En tiempos de Alfonso XIII se legislaba para protegerse del enemigo comunista o anarquista. Bajo la dictadura de Francisco Franco los enemigos eran los rojos, los masones, los ateos y otros miedos inventados bajo la “conspiración judeo-masónica”, como si tuvieran algo que ver. Junto a conductas que condenaban como atentado a nuestra idea imperial y salvadora de las esencias de la “patria”. En la Transición, a los cachorros de esos tiempos, el terrorismo de Euskadi Ta Askatasuna (ETA, por su sigla en vasco) o del Grupo de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) les sirvió muchas veces para medidas de excepción propias de regímenes totalitarios. Algunos familiares de víctimas de execrables crímenes terroristas, a veces, dan la impresión de que con la mano dura se vivía mejor. Sus muertos han tenido justicia y sus familiares compensaciones debidas. Pero no es de recibo su militancia en una actitud vengativa. Al final de esta legislatura de una derecha desnortada y ante unas elecciones en las que necesitan esos votos del miedo que consideran suyos, les dio por endurecer leyes como la de la interrupción del embarazo, la supresión de educación para la ciudadanía, privatización de la sanidad, educación e indignos recortes de derechos sociales y parecen adalides del capitalismo más atroz y del regreso a políticas de rescate de bancos y cajas de ahorro, mantenimiento de sociedades de inversión de capital variable y connivencia con poderes trasnacionales para no abordar una reforma fiscal imprescindible. Este gobierno ya parece tener su enemigo que le sirva “como factor de integración social” para endurecer las penas y llegar a la inhumana prisión permanente revisable, es decir, la cadena perpetua que ahoga toda esperanza de recuperación personal y de reinserción social.
Los delitos son siempre odiosos. Algunos nos hieren de modo particular: los que tienen que ver con agresiones a menores, ensañamiento hacia las víctimas, la sinrazón del terrorismo, escribía hace unos años Mercedes Gallizo, antigua secretaria general de Instituciones Penitenciarias, en un artículo memorable. La ley castiga a quien se desvía, le lleva a prisión durante un tiempo, pero no condiciona el final del cumplimiento de la condena a que el asesino se arrepienta, el drogadicto se cure, quien hizo un daño lo repare. Y el cumplimiento íntegro de la pena es una realidad en España desde la reforma del Código Penal de 1995. Alargar el tiempo de alguien que está en prisión es contrario al derecho español y no tenemos legitimidad para hacerlo. Tampoco es legítimo imponer nuevas penas a quienes ya cumplieron la que se les impuso.
La reeducación y el tratamiento, además de formar parte de nuestros valores, son la única alternativa real para conseguir una reinserción social futura.
Algunos sistemas políticos adoptaron medidas extremas frente a determinados delitos: cortar la mano al que roba, aplicar la pena de muerte al asesino, o dar toques eléctricos en el cerebro de un agresivo para anular su capacidad de reacción.
A quienes creemos en los derechos humanos, nos repugna éticamente vivir en un mundo que haya de funcionar así. Además, estas medidas han sido inútiles. Son más una expresión de la venganza social y de la impotencia frente a ciertas cosas que medidas eficaces para prevenir nuevos delitos, nuevas aberraciones cometidas por éstas u otras personas.
Tenemos algunos males sociales sin resolver. La atención a enfermos mentales, o con problemas sicológicos y conductuales profundos, a quienes necesitan alguna droga para realizarse, no puede ser residual, ni estar en manos de la beneficencia o del sacrificio de las familias, y tenemos que responsabilizarnos todos para construir una sociedad justa y solidaria. Dedicar medios humanos y materiales a prevenir estas conductas. Tener un sistema penitenciario volcado en su recuperación y la reinserción y establecer medidas de seguridad para controlar a quienes sean impermeables al tratamiento sicológico y a la reeducación.
Cuando se dejan los muros de una prisión, afirma Mercedes Gallizo, debe funcionar un sistema de apoyo y control social adecuado. Y una asistencia médica y siquiátrica eficiente. Pero no como un añadido a la pena que ya se cumplió ni como una justificación del fracaso de la ley, sino como una alternativa razonable, científica, proporcionada y más justa a la mera reclusión de quien tiene un problema que le daña a él mismo y que produce un daño irreparable a otros.
De ahí nuestro rechazo a la cadena perpetua, por muchos distingos que se le hagan, porque matan la esperanza que es el más firme apoyo de las personas privadas de libertad.
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