A inicios del siglo XIX, en diversas regiones de lo que hoy se llama América Latina, se iniciaron las luchas por la independencia, a fin de romper con el colonialismo ibérico. El proceso culminó con las batallas de Junín y Ayacucho en 1824. Al mismo tiempo, en las diversas regiones emancipadas, se establecieron una veintena de países, aunque el coloniaje siguió en Cuba y Puerto Rico, que sólo se independizaron de España en 1898.
Juan J Paz y Miño-Cepeda*/Prensa Latina
Pero la construcción de los diversos Estados nacionales latinoamericanos se convirtió en una tarea titánica porque, a raíz del proceso independentista, se consolidaron los regímenes oligárquicos, que frustraron los ideales republicanos de libertad, democracia, soberanía e igualdad, forjados durante la época de las revoluciones anticoloniales.
A la par, como países “libres”, los latinoamericanos debieron confrontar un mundo absolutamente distinto al de la época colonial, pues en Europa y Estados Unidos habían nacido potencias capitalistas y expansionistas, que no dudaron en competir por incorporar los nacientes países a su órbita económica y de influencia geopolítica.
Para asegurar su presencia en todo el continente, en el siglo XIX surgieron en Estados Unidos dos políticas diplomáticas: el monroísmo y el destino manifiesto (Manifest Destiny). El presidente James Monroe (1817-1825) fue quien proclamó “América para los americanos”, una consigna que, si bien intentaba frenar cualquier intento de reconquista colonial europea, se convirtió en norma de comportamiento de Estados Unidos en el continente.
A ella se unió la idea, propuesta por John L O’Sullivan (julio de 1845) y escrita por primera vez en la US Magazine and Democratic Review 5), según la cual “nuestro destino manifiesto es abarcar el Continente”, que de inmediato se transformó en otra norma de conducta para justificar las intervenciones estadunidenses en Latinoamérica en pleno siglo XIX, como la ocurrida en México (1846-1848), que cercenó al país medio territorio, o la “guerra cubano-hispano-americana” (1898) a través de la cual Estados Unidos intervino en Cuba.
El americanismo contenido en las “doctrinas” señaladas tuvo su punto culminante con Theodore Roosevelt (1901-1909), quien sin empacho alguno proclamó no sólo el dominio estadunidense en todo el continente, sino el “derecho” a la intervención directa para defender los intereses económicos de ese país. El “corolario Roosevelt”, como ha sido denominada esta comprensión del monroísmo, inauguró la era del imperialismo estadunidense.
Desde luego, el expansionismo de estados Unidos sobre América Latina despertó fuerzas patriotas dispuestas a enfrentar esa diplomacia “americanista”, que arrasaba con cualquier principio de soberanía nacional en la región. En Ecuador, el liberal radical Eloy Alfaro (1842-1912), si bien admiraba a ese país norteño, también comprendió el manejo interesado del monroísmo; y, con el propósito de examinar la manipulación de esa doctrina, convocó a un congreso internacional de las naciones del continente que debía realizarse en México, a partir del 10 de agosto de 1896. Alfaro aspiraba, igualmente, a tratar el tema de la independencia de Cuba, a la que siempre apoyó, y la reivindicación de Venezuela sobre la Guayana Esequiva.
Ese congreso fue abiertamente boicoteado por míster Olney, secretario de Estado de Estados Unidos, quien incluso llegó a argumentar que Ecuador carecía del “prestigio” suficiente para acometer semejante reunión. En consecuencia, a la cita en México sólo acudieron los representantes de ocho Estados: Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua y República Dominicana. Pero allí se aprobó un documento de enorme trascendencia antiimperialista, pues sostuvo que la Doctrina Monroe había sido utilizada, desde sus inicios, a voluntad de Estados Unidos, y era necesario someterla a un análisis jurídico a fin de que se sujetara a un derecho público internacional consensuado por toda América.
La experiencia de las reacciones latinoamericanas indujo a que Estados Unidos cambiara de estrategia sobre la región, de manera, que al calor de la expansión imperialista, se articuló un camino basado en el “consenso” de todos los países. Por esa vía, en la IV Conferencia Interamericana de 1910 celebrada en Buenos Aires, se aprobó la creación de la Unión Panamericana, que fue el antecedente histórico para el nacimiento, décadas más tarde, de la Organización de Estados Americanos (OEA) en abril de 1948.
El “panamericanismo” dio continuidad al monroísmo en el siglo XX y lucía como el gran paraguas de convergencia continental. Pero el mundo cambió con el avance del nuevo siglo: estalló la Primera Guerra Mundial (1914-1918); se produjo la Revolución Rusa (1917), de la cual nació la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el primer país socialista en el mundo; sobrevino la crisis de los años 30; luego la Segunda Guerra Mundial (1939-1945); la expansión de los países socialistas en Europa del Este; y en 1959 el gran terremoto continental: la Revolución Cubana.
El panamericanismo quedó agotado. En su reemplazo llegó la OEA y, además, en plena Guerra Fría, de modo que la flamante institución tuvo como base ideológica la defensa del mundo occidental, de su democracia y sus valores, y, en última instancia, por tanto, la preservación del continente americano como espacio propio del capitalismo bajo hegemonía estadunidense.
Nunca se imaginó en la OEA que, a 90 millas de Estados Unidos, en la isla de Cuba, se implantara el primer país socialista del continente. Así es que la defensa y preservación de la “democracia” en América y contra el “comunismo” internacional, transformaron a la OEA en un instrumento renovado de la política exterior estadunidense. El lavado de cerebro que significó la implantación de la Guerra Fría en América Latina, a raíz de la Revolución Cubana, fue de tal magnitud que el bloqueo a la isla, implantado primero por Estados Unidos, derivó (por presión de ese país) en la expulsión de Cuba de la OEA el 31 de enero de 1962, con una resolución que contó con 14 votos a favor, el de Cuba en contra, y seis abstenciones: Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Ecuador y México.
El bloqueo se impuso contra viento y marea. En el resto del continente despegaron las acciones injerencistas para terminar con gobiernos “izquierdistas”, implantar dictaduras anticomunistas y garantizar un principio de la diplomacia continental subyacente en todo momento con apariencia de consenso por el mundo “libre” y por la “democracia”: “América es para los americanos”. La OEA se estabilizó como institución de ese mundo, aunque nada hizo frente a las dictaduras terroristas del Cono Sur, implantadas, paradójicamente, para dizque garantizar una América Latina “libre”, “democrática”, pero sin “comunismo”.
Los tiempos han cambiado desde aquellas épocas. El derrumbe del socialismo alteró la historia mundial, no sólo por haber provocado el fin de la Guerra Fría, sino, sobre todo, porque se entronizó la globalización transnacional, la hegemonía unipolar de Estados Unidos y el neoliberalismo como la moderna ideología económica.
Las décadas de 1980 y 1990 en América Latina fueron las de la consagración de los principios neoliberales, impuestos a consecuencia de la crisis de la deuda externa y las acciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) en la región.
Por primera vez, sin el “peligro” de sistemas alternativos, parecía cumplirse el sueño de una América para los americanos, unificada por la misma misión económica: hacer del continente el espacio ejemplar para el mercado libre, la empresa privada y los capitales transnacionales. No hubo gobiernos que escaparan a esas orientaciones e, incluso, algunos gobernantes latinoamericanos procuraron convertirse en un ejemplo de subordinación al ideal neoliberal.
Las consecuencias de semejante “modelo” han sido ampliamente estudiadas en América Latina y particularmente resaltadas en lo económico y social por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Ha quedado en claro que las desregulaciones, aunque beneficiosas al consumismo generalizado y el auge empresarial, concentraron la riqueza como nunca antes, agravaron las condiciones de vida y de trabajo de los sectores medios y populares y afectaron a las funciones e instituciones del Estado. En Argentina, la crisis de diciembre de 2001, a raíz del “corralito”, condujo a que se sucedieran cinco presidentes en pocos días; y en Ecuador, entre 1996 y 2006 los únicos tres presidentes electos fueron derrocados. En ambos países, las revueltas ciudadanas coreaban: “¡Qué se vayan todos!”.
A partir de 1999, con el triunfo presidencial de Hugo Chávez en Venezuela y la sucesión desde el inicio del nuevo milenio de una serie de gobiernos identificados como progresistas, democráticos y de nueva izquierda, América Latina sufrió otro remezón, comparable al que décadas antes ocasionó la Revolución Cubana.
Los gobernantes progresistas pusieron en riesgo el “modelo” neoliberal continental y también la hegemonía de Estados Unidos. Y para garantizar una política de auténtica coordinación latinoamericanista, encararon la creación de otras entidades, distintas a la OEA, para que se constituyeran en el foro de las discusiones y orientaciones para una nueva integración.
En ese marco nacieron la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur, 2008 y constitución definitiva en 2011) y, sobre todo, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac, 2010). Durante la IV Cumbre realizada en Quito, en enero de 2016, el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, fue muy claro en plantear la necesidad de un nuevo sistema interamericano y expresó:
“Necesitamos un organismo latinoamericano y caribeño capaz de defender los intereses soberanos de sus miembros; la OEA nos alejó de ese propósito reiteradamente”. Añadió que ese organismo debía ser la CELAC, que incluso tendría que reemplazar a la OEA “que jamás funcionó adecuadamente, pero que es más anacrónico que nunca”; por lo cual la OEA debería convertirse en el ente de los problemas del norte, pues “las Américas al Norte y al Sur del Río Bravo son diferentes” (http://goo.gl/G1cVTS).
Puede entenderse que los gobiernos progresistas y de nueva izquierda en América Latina destaparon las reacciones de varios sectores afectados por la alteración de la economía tradicional, del régimen político que otrora controlaban y por la promoción de las clases medias, trabajadores y sectores populares como ejes de los nuevos poderes en el Estado. Partidos tradicionales, elites empresariales aferradas al neoliberalismo, medios de comunicación vinculados con estos intereses y, sin duda, el imperialismo, no han escatimado ninguna estrategia para detener a los gobiernos de nueva izquierda e incluso para derrocarlos.
En ese marco, la crisis económica desatada a partir de 2015, una serie de debilidades y errores de los propios gobiernos de nueva izquierda, así como la sucesión del triunfo presidencial de Mauricio Macri en Argentina, el golpe de Estado institucional contra Dilma Rousseff, en Brasil, y la pérdida del referendo en Bolivia sobre la reelección del presidente Evo Morales, han creado el marco nacional para que las derechas políticas y económicas refuercen el camino para su restauración en el poder, ante lo que se ha dado en calificar como “fin de ciclo” de los gobiernos progresistas.
Aprovechando la misma coyuntura, también ha renacido el interés “americanista” por intentar recobrar para la OEA el papel protagónico en defensa de la “democracia” y con el fin de acabar con el impulso que en otro momento alcanzaron Unasur y Celac.
El relativo debilitamiento de Unasur y la Celac ha creado el espacio para que el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, se lance por la recuperación de la entidad en el accionar continental. Pero lo ha hecho precisamente en el viejo espíritu con el que nació esa misma institución, porque le interesa, de repente, aplicar la Carta Democrática a Venezuela.
En efecto, en la reunión del pasado 23 de junio, Almagro sostuvo: “El Consejo Permanente debe mantenerse del lado correcto de la historia y defender a un pueblo que necesita voz”; añadió: “Estimo que existe una grave alteración del orden constitucional y democrático en Venezuela”; y concluyó:
“El que debería ser uno de los países más ricos de la región se encuentra más bien enfrentando niveles de pobreza sin precedentes, una severa crisis humanitaria y uno de los más altos índices de delincuencia en el mundo”, por todo lo cual, “El Consejo Permanente debería tomar las medidas necesarias para atender a la crisis humanitaria sin precedentes e innecesaria que sufre Venezuela (...), expresarse claramente sobre los prisioneros políticos (...) y apoyar la voluntad del pueblo venezolano en su llamado a un referendo revocatorio” (http://goo.gl/KPur6F).
Tras 4 horas de discusiones la OEA no llegó a ninguna posición contra Venezuela. Pero la derrota de Almagro y de la OEA no puede tomarse como definitiva. Si tendría éxito la gestión para que efectivamente se considere que en Venezuela existe una “crisis humanitaria” y que se aplique la Carta Democrática, entonces queda abierto el camino para la injerencia y la intervención e, incluso, la posibilidad de apartar de la OEA a Venezuela. El viejo camino de lo que ya vivió Cuba.
En la geopolítica continental por el “americanismo”, América Latina tiene que volver sobre el fortalecimiento de sus propias instituciones, de manera que la coyuntura debe servir para retomar el camino de consolidación de entidades como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), Unasur y Celac, que expresan los intereses específicos de la región, y que son distintos a los de Estados Unidos, país con el cual las mejores relaciones sólo pueden basarse en el respeto mutuo a las soberanías nacionales latinoamericanas y a sus propios “modelos” de economía, sociedad y política.
*Historiador, investigador y articulista ecuatoriano
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