A pedido de su primer ministro, Boris Johnson, la reina Isabel II suspendió el Parlamento ‎británico para facilitar la ejecución del Brexit. ‎

Según la tradición constitucional del Reino Unido, la reina no tiene derecho a oponerse a un ‎pedido del primer ministro. Pero en este caso en particular sí podía hacerlo –algunos estimarán ‎incluso que habría tenido que hacerlo. ‎

En efecto, la suspensión del Parlamento sólo puede estar motivada por razones técnicas –como ‎una elección, por ejemplo– pero nunca para alcanzar un objetivo político. Además, desde la ‎época de la reina Victoria, las suspensiones nunca fueron tan largas como esta –un mes. ‎

Contrariamente a la creencia mundialmente generalizada, la reina no es una figura decorativa ‎con un papel puramente folclórico. La monarquía es un sistema político que se basa ‎simultáneamente en la nobleza –propietaria de la mayoría de los bienes inmobiliarios y ‎representada por la Cámara de los Lores– y en la figura del monarca. Este último dispone de un ‎poder supremo que sólo puede utilizar en caso de extrema necesidad. En ese caso se halla la ‎cuestión del Brexit, contra el cual el Parlamento ha venido aplicando una política obstruccionista ‎durante 2 años. ‎

El orden del día de la Cámara de los Comunes –la única asamblea británica cuyos miembros ‎se someten al veredicto de las urnas– se somete a la aprobación del monarca, quien logra así ‎impedir cada año la discusión de un promedio de 10 proyectos de ley, sin que esto llegue ‎ni siquiera a mencionarse en la prensa. Generalmente se trata de textos de importancia ‎menor que tratan de limitar los privilegios de la nobleza o de la monarquía. ‎

Más importante es que el hecho que el monarca británico es comandante en jefe y dirige la justicia militar. ‎Debido a ello dispone de un importantísimo derecho de censura en los medios de difusión, como ‎pudo comprobarse durante la rebelión en Irlanda del Norte. El monarca es también el jefe de la ‎Iglesia anglicana –también representada en la Cámara de los Lores– y ahora es además protector ‎de los demás cultos. ‎

En resumen, el papel del monarca en el Reino Unido es comparable al del Guía de la Revolución ‎en la República Islámica de Irán –es simultáneamente el principal jefe militar y el líder religioso ‎supremo. Es por eso que la reina recibe cada mañana, al mismo tiempo que el primer ministro, ‎una carpeta roja altamente secreta que contiene una síntesis de las informaciones recogidas por la ‎inteligencia británica. ‎

El papel del monarca británico se extiende además a los llamados «dominios británicos», como ‎Australia y Canadá. Por ejemplo, en 1975 la reina Isabel II obligó el primer ministro de ‎Australia, Gough Whitlam, a dimitir porque aquel político quería cerrar la base de escuchas de la ‎NSA (la National Security Agency de Estados Unidos) en Pine Gap. La reina consideró que el sistema de escuchas de las comunicaciones mundiales vía satélite de los «Cinco Ojos» era ‎parte de la Carta del Atlántico y que su primer ministro en Australia no podía desmantelarlo. ‎