Es una historia de intriga política, ajustes de cuentas entre grupos de funcionarios y un aparato de Estado empecinado en encubrir los crímenes, incluso internacionalmente. Y para mantener todo oculto y garantizar impunidad, los agentes de ese Estado deben violar más leyes, acallar a los funcionarios que no se alinean y deshacerse de aquellos que pretendan seguir investigando… ¿Una novela? No, historia reciente de México.
Está hilvanada a golpe de fríos documentos (algunos recientemente desclasificados) obtenidos de instituciones mexicanas y estadunidenses, notas de prensa, testimonios judiciales y de la experiencia propia del autor, el excónsul mexicano en San Antonio, Texas, Humberto Hernández Haddad.
Se trata de la reconstrucción del vínculo, el eslabón perdido, entre el asesinato de Luis Donaldo Colosio, el de José Francisco Ruiz Massieu, el grupo de perpetradores y funcionarios del salinismo y del zedillismo: Manuel Muñoz Rocha.
Como se sabe, hasta la fecha los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu no han sido esclarecidos del todo. Y Manuel Muñoz Rocha está “desaparecido” desde hace 23 años. La pugna de facciones provocó que se utilizaran grotescamente, y hasta el ridículo, a instituciones del Estado mexicano, como la Procuraduría General de la República (PGR) y la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), con médiums de por medio, fincas encantadas, asesinos solitarios y berrinches familiares. Si no fuera porque se trata de hechos reales, de asesinatos de personas y de la utilización monumental de recursos públicos, se trataría de una farsa o una ópera bufa y no de la tragedia que es.
Luis Donaldo Colosio Murrieta era el candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a la Presidencia de la República y, todo parecía indicar, se convertiría en el titular del Ejecutivo, pues en ese entonces el tricolor no le prestaba el poder ni al Partido Acción Nacional (PAN). Fue asesinado por el “solitario” Mario Aburto, en la barriada de Lomas Taurinas, Tijuana, Baja California, el 23 de marzo de 1994.
José Francisco Ruiz Massieu era secretario general del PRI, próximo coordinador de la bancada priísta en la Cámara de Diputados y, a la sazón, cuñado de los Salinas de Gortari. Fue asesinado la mañana del 28 de septiembre de 1994, luego de que encabezara la reunión con los diputados federales de su partido.
Manuel Muñoz Rocha era diputado federal también del PRI e integrante del círculo íntimo de los Salinas, en especial de Raúl. Todo su destino ha sido un misterio desde que fue mencionado por los asesinos materiales de Ruiz Massieu como uno de los autores intelectuales. Primero, lo legisladores priístas le concedieron “licencia” para ausentarse de su cargo como diputado. Se usó para ello una carta con una firma apócrifa (así lo establecieron peritos federales). Luego desde la PGR se montó un entramado para declararlo muerto, pero los restos humanos presentados no eran suyos. Lo más cierto sobre su paradero se encuentra precisamente en el libro de Humberto Hernández Haddad, El eslabón perdido. La historia secreta de los magnicidios que cambiaron la historia de México.
Hernández Haddad demuestra que Muñoz Rocha estuvo en Estados Unidos. Él, como cónsul, informó puntualmente de todo a las autoridades mexicanas de la SRE e, incluso, de la PGR. Primero, intentaron ignorarlo. Luego lo presionaron para que desistiera. Finalmente lo amenazaron de muerte. Encontró a la nomenklatura cerrada, sin posibilidad alguna de que alguien con voluntad política y poder pudiera cumplir la ley, buscar de nueva cuenta a Muñoz Rocha y solicitar a la extradición a los estadunidenses.
Escribe el excónsul: “Cuando llevaba emitidos 120 informes del seguimiento consular que correspondía a ese asunto, el secretario [de Relaciones Exteriores, Ángel] Gurría me llamó por teléfono el 30 de mayo de 1995 alrededor de las 22:00 horas, para pedirme que no le enviara ninguno más […]. Como su llamada estuvo acompañada de amenazas de muerte y las mismas fueron refrendadas días después por el entonces presidente por medio de un enviado personal ineluctable, su propio hermano, el arquitecto Rodolfo Zedillo Ponce de León, procedí a presentar por escrito las denuncias penales correspondientes”.
En el último capítulo del libro, “Las pruebas documentales”, se reproducen varios de los oficios, instrumentos y expedientes que dan cuenta del ocultamiento de Muñoz Rocha en Estados Unidos y de la omisión sistemática de las autoridades mexicanas.
Muchos de los documentos generados por el consulado a su cargo se pudieron recuperar para la consulta pública, por medio de la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública.
“Los informes nunca se perdieron –se asienta en el libro–, pero durante 10 años, la Secretaría de Relaciones Exteriores, la Procuraduría General de la República y la Secretaría de la Función Pública, alegaron que no existían, lo que demostré en la vía judicial que eran actos ilegales de opacidad y ocultamiento. Mediante recursos de revisión ante el IFAI [ahora Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, Inai] y ejecutorías de amparo que obligaron a esas instituciones a reconocer su existencia, me entregaron copias certificadas de todos y cada uno de ellos, mismos que usé para denunciar a los servidores públicos involucrados. Ninguno de los servidores que ocultaron esos informes fue sancionado”.
A más de 2 décadas del inicio de esos acontecimientos, ¿qué razón de ser tiene el libro?, le pregunto, en entrevista, a Humberto Hernández Haddad. Por respuesta, comienza: “El derecho a saber es uno de los derechos humanos fundamentales que la ciudadanía tiene que saber ejercer”. El libro trata de contribuir en la construcción de la democracia, “una tarea de todos”.
Abunda en que la democracia descansa sobre tres pilares: la igualdad, la transparencia y la rendición de cuentas. “Si falta uno, no se vive en democracia. Y, por ello, este libro lleva un mensaje para las nuevas generaciones”.
Hernández Haddad está muy lejos de ser un hombre antisistémico. Por el contrario, es puntual observante del estado de derecho y defensor de un Estado que, considera, no es fallido: “hay funcionarios fallidos y ciudadanos que fallan”, dice. Fue un precoz diputado federal a los 21 años. Antes de los 30 era senador de la República y presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, siempre por el PRI. En esa época, además, se desempeñó como secretario de asuntos internacionales del Comité Ejecutivo Nacional de su partido. Enseguida fue cónsul general de México en San Antonio, Texas.
La proyección de su larga carrera en el partidazo se ensombreció precisamente por su insistencia en el tema de Manuel Muñoz Rocha. Fue retirado del servicio exterior y aislado de los grupos políticos que se encaramaron en el poder.
Para Hernández Haddad, hoy “se está viviendo una peligrosísima degradación de la política, donde hay personajes que nada tendrían que hacer en un sistema político sano y eficiente; que ejercen abusivamente el poder, antisocial y contario a la seguridad nacional. De eso trata el libro”.
Para el autor, la debacle del país inició en 1994 con el alzamiento zapatista y los asesinatos políticos que documenta. Se le podría debatir que el alzamiento zapatista tiene a actores sociales profundamente distintos y con objetivos totalmente opuestos a los que protagonizan los que se disputan el poder desde las mismas esferas de los potentados. Y que la debacle no inició en ese año, sino mucho antes, con un sistema autoritario sumamente violento, pero que tal violencia se ejercía sólo contra quienes buscaban subvertir ese orden. Podríamos estar de acuerdo en que en 1994 esa violencia se cobró también entre esos grupos; en ese año se resquebrajó su pacto, y los acomodos entre ellos (incluyendo al narcotráfico) aún no terminan de consolidarse.
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