Los más pobres de este país se encuentran en las comunidades indígenas. Las propias cifras oficiales así lo señalan, ya sean las nacionales (como las del Consejo Nacional de Población, Conapo, y el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Inegi) o las internacionales (como las del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD, y la Organización Internacional del Trabajo, OIT).
Puntuales, los Índices de desarrollo humano que el PNUD publica cada 2 años han señalado que alrededor de 10 municipios, con centenas de comunidades indígenas, mantienen niveles de pobreza similares a los del África subsahariana; es decir, se encuentran entre los más pobres del mundo. Y otros 100 municipios, con miles de comunidades, están apenas por encima de ese rango. En realidad, todas esas demarcaciones están sumidas en una miseria espantosa, donde no hay médicos ni escuelas; donde los niños mueren por desnutrición, piquete de alacrán o mordida de víbora; las mujeres fallecen en labores de parto, y donde los hombres sucumben ante la tuberculosis.
El panorama es el mismo ya sea en la Montaña de Guerrero o en la Sierra Tarahumara: los indígenas padecen discriminación, desprecio y despojo estructurales que los ha llevado a la pobreza extrema. Las migajas que se reparten por medio de programas asistenciales sólo aseguran su dependencia y sólo garantizan el objetivo en el que trabajan los mandamases desde hace casi 525 años: su exterminio.
Donde los indígenas se rebelan y se organizan, logran emanciparse y mejorar sus niveles de vida colectiva e individual. Donde los indígenas se mantienen pasivos, viviendo principalmente de lo que les avientan los funcionarios, la situación no sólo no mejora: cada vez es peor.
De destacarse, los casos de los tzotziles, tzeltales, choles, tojolabales y mames zapatistas, que hoy han alcanzado un nivel de vida como probablemente no habían tenido desde tiempos anteriores a la Conquista. O los na’saavi, me’phaa y nahuas de zonas de la Montaña y Costa Chica de Guerrero luchando por salir de la pobreza más atroz del país. También se podría mencionar a los purépechas de Nurío y Cherán, en Michoacán, que defienden sus montes y aguas.
A veces una calle separa a los organizados de manera autónoma o popular de aquellos que están corporativizados en un partido-gobierno y viven de la limosna. El contraste es sorprendente. La dignidad, con todo y sus problemas, de unos y la desventura de otros. En los primeros, los proyectos productivos, educativos, el deporte, la autogestión y el fortalecimiento de su lengua y cultura. En los segundos, el alcoholismo, la violencia intrafamiliar y el futuro cancelado. En San Andrés Sakamchén de los Pobres, pueblo tzotzil, me resultó sencillo distinguir en la calle a un zapatista de quien no lo es: si golpea a su mujer o ingiere alcohol, no es zapatista.
Por supuesto, los problemas, entre ellos la pobreza, no han sido superados ni en las comunidades indígenas organizadas. Desmontar medio milenio de oprobios, abusos y desventajas es una tarea que ya está en marcha pero supera, incluso, a los indígenas organizados.
Mientras, el Estado mexicano sigue destinando miles de millones de pesos, supuestamente, a los indígenas; es decir, a las mismas políticas fallidas y clientelares. Las mismas políticas que no sacan de la miseria a los supuestos beneficiarios pero sí promueven partidos y candidatos para cada proceso electoral, ya sea municipal, estatal o federal. El Informe del resultado de la fiscalización de la Cuenta Pública 2015, publicado por la Auditoría Superior de la Federación, da cuenta de que la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (Cdi) erogó 5 mil 65 millones 725 mil 800 pesos en “subsidios” para “localidades indígenas que observan carencias y rezagos en materia de comunicación terrestre, electrificación, agua potable y saneamiento”.
Del total de recursos, la ASF sólo auditó el uso que la Cdi dio a 885 millones 663 mil pesos. Se trata de 75 contratos de obra pública de infraestructura básica por 792 millones 560 mil 800 pesos y tres “convenios específicos de coordinación” con la Comisión Federal de Electricidad (CFE) por 93 millones 102 mil 200 pesos. ¿Y qué encontró la ASF?
Primero, que la Cdi no cuenta siquiera con un manual de organización actualizado ni con una estructura organizacional aprobada. El desastre en los trabajos empieza por aquí. Lo que sigue es que se adjudicaron contratos a empresas que no cumplieron con los requisitos establecidos en las bases de la licitación, por lo que no se pudo garantizar que tales procesos se realizaran con “imparcialidad y transparencia”.
Además, las obras no se entregaron en tiempo y forma, tal y como se estipulaba en los contratos. A pesar de ello, la Cdi no estableció penalizaciones a las empresas que incumplieron.
Por otra parte, en 48 obras de infraestructura las delegaciones de la Cdi en los estados no contaron con la autorización de las instancias normativas para la ejecución de los trabajos. Por si fuera poco, se firmaron actas de “entrega-recepción” de las obras sin que en realidad éstas hubieran concluido.
Es apenas lo que se asoma en la fiscalización practicada a la Cdi, la instancia encargada de las políticas públicas en favor de los pueblos, naciones y tribus de México. Volveremos, al detalle, de los casos enlistados por la ASF.
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