cúmulo de sanciones impuestas por los estadunidenses y la Unión Europea, a raíz de la crisis ucraniana, la grave sangría por la fuga masiva de capitales (128 mil millones de dólares en 2014 y se espera en 2015 salga otros 100 mil millones, según el banco central ruso) y la especulación en contra de su moneda. Para tratar de contrarrestar los efectos desestabilizadores de los dos últimos puntos, el banco central se vio obligado a sacrificar 120 mil millones de dólares de las reservas internacionales (que cayeron de 510 mil millones de dólares a 389 mil millones de dólares) y a elevar espectacularmente sus tasas de interés de referencia en 2014 (de 6.5 por ciento a 18 por ciento, 177 por ciento, nada menos). Por desgracia, no se pudo evitar la macrodevaluación anual de 61 por ciento de su paridad compuesta, que pasa de 38.24 rublos por dólar estadunidense-euro a 61.70 rublos por dólar estadunidense-euro.
En esas circunstancias era inevitable que Rusia se hundiera en la recesión en la segunda mitad de 2014, la cual posiblemente se extienda hasta 2016, al menos. Para 2014 se espera que crezca 0.3 por ciento; en 2015 en cero por ciento; en 2016 0.1 por ciento; y en 2017 en 1.6 por ciento.
Sin duda, el golpe económico fue mortal. Pero el conflicto tiene sus aristas político-militares, y ha servido para reforzar la alianza rusa-china-iraní, en la disputa por la hegemonía capitalista.
Por añadidura, la política saudita refuerza las presiones de la Casa Blanca (y de Israel) en contra de Irán, también sometida a sanciones, debido a su programa nuclear, entre otros aspectos.
Venezuela, otro objetivo de Washington, tampoco se escapa del desastre, debido a su petrodependencia comercial y fiscal. El crudo le proporciona más del 90 por ciento de las divisas y la mitad de los ingresos presupuestales. La caída de los precios, los problemas en la conducción del país por parte de los herederos de Hugo Chávez y la lucha con la oposición, han hundido al país en una crisis política y económica impredecible. Venezuela sufre una crisis recesiva (el producto interno bruto se contrajo en 4 por ciento en 2014) e inflacionaria (64 por ciento), y apenas dispone reservas internacionales por 22 mil millones de dólares para enfrentar la pérdida de divisas.
En un segundo plano, con relación a Irán, el arma petrolera empleada por Arabia Saudita tiene un par de intereses particulares: la disputa geopolítica por el liderazgo en Oriente Medio. La lucha soterrada y sangrienta se lleva a cabo en los países de la región: Irak, Libia, Siria, Líbano, Egipto, Yemen, entre otros, a través de los gobiernos aliados y el financiamiento de las diversas falanges fundamentalistas; la necesidad de impedir la eliminación de las sanciones a Irán, que han limitado su producción petrolera. Su eliminación podría llevar al país persa añadir 1 millón de barriles diarios más a sus 2.8 millones que, en promedio, extrajo en 2014.
En un tercer nivel se encuentra la intención saudita por afianzar su importancia en el mercado petrolero ante los productores independientes, como es Rusia, y los miembros de la OPEP, entre los que destacan Irán, Irak y Argelia, cuya ampliación de producción afecta a los sauditas.
En un cuarto orden destaca un aspecto que distancia a los sauditas de Washington: su deseo por expulsar del mercado petrolero a los productores marginales, de altos costos. Entre ellos se contabilizan los de la “revolución del esquisto” y de aguas profundas, caros para el sueño estadunidense de su soberanía energética y de su control de hegemónico de los hidrocarburos. Ella es una amenaza existencial para la OPEP y Arabia Saudita.
No sería extraño, por tanto un próximo conflicto entre los sauditas y los estadunidenses.
Como dijo José Martí: “En política lo más importante es lo que no se ve, o no se habla”.
La disminución de los precios en el inicio refleja el ambiente de incertidumbre que priva en el mercado petrolero: la persistente sobreoferta del crudo; la debilitada demanda; las malas noticias sobre el crecimiento internacional; los tensos conflictos sociopolíticos.
La apuesta sobre la evolución del precio del crudo se ha convertido en un aquelarre.
Incluso para los intereses hegemónicos estadunidenses.
A finales de diciembre de 2014 la empresa Reuters levantó una encuesta entre 30 economistas y analistas y ellos proyectaron que el Brent promediaría 74 dólares por barril en 2015, 8.50 dólares menos que en sondeo anterior, y 80.30 dólares en el 2016.
La estadunidense AIE mantiene su optimismo moderado. En su Short-Term Energy Outlook, de mediados de enero, pronostica que el precio del Brent y del West Texas Intermediate (WTI) registrará su nivel más bajo en el primer bimestre del año, 49 y 46 dólares por barril, respectivamente, lo que afectará a la producción. Esto ayudaría a la reanimación de las cotizaciones, las cuales podrían cerrar el 2015 en 70 y 67 dólares, en cada caso. El promedio anual las estima en 54.58 y 57.58 dólares, contra los 99.02 y 93.26 dólares de 2014. Para 2016 los calcula en 75 y 71 dólares (ver gráfica 2).
El hecho es que entre junio de 2014 y enero de 2015 el Brent y el WTI perdieron el 56 por ciento de su valor nominal. Cayeron de 111.80 y 105.79 dólares por barril a 48.79 y 45.59 dólares, en cada caso. Una pérdida nominal de 56 por ciento. O de 60 por ciento y 58 por ciento, desde abril de 2011, cuando el Brent valía 123.26 y el WTI 109.53 dólares.
En la guerra de cifras, Goldman Sachs aventura los 40 dólares como piso del desplome. Mike Wittner, de la Societé Generale, estima que ese nivel es sólo una parada, porque “nos vamos a ir por debajo de los 40 dólares”. Francisco Blanch, del Bank of America Merrill Lynch, vaticina que caerán hasta los 35 dólares.
Bob Janjuah, de Nomura, dice que “puede que el petróleo a corto plazo suba, pero la estrategia Saudí enviará el precio hasta la horquilla de los 30-35 dólares por barril”. El país árabe prefiere la competencia de los precios para mantener su cuota de mercado a largo plazo, antes que recortar su producción. Esa cotización pondrá en alerta a la economía estadunidense, porque una gran parte de los empleos creados en los últimos años han nacido directa o indirectamente de la industria del fracking, y tal actividad va a sufrir mucho con los precios que caigan hacia los 30 dólares.
El fondo del piso, sin embargo, se avizora en las palabras malditas del ministro saudita del petróleo, Ali Al-Naimi, quien dijo, después de la reunión de la OPEP, a finales de noviembre de 2014, que ni siquiera un barril a 20 dólares su país y el organismo recortaría la producción. Esa postura fue refrendada el 13 de enero por el ministro de Energía de los Emiratos Árabes Unidos, Suhail Mazrui, quien agregó que la OPEP no protegerá los precios y culpó a los productores estadunidenses de esquisto de su desplome al inundar el mercado con un crudo caro.
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