Si uno es incapaz de asimilar la realidad, inventa una conspiración.
John le Carré, [El jardinero fiel, Plaza & Janés, Barcelona, 2001.
Estimulado más por intuiciones que por certezas, aquel domingo decidí bucear en el mar de la Ley de Reforma Laboral. Al mismo tiempo que avanzaba en mi análisis, retrocedía en la reconstrucción del escenario de su promulgación.
La música también me ayudaba a retroceder, en este caso varios siglos. Deambulaba por el ínicio del XVII, con Claudio Monteverdi y su liturgia para las Vísperas de la inocente virgen. Con la llegada del atardecer abrí una botella de Montfleury Grand rosado, de la bodega Rosé de Weinert. Mi cuñada la había olvidado en la mudanza, y decidí ponerla en la heladera que, aunque destartalada, todavía funcionaba. Y traté de imaginar con qué vino regarían su cena los protagonistas de lo que yo me imaginaba, arbitrariamente, como primer acto.
La noche del 28 de enero de 2000 hubo una reunión en la sede de la Federación de Obras Sanitarias, en el 1947 de la Avenida Las Heras, en la ciudad de Buenos Aires. Además del anfitrión Rubén Héctor Pereyra, estaban en el salón reservado el Ministro de Trabajo, Mario Alberto Flamarique, y los sindicalistas Hugo Moyano (Camioneros), Saúl Eldover Ubaldini (Cervecero y diputado nacional), el taxista Jorge Omar Viviani, y el colectivero Juan Manuel Palacios. El día anterior, Flamarique le había sugerido a Pereyra que organizara una cena con el objetivo de convencer a los díscolos sindicalistas de la CGT rebelde encabezada por Moyano, que se resistían a acatar con mansedumbre el indetenible proceso de la Reforma Laboral. Porque la CGT oficial no representaba ningún obstáculo. Rodolfo Daer (Alimentación), Armando Cavalieri (Mercantiles), Carlos West Ocampo (Sanidad), Luis Barrionuevo (Gastronómicos), Oscar Lezcano (Luz y Fuerza) y Juan José Zanola (Bancarios) habían sido domesticados el 12 de enero por el propio Flamarique y sus subsecretarios Jorge jerónimo Sappia y Enrique Eliseo Espínola Vera, en un encuentro vituperado por el aún vicepresidente Carlos Chacho Álvarez.
El camionero Moyano tomó la delantera y el rosario de objeciones fue abrumador. Palacios y Viviani asentían con la cabeza. Estoico, Flamarique los dejó hablar. Después comentó, tajante: "Es inútil que sigan rezongando si, total, la ley va a ser aprobada en Diputados, donde la Afianza es mayoría".
En un momento, el anfitrión, Rubén Pereyra, se levantó para ir al baño. Ubaldini comentó: "Me parece que el ministro dispone de mala información, y evidentemente no tiene ni idea de lo que va a pasar en Diputados. Las cosas no van a ocurrir así, ministro: va a haber varios diputados de ustedes que no van a votar la ley". Doce, le faltó decir, que sería el número de legisladores de la Alianza que, cuando se votara la ley, el 24 de febrero siguiente, confirmarían que la información que tenía el que fuera Secretario General de la CGT durante el alfonsinismo era fidedigna. Sin dar tregua, Palacios terció: "Y después, usted sabe que la ley no va a pasar por el Senado...". Si el diálogo hubiera sido entre el Coti Nosiglia y el periodista Joaquín Morales Solá, la réplica habría sido: "A esos hay que atenderlos por otra ventanilla". Pero como el portavoz presidencial en el rubro era Flamarique, más ducho en cuestiones bancarias, y despabilado en el plano tecnológico, descerrajó la "estridente metáfora" que pronto sería repetida en todo el país: "Bueno, para los senadores tengo la Banelco..."
Fernando De la Rúa había nombrado a Flamarique en el Ministerio de Trabajo «porque había que llevar a cabo una negociación política. Yo no soy un experto en cuestiones laborales". En esa negociación política circularía plata sucia, algo que el magistrado federal Gabriel Cavallo no se animaba a desanudar. Precisamente en las lides de dinero, a Flamarique se le habían formado aristas cortantes en su carrera política. Le crecieron alas en 1976 regenteando una mesa de dinero que funcionara en la Bolsa de Comercio de Mendoza, su provincia natal. Movió clientes con sus hermanos y con Carlos Abbihale, a quien conoció en la militancia política en Guardia de Hierro, la fracción peronista de derecha que le diera soporte a la Triple A. Esa "Alianza Anticomunista Argentina", fue soltada a la calle sedienta de sangre con la anuencia del entonces presidente Juan Domingo Perón a fines de 1973; esto es: sesenta atentados diarios en algunos de esos meses de horror. La jauría homicida fue cobijada en el Ministerio de Bienestar Social por el "Brujo" José López Rega. El nigromántico cumplía órdenes del jefe de Estado: aniquilar a la JP y a Ias formaciones especiales del justicialismo", la "juventud maravillosa", orientada por los Montoneros.
López Rega publicaba la revista Las Bases, en la que anunciaba los blancos de los escuadrones de la muerte. Guardia de Hierro distribuía esa publicación, y después del golpe militar de 1976, se alineó detrás del proyecto político de uno de los triunviros del terrorismo de Estado: Emilio Eduardo Massera.
En 1983, con el retorno de la democracia, Flamarique pasó a desempeñarse en el Congreso de la Nación como asesor del diputado justicialista mendocino José Luis Manzano. Al año siguiente, fue jefe de campaña del manzanista Juan Carlos Chueco Mazzón, quien en la interna peronista mendocina venció a José Octavio Pilo Bordón por apenas 400 votos. La victoria le reportó la Secretaría Provincial de las finanzas del PJ, razón por la cual Flamarique trasladó los fondos justicialistas a la financiera familiar, Multicrédito, violando la legislación orgánica de los partidos políticos, que prohíbe depositar dineros partidarios en entidades privadas. En 1995 Multicrédito desbarrancó en el vaciamiento. Flamarique detentaba el 1 por ciento de las acciones. Fue denunciado y sus hermanos estuvieron prófugos; el sumario aguarda turno para juicio oral en Mendoza.
Bordón reconocería la capacidad de Flamarique. Al ser electo gobernador de Mendoza, en 1988, lo designó vicepresidente de Bodegas y Viñedos Giol, la empresa más importante que tenía el Estado mendocino, secundando a Eduardo Ramón Sancho. El mandato era privatizar la empresa por decreto, un procedimiento que transgredía el artículo 7 de la ley provincial 3.345, según el cual las privatizaciones requieren una ley sancionada por la Legislatura provincial. Giol fue adjudicada a la sociedad en concurso de acreedores Cubas de Roble S.A. -en poder del ya fallecido Blas Martínez García, zar español del contrabando mundial de alcohol y testaferro del nefasto general panameño Manuel Noriega-, y la comisión del Senado mendocino que investigó las anomalías de la privatización puso en evidencia que, en los desórdenes del traspaso, Flamarique realizó exportaciones subfacturando partidas de vino a compañías ficticias.
Con cartas de crédito del Banco de Crédito Argentino, entre cuyos ejecutivos de la época se encontraba un tal Fernando de Santibañes, Giol vendió a Martínez García al menos 490 millones de litros de vino desnaturalizado con sal para ser destilado como alcohol a 0,12 centavos el litro, cobrando Flamarique para sus pecunios personales una diferencia de 0,26 centavos por litro. Al saberse el robo, y ser llamado a declarar por el Senado mendocino, Flamarique presentó un contrato falso, facturas sin numerar y documentos enmendados. Adujo que los comprobantes de los fletes se habían extraviado, pero no pudo explicar por qué los dos últimos embarques se hicieron con los contratos vencidos. Para remediar el expolio, hizo ingresar en Giol la diferencia entre 0,38 y 0,12, es decir los 0,26 centavos por litro que había robado.
De modo que el futuro Ministro de Trabajo hubo de enfrentar dos acusaciones judiciales que entraron en los tribunales mendocinos a raíz de los alcoholes de Giol. Una, por contrabando. La otra, por administración fraudulenta, llegó al procesamiento, pero la causa prescribió por la inacción de la juez Estela Garritano de Cejas y el fiscal Isidro Peña, hombre de Bauzá. La defensa del caso Giol contó con el asesoramiento entre cortinas y lienzos del abogado mendocino Nicolás Becerra, actualmente Procurador General de la Nación. Se le atribuye la redacción de la benigna sentencia que dictara el juez Pedro Funes, tarea en que lo asistió Arlington Uliarte, ahora camarista del crimen. Las multas contra Giol jamás se cobraron. La bodega fue a remate. Flamarique salió sin máculas del túnel vitivinícola y el juez Funes que lo absolvió fue premiado con un ascenso a camarista.
Algo de naturaleza análoga se perpetró con la planta elaboradora de tomate natural La Colina, ubicada en San Rafael, y dependiente de Giol. Bordón la independizó y le otorgó la dirección a Flamarique, poniendo a su lado a Omar Álvarez. A poco andar la Cámara de Comercio de San Rafael denunció que Flamarique vendía latas de tomate a mitad de precio. Corría mayo de 1989. La legislatura provincial se lavó las manos, y el Concejo Deliberante de San Rafael pidió una investigación.
Lo que se descubrió fue inadmisible. Flamarique vendía la lata llena de tomates a lo que valía una vacía. Al igual que haría en el Senado de la Nación, se presentó en el Concejo Deliberante y desafió a los miembros del cuerpo a que demostraran las irregularidades. Pero no se limitó a eso; además acusó a los bancos de limitarle los descubiertos obligándolo a liquidar mercadería para cubrir cuentas en rojo, y desplegó una encendida arenga contra la especulación. Cuando le arrojaron los papeles en los que estaban registradas las operaciones, trastabilló y patinó por los suelos. Los saldos del Banco de Previsión demostraban disponibilidades importantes. No había descubiertos por ninguna cuenta y casualmente la empresa que compraba las inigualables latas de tomates llenos a precios de vacías era Precursor, cuyos dueños resultaron ser Antonio y Guillermo Buostoni, primos de la esposa de Omar Álvarez, el segundo timonel de La Colina.
El Senado de Mendoza remitió las actuaciones al fiscal de Estado provincial Efraín Quevedo Mendoza, quien dictaminó que las contrataciones de la empresa eran "normales". Álvarez renunció, tras lo cual saltó de mendigo a millonario, mediante la compra de los canales de cable de General Alvear y San Rafael. De postre, Flamarique fue promocionado. Bordón lo puso a la cabeza de la Subsecretaría de Gobierno de la provincia, y le encargó la distribución de la publicidad estatal.
Entonces, Flamarique se enriqueció ¡lícitamente canalizando la publicidad provincial por Dealers, una sociedad de la que fue sastre y en la que compartió beneficios con el secretario de gobierno, Luis Abrego, cuyos testaferros fueron Miguel Frustaglia y José Florentino Castro.
Dos meses antes de las elecciones presidenciales de 1995, Multicrédito quebró estrepitosamente. El juez federal Luis Leiva dispuso el procesamiento del directorio por el delito de subversión económica, y ordenó la captura de dos hermanos de Mario Alberto, quienes estuvieron prófugos durante un año. No era para menos. En la mañana de su caída, Pedro Pou, Presidente del Banco Central de la República Argentina (BCRA), le otorgó a Multicrédito redescuentos por 75 millones, y por la tarde decretó su liquidación. La sindicatura de la quiebra estableció que los créditos vendidos al BCRA por los Flamarique eran falsos, y que habían sido dibujados tomando nombres de la guía telefónica. Seis años más tarde, Pedro Pou, fue destituido por negligencia a favor del lavado de dinero.
Para aplacar la tormenta judicial, Flamarique recurrió entre bastidores a Nicolás Becerra y Eduardo Bauza, que en esas fechas reinaban en la jefatura del gabinete del presidente Menem. Empapado por el escándalo, el predestinado ministro de Fernando De la Rúa tendría el consuelo de la suerte. Sería elegido legislador por la ciudad de Buenos Aires, a pesar de no estar domiciliado en esa ciudad. Para forzar su residencia en la capital del país, mintió. Aportó ante la juez electoral María Romilda Servini de Cubría un certificado de trabajo expedido por la malograda Multicrédito, documento que negó cuando la financiera familiar se vino abajo.
Era cierto que la Capital Federal no le es desconocida. Flamarique habita en una vivienda a nombre de su esposa, Cristina Zuccardi, sita en Ayacucho 181, 210 piso, en la que viven con una hija del matrimonio, Mariana, nacida en Godoy Cruz, el 23 de mayo de 1976. Éste no es el único bien de la pareja. Él declara poseer la mitad de un inmueble en Mendoza, tasado en 300.000 dólares, otros 300.000 dólares en acciones, tres lotes en el departamento mendocino de Maipú, ciertos derechos sucesorios por 45.000 dólares, y una tercera parte de un Fondo Común de Inversión de 10.000 dólares. En ese bosque pasa desapercibido un árbol: su supuesta insolvencia para restituir un crédito de 36.800 pesos que dejó impago en el Banco de la Ciudad de Buenos Aires. Las participaciones societarias y el departamento porteño de Cristina Zuccardi ascienden a 1 millón de dólares. Diputada nacional y enrolada en el FREPASO, como su marido, lo defendió sin fisuras durante la crisis del Senado con un solo argumento: "Todo lo que hizo mi esposo fue ordenado por el presidente De la Rúa".
Era cierto que la retaguardia presidencial lo apuntalaba sin vacilar. El compromiso de la diplomacia argentina fue mayúsculo, hasta el punto de que catapultó a Flamarique a la presidencia de la 881 Conferencia Internacional del Trabajo, el 30 de mayo de 2000 en Ginebra. Durante seis semanas fue el primus inter pares en el estrado desde el que presidía la reunión de los 175 Estados que componen la Organización Internacional del Trabajo (OIT) -la agencia de la ONU que es autoridad planetaria en materia de trabajo y empleo-, y a la que habitualmente asisten delegaciones de trabajadores, empleadores y gobiernos.
Unos meses antes, el 23 de febrero de 2000, Fernando de la Rúa había cerrado trato con la CGT oficial. La foto en el Salón Blanco de la Casa Rosada alineaba a los caciques gremiales y a algunos miembros de lo más granado del empresariado, como Gregorio Pérez Companc, Amalia Lacroze de Fortabat, Agostino Rocca y Enrique Pescarmona. Daer y su manada conseguían que les mantuvieran los aportes sindicales, fuente de financiación de las obras sociales. Se les toleraba que criticaran la política económica del gobierno, a cambio de que silenciaran la repercusión negativa que habría de tener la Ley de Reforma Laboral en el movimiento obrero.
Si De la Rúa creyó que el pacto sería aceptado por la CGT rebelde, al día siguiente el desengaño debió de sobresaltarlo. Los veinte mil manifestantes arracimados en la Plaza de Mayo no dejaban lugar a dudas de que los paupérrimos trabajadores se sentían representados por el discurso de Hugo Moyano, que acusaba a sus adversarios de la CGT oficial de transar en una ley que diezmaría a las clases laboriosas. "Yo no soy un traidor ni un hijo de puta" enronquecía Rodolfo Daer ante una radio en las puertas del Congreso, donde se preveía que los Diputados se abocarían a resolver la media sanción de la norma.
Si no fuera por la música de Monteverdi, que me hacía pensar que estaba en un monasterio, no habría podido reconstruir todas esas alternativas. Entender las opciones, los arbitrajes, las negociaciones y el tratamiento en el recinto de la Cámara Baja, me habían absorbido el domingo. Pero todavía debía explicar en qué consistía la propuesta del Ejecutivo.
El proyecto inicial de la ley 25.250 tenía por loable propósito disminuir los índices de desocupación y generar una masa de empleo estable que mantuviera a los asalariados con trabajo e incorporara a los marginados.
Elaborado en diciembre de 1999 a partir de los postulados de la Alianza, el texto que se proponía a la Nación elevaba de uno a seis meses el período de prueba de los nuevos trabajadores, sin indemnización. Además, traía aparejada una fuerte descentralización de la discusión de los convenios colectivos para que, en el futuro, se negociaran por rama de actividad, sector, profesión o región. Y bendecía la supresión de la vigencia automática de los convenios no renovados, conocida como «ultraactividad». Estas reglas entroncaban con los lineamientos de la Ley de Emergencia Económica que el nuevo gobierno edificaba para afrontar el temporal económico. Cuatro eran los pilares básicos: la posibilidad de rescindir contratos del sector público, la consolidación de deudas vencidas antes del 31 de diciembre de 1999, la facultad del Estado para despedir personal contratado en el último año del gobierno menemista y reubicar a los empleados en funciones, y, finalmente, la suspensión de los juicios contra el Estado por 180 días hábiles.
Pero en esta descripción no se pueden obviar los puntos de vista de los derrotados en esta contienda de final anunciado.
El gobierno de Menem había intentado eliminar la ultraactividad de los convenios colectivos de trabajo, rebajando las indemnizaciones por despido, fundamentalmente a los trabajadores de poca antigüedad. La media de los convenios colectivos celebrados bajo el menemismo arrojaba como resultado pérdidas de conquistas y derechos para los trabajadores.
Obligar con una nueva ley a discutir otro convenio a quien celebró libremente un convenio colectivo, bajo amenaza de que si no llega a un acuerdo con la patronal perderá lo preservado en el convenio anterior, violentaba el sentido de justicia y ecuanimidad. Transgredía además la Constitución Nacional en su artículo 14 y los Convenios 87 y 98 de la OIT. Por otra parte, azuzaba con una ampliación de los "períodos de prueba» de 1 a 6 meses, que no se sustentaba por características intrínsecas de un puesto de trabajo a cubrir, cuestión que un patrón conocedor y responsable resuelve rápidamente ante un postulante que debe mostrar de inmediato sus aptitudes. En rigor, se encubría el designio malvado de precarizar el mercado laboral. Ponía a girar una rueda de contratos y despidos semestrales concatenados para reducir los salarios a los umbrales más bajos. Aterrorizaba al trabajador, sometiéndolo a condiciones humillantes para conseguir su nombramiento definitivo, por lo general una falacia. Equivalía a la fórmula: "Usar seis meses y tirar".
Estas concepciones tenían su escuela en el pasado. No hay más que retrotraerse al Proyecto de Ley de Reordenamiento Sindical, presentado al parlamento el 15 de diciembre de 1983, por el flamante gobierno de Raúl Alfonsín quien había triunfado contra el "pacto militar-sindical" que había denunciado durante su campaña electoral. Diputados había otorgado la media sanción al proyecto el 9 de febrero de 1984, pero los senadores, con mayoría peronista y de partidos provinciales, la habían rechazado por un voto el 15 de marzo de 1984. Se ahogó así un intento de democratizar los gremios, que veían en el gobierno la intención de controlar sus elecciones internas "desde afuera". El Ministro de Trabajo, Antonio Mucci, obrero gráfico de extracción radical, aprendió así hasta qué punto era significativa la falta de un movimiento, sindical alternativo al justicialista, y renunció.
Su reemplazante, Juan Manuel Casella, y el propio Alfonsín se empeñaron en recortarle el poder sindical a los gremialistas justicialistas, enzarzándose en una pelea política de resultado ambiguo. El Ministerio de Trabajo utilizó a discreción su facultad interventora para garantizar escrutinios transparentes, abandonando la acusación de violación del Convenio 87 de la OIT sobre Libertad Sindical, enarbolado por Mucci. La realidad económica llevó al gobierno a congelar las negociaciones colectivas entre 1983 y 1988, imponiendo restricciones salariales, aunque también convocó en distintas oportunidades al Consejo del Salario Mínimo, Vital y Móvil, convocatorias fallidas por la intransigencia de los sindicatos y organizaciones empresariales.
Con todo, las uniones y confederaciones sindicales peronistas negociaban con un Ministerio de Trabajo débil, lo que les permitió recuperar el control de las organizaciones sindicales y la mayoría de las Obras Sociales a través de elecciones hegemonizadas por el sindicalismo peronista. A su vez, las grandes organizaciones empresariales (UIA, la Cámara de Comercio, la Sociedad Rural, asociaciones de bancos, etcétera), e inclusive la CGE, discutían con los sindicatos renovaciones parciales de los convenios colectivos y fijaban remuneraciones "en negro" (en salarios de bolsillo, etcétera). La CGT se fortaleció al punto de que llegó a hacer trece paros con movilización durante el gobierno de Alfonsín.
Un "duro" de aquella primera línea alfonsinista, que hoy suele aconsejar a De la Rúa, recuerda siempre que en 1984 César Jaroslavsky y Leopoldo Moreau le advirtieron al Presidente Raúl Alfonsín que si pretendía sacar sin cambios la "Ley Mucci", iba a ser derrotado sin atenuantes en el Senado. Sin embargo, el empecinado Ministro de Trabajo y el Secretario de la Presidencia, Germán López, clausuraron el camino negociador y optaron por influir en la intención de voto de algunos senadores pertenecientes a partidos provinciales. El ejemplo más flagrante se materializó con el ya fallecido Elías Sapag, del Movimiento Popular Neuquino (MPN), a quien los radicales le ofrecieron apoyo parlamentario irrestricto para impulsar un controvertido proyecto gasífero que favorecería a su provincia, a cambio de un voto positivo a la sanción de la ley Mucci. Los emisarios alfonsinistas conocían perfectamente el tenor decisivo que tenía el voto del veterano legislador por Neuquén. Pero Sapag prefirió inclinarse por sus convicciones políticas y el 15 de marzo de 1984 secundó a los senadores justicialistas que derrotaran al gobierno radical. Aquel día, tras emitir su definitorio sufragio, Sapag había declarado: «Hicimos lo que debíamos. Ahora tendrán que reconocer su error los que pensaron que íbamos a traicionar al movimiento obrero por un gasoducto».
En el año 2000, Fernando de la Rúa actuaría de otro modo. La reforma era de menor envergadura que la de 1984, porque entre tanto, durante el gobierno de Carlos Menem, una parte del desguace del Estado ordenado por los Estados Unidos y por los organismos crediticios internacionales, había sido implementado, desafectado resortes de poder del movimiento sindical. La Ley 24.013, conocida como Ley Nacional de Empleo, reglamentada por decreto y publicada en el Boletín Oficial el 2 de enero de 1992, redujo las indemnizaciones por despido hasta medio mes de sueldo para algunos casos, contemplando rebajas de un 39 por ciento en los aportes patronales. A la par, con la Ley de Promoción del Empleo, la 24.465, que entró en vigor el 28 de marzo de 1995, se creó la modalidad según la cual para fomentar el empleo, se habilitaba una rebaja del 50 por ciento en los aportes patronales, sin que el trabajador tuviera derecho a preaviso ni a indemnización por despido. El remate estuvo a cargo de Erman González como Ministro de Trabajo, con la ley que lleva su nombre. Es la 25.013 de Contrato de Trabajo, del 24 de septiembre de 1998. Con ella, las indemnizaciones y los aportes patronales siguieron cayendo, y se habilitaron los «contratos basura».
Aquel 24 de febrero de 2000, las multitudes que abarrotaban las plazas de Mayo y del Congreso ponían figurantes y utilería movilizadora al debate y aprobación de la media sanción de la Ley de Reforma Laboral en la Cámara de Diputados. Fueron doce horas plenas de conciliábulos, discursos y parrafadas. Los hombres y mujeres que calentaban los escaños se empeñaban en cocinar una fórmula que permitiera encubrir el objetivo real: que la ley propendía a bajar los salarios, profundizando aún más la reducción de los costos laborales disparada en la década anterior.
La propuesta fue presentada en el recinto por el Presidente de la Comisión de Legislación del Trabajo, Juan Passo (UCR). Los diputados aliancistas del FREPASO, Enrique Martínez y Alicia Castro, propusieron la inclusión expresa del principio de prevalencia de la cláusula más favorable a los trabajadores, en caso de contradicción entre dos convenios de ámbitos diferentes. Los atajó en seco María Beatriz Noffal (UCR) haciendo una curiosa interpretación de la "reproducción de las fuerzas de trabajo" planteada por Carlos Marx en el siglo XIX. Con un pase de magia planteó que la inclusión del principio de prevalencia iba a propiciar que en las zonas más pobres del país se pudieran pactar salarios menores que los que rigen en otros lugares más favorecidos. Con otro conejo sacado de la galera, Marcelo Stubrin desmintió terminantemente a su compañera Nofal, y defendió el proyecto a capa y espada para permitir a los sindicatos resignar sus condiciones.
La peronista Cristina Elizabeth Fernández de Kirschner (PJ, Santa Cruz) tomó la palabra. Sostuvo que el desmedido afán del Gobierno para lograr que se aprobara la ley lo estaba llevando a hacer cualquier cosa. Se produjo un silencio sepulcral. Seguramente la diputada había visto instalado en un palco al ministro Flamarique, que seguía la sesión mientras hablaba por su celular con sus dos diputados de confianza: Darío Alessandro (FREPASO) y Raúl Baglini (UCR). Tal vez por eso agregó: "Incluso hasta comprar la voluntad de la oposición en el Senado con una Banelco, como hace un tiempo lo dijo el ministro Flamarique en una cena con varios dirigentes gremiales..." Con el semblante desencajado,
Flamarique cerró la tapa de los celulares y abandonó las gradas.
Recién volvería al recinto cuando el titular de la Cámara, Rafael Pascual, anunció que se procedería a la votación del proyecto. Los peronistas Humberto Roggero (Córdoba) y Miguel Ángel Pichetto (Río Negro), rompieron las leyes de la física. Rechazaron el proyecto en la votación general, pero dispusieron aprobarlo particularizando artículo por artículo. La votación se hizo a mano alzada. Cincuenta y tres diputados peronistas, de los 98 de la bancada justicialista, rechazaron el artículo 9, que hería de muerte a la clase trabajadora (ultraactividad, período de prueba, aportes patronales a los sindicatos y convenios vencidos). Efectuado el recuento, Rafael Pascual dio por aprobada la ley con 126 votos a favor, 53 en contra y 21 abstenciones, de los 200 legisladores presentes. Ipso facto ordenó se la girara al Senado.
Yo había estado allí aquel día siguiendo las alternativas de la sesión. El atasco para salir de los palcos altos del hemiciclo me impidió seguirle los pasos a Flamarique. Lo vi más tarde por televisión. Salía triunfante del Congreso. «Jamás dije que tenía una Banelco para los senadores», balbuceó para los movileros de las radios. Subió al coche oficial y rumbeó para su domicilio particular de la calle Ayacucho. La ciudad estaba desierta, como en un verano cualquiera, y la atmósfera se hacía irrespirable.
Fuentes
Juan Gasparini, Montoneros, final de cuentas, Puntosur, Buenos Aires, 1988, reeditado por Ediciones de la Campana, La Plata, 1999. Miguel Bonasso, El presidente que no fue, Planeta, Buenos Aires, 1997.
Revista Veintitrés, 7 de septiembre de 2000. Los Andes, Mendoza, 18 de agosto de 1989, 12 de febrero y 25 de abril de 1990. Licitaciones Públicas de Giol para la venta de vino desnaturalizado del 22 de julio y 11 de octubre de 1988 y del 23 de mayo de 1989. Informe de la Dirección Nacional de Aduanas del 15 de febrero de 1989 sobre el Permiso de Embarque 12089/89 de Bodegas y Viñedos Giol E.E.E.I. a México. Fiscalía de Instrucción de San Rafael, Expediente 115.820 "Fiscal c/Flamarique Mario A y otro por negociaciones incompatibles con el ejercicio de la Función Pública". Denuncia de Gustavo Gutiérrez contra Flamarique y otros por la privatización de Giol, copia en el archivo de los autores.
Clarín, Buenos Aires, 6 de febrero y 4 de octubre 2000 y La Nación, 7 de febrero 2001. Héctor P. Recalde, Crónica de una ley negociada, Editorial Depalma, Buenos Aires, octubre de 2000.
La Nación, Página 12 y Clarín del 2,26 y 27 de febrero de 2000.
Causa 9900/00, "Ortega, Ramón B. y otros s/cohecho". Declaración testimonial de Cristina E. Fernández de Kirschner del 19 de septiembre de 2000, Tomo IV, folios 697-698. La primera referencia a la frase Para los senadores tengo la Banelco, atribuida al Ministro Flamarique, apareció en un recuadro del diario La Nación del sábado 26 de febrero de 2000.
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