El texto que sigue sirivó de prólogo al libro Madre naturaleza vuélveme árbol,Vida y pensamiento de Man Césped, de Mariano Baptista Gumcio y fue recientemente publicado junto a otros prólogos del mismo autor en el volúmen titulado Bolivianos sin hado propicio.
En la Semana Santa de 1979 alquilé los servicios de un chofer de taxi para que me llevase de Cochabamba al Chapare, deteniéndonos, sin apuro alguno, en ciertos lugares que me interesaba vivamente ver, o volver a ver. Recorrimos así, a veces a pie, cuando los senderos no permitían el paso del automóvil, Sacaba, Colomi y sus alrededores, particularmente la ex finca llamada Pie de Gallo, el pueblito de Incachaca, Paracti, Villa Tunari, El Chapare, y finalmente Puerto Villarroel, sobre el río Ichilo. Quería en ese viaje, recapturar algunos episodios de mi infancia y al propio tiempo, ubicar con precisión el escenario en el que vivió, y con el que soñó siempre, Manuel Céspedes Anzoleaga, o Man Césped, como prefería que le llamasen. Los viajes de principios de siglo, se hacía a pie o a lomo de mula, por senderos de herradura y había que pasar varias veces, con el agua al cuello el río Cristal Mayu, que ahora se halla cruzado por tres puentes de hormigón. Había una parte de tan difícil penetración que fue bautizada con el nombre de "Sal si puedes". Hoy día el viajero ni siquiera se da cuenta que la ha dejado atrás.
La moderna carretera convierte hoy en un verdadero placer el recorrido desde Cochabamba, hasta el corazón del Chapare. En la época de Man Césped, había que abrirse paso a machete y aún en vísperas de la II Guerra Mundial, a mi hermano Fernando y a mí, nos parecía eterno el viaje de unas doce horas en camión, para llegar a Colomi, hoy "capital hidroeléctrica de Bolivia", como reza un cartel a la entrada del pueblo -por la presa de Corani que se encuentra en las inmediaciones- y a donde se llega en menos de una hora de raudo recorrido.
De pronto, cuando el automóvil tomó un desvío del camino principal, para entrar a Colomi, volvió a mi mente la imagen de mi padre, en la cabina de un camión, charlando con el chofer, y a su lado, acurrucados, mi hermano y yo, con los pies helados y gruesas mantas encima, que no alcanzaban a abrigarnos. Habíamos salido del tibio valle cochabambino, donde vivíamos, hasta la altiplanicie en que se halla Colomi, y pasamos allí la noche, ateridos de frío, antes de llegar a la finca Pie de Gallo que recibimos en herencia de mi abuela materna. Mi padre nunca fue un hacendado eficiente y en realidad se sentía incómodo haciendo el papel de patrón en esos años, de oscuro feudalismo, inmediatamente posteriores a la Guerra del Chaco, donde compartiera con muchos de sus colonos, la jerga militar, el rancho, los azares y peligros de la contienda.
Al día siguiente salimos a pasear y en el recorrido por los parajes cercanos, mi padre nos mostró una modesta casa de hacienda, hecha como todas las del lugar, de adobe y techo de cañahueca, pero rodeada de pinos.
– Esa era la casa de Man Césped-, dijo. Y nos contó a continuación algunas anécdotas de ese vecino, (amigo entrañable del abuelo Javier) que había muerto algunos años atrás, sin dejar otros bienes de fortuna que dos pequeños libros, cuyos títulos nos mencionó y que olvidamos al instante. Ese día resultó poco menos que inolvidable para mí, pues de retorno a la propiedad, vimos a un grupo de caballos que pastaban en una colina. Corrimos los dos niños hacia ellos, con la intención de montarlos pero con el alboroto, los animales se encabritaron y yo recibí una coz en el estómago que me hizo rodar por tierra, con lágrimas en los ojos. El nombre de Man Césped y el golpe que recibí, quedaron de este modo, grabados en mi memoria.
Años después leí y releí los dos librillos y tuve curiosidad por saber algo más del hombre que los había escrito. Nadie sin embargo podía darme razón pues no existía ni siquiera una breve semblanza biográfica y con el paso de los años sus contemporáneos y amigos se perdían en el ocaso. Me alejé de Bolivia por diez años y todavía, a mi retorno, tendría que pasar mucho tiempo hasta que me ocupara devotamente de esta figura, una de las más queridas y al propio tiempo, más desconocidas de las letras nacionales.
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Desde que me propuse escribir sobre Man Césped, con la suficiente extensión como para aprehender un poco al hombre detrás del escritor, comprendí que la tarea no iba a ser fácil: nada sobresaliente, en el sentido convencional, le sucedió en sus 58 años de vida. De sus expediciones, rastreos mineros y paseos solitarios por la geografía cochabambina, sólo dejó como testimonio un folleto, Viaje al Chapare, que después se empeñó en hacer desaparecer. Yo lo imagino siempre abstraído, en medio de la selva, buscando una rara orquídea o siguiendo con los ojos fascinados el parpadeo grácil de una extraña mariposa, mientras su mente componía hermosas metáforas. Muy lejos estuvo -y en buena hora- de encabezar mesnada alguna. Tampoco fue condotiero en nuestras guerras civiles y menos funcionario público o paniaguado de algún déspota -como les sucediera a tantos epígonos del modernismo latinoamericano según registra con amargo detalle Luis Alberto Sánchez en su obra Balance y liquidación del Novecientos. Es cierto que como liberal de cepa, y admirador (quizá) de Dn. Ismael Montes, representó al Chapare, como diputado durante tres años, pero esa relación con la mesocracia republicana no significó un lastre a su independencia de espíritu ni carga de lodo a sus alas hechas para remontarse muy alto, a las puras regiones del pensamiento diáfano y sereno.
Augusto Céspedes ha definido en breves y definitivas frases, la vida y credo estético de nuestro autor: "A través de su impregnación cultural en el gesto académico finisecular y al influjo de un panteísmo sin misterios y de un cristianismo a su manera, salvó la originalidad de su arte. Indudablemente más original y libre fue su vida de la que su obra escrita es apenas una irisación: vida de monje laico, de franciscano plácido y jocundo ante la belleza de los campos... un renunciamiento tolstoyano, aunque sin barbas ni ademanes teatrales y sin pérdidas de su humorismo. No pensaba redimir siervos. Todo su programa consistía en hallar las palabras adecuadas para traducir sus sentimientos de panteísta sin metafísica".
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Tengo para mí a Man Césped, como un hermano menor de D.H. Thoreau, con quien tanto tenía en común, de acuerdo al testimonio que dejó Emerson del solitario de Concord: "Vivió solo, no se casó nunca, no fue jamás a la iglesia, se negó a pagar impuestos al Estado, no comió carne, no bebió vino ni fumó, y aunque fue naturalista jamás se sirvió de una trampa o de un fusil". Quizá difieran sus hábitos culinarios, pero ambos se hallaban consubstancializados con la naturaleza, les bastaba, para sentirse felices, recluirse en medio del bosque, sin otra compañía que la de las plantas y los animales, ni otra música que la de trinos y graznidos de las aves o el rumor de la corriente de los ríos.
Cronológicamente la obra de Man Césped, siguiendo la división que ha hecho Federico de Onis sobre el Modernismo (Transición del romanticismo al Modernismo, 1882-1896; Triunfo del Modernismo 1896-1905; Postmodernismo 1905-1914 y Ultramodernismo 1914-1932), correspondería al cuarto período pues sus Símbolos profanos publicose en 1926 y Sol y horizontes en 1930, pero es evidente que muchas de sus composiciones fueron escritas años antes, en pleno auge de la influencia rubendariana. Nacido bajo los Soles románticos de Hugo, Lamartine, Becquer y Campoamor, Césped fue desarrollando un estilo personalísimo de gran riqueza verbal y límpidas metáforas en el que muy poco tuvieron que ver sus escasas lecturas, y mucho su buen gusto innato, su percepción de la riqueza cromática de la naturaleza y, como asienta Augusto Céspedes, "cierta fineza auditiva de su temperamento lírico".
Compartía con los modernistas el refinamiento verbal, el culto de la forma, la musicalidad, la exaltación de la sensibilidad y el sensualismo pero le separan de la mayoría de los cultores de esa corriente su devoción auténtica a su paisaje nativo de valles y selvas, mientras aquellos vivían pendientes de París y en permanente adoración de Europa. Ya hemos hecho mención a su paso por el Parlamento. Fue su único contacto con el poder y en esto se diferencia también de los más conspicuos representantes del modernismo latinoamericano, que toleraron o sirvieron a los mandones de turno. Man Césped, aunque nacido en cuna rica, vivió y murió pobremente y nunca hubo divorcio entre su prédica y su conducta ética. Por el contrario, si el dominio de las pasiones asegura la paz con uno mismo y con los demás, Man Césped siempre se alejó, como aconsejaba Petrarca, de los cinco enemigos del alma: avaricia, ambición, envidia, ira y orgullo.
Resultó un fracaso como administrador de sus propios bienes y en la búsqueda de imposibles veneros, llegó a la extrema pobreza, de la que quiso alejarse, imaginando inventos mecánicos que jamás patentó ni llegó a probar. Tampoco era un gran lector, le tenía sin cuidado la ortografía y el libro que le dio una notoriedad lugareña recién salió publicado cuando ya él había cumplido medio siglo de vida.
Con tan pocos elementos y tan escasas aristas, el escudriñamiento que realicé tuvo sus dificultades e irónicos contratiempo. Para mencionar dos ejemplos: Sus mandatos parlamentarios correspondieron al segundo gobierno de Montes. En la Biblioteca del Congreso pasé largas horas (como había hecho antes buscando intervenciones de Tamayo y Medinaceli, el primero opinó sobre todos los temas y el segundo sobre ninguno) en busca de algún discurso de Césped. Encontré que asistía regularmente a las sesiones pues su nombre aparece entre los presentes, pero al igual que Medinaceli mucho tiempo después, no abrió la boca. En todo caso, valía la pena establecer el dato.
En una charla con Carlos Castañón Barrientos, acucioso crítico de la literatura boliviana, le pregunté si conocía algún artículo o carta de Césped que no figura en el volumen de sus Obras completas. Me dijo que no, pero añadió que en Sucre el señor Ovidio Céspedes Toro, sobrino de Manuel, sabía de memoria un poema en prosa y que solía recitarlo de vez en cuando, entre amigos. En esa ciudad visité a Dn. Ovidio. En efecto, recordaba el poema y antes de recitarlo me contó de que manera lo conocía. En cierta oportunidad, hallándose en un bar oyó que un hombre, en una mesa vecina, decía unas frases, como si fueran propias, ante la admiración de quienes la rodeaban. Céspedes Toro reconoció en las palabras un aire familiar y llamando aparte al sujeto le dijo enfáticamente que el poema que acababa de escuchar de sus labios pertenecía a Man Césped. El hombre, avergonzado, reconoció que era cierto, y le contó a su vez que encontrándose en Cochabamba, unas comadres suyas, propietarias de una fonda, le mostraron una libreta que Césped les había dejado como prenda para recordar que les debía un almuerzo. Manuel murió al poco tiempo y la libreta quedó en la fonda. Contenía entre otros pensamientos y anotaciones botánicas, el poema que el hombre había aprendido de memoria y con el que se lucía cuando tomaba unos tragos. Dn. Ovidio llegado a este punto, empezó a recitarme, con voz ronca y solemne, "La alegría de mis penas..." trozo de prosa poética, que Augusto Céspedes hallara entre los pocos papeles que dejó Man Césped al morir y que me había entregado un año atrás, antes de viajar a Europa. Poco tiempo después, en la hemeroteca municipal de Cochabamba, encontré que este texto había sido publicado en El Diario el 26 de marzo de 1933.
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¿A quién puede interesar hoy la vida y el pensamiento de este hombre? La literatura, dice el descreído Sartre, es inútil mientras haya niños que mueren de hambre. Pero quienes escriben de buena fe, sin rendirse al desaliento piensan que sus palabras pueden servir como armas, para mitigar la necesidad, esparcir la justicia y apuntalar el bien. A esa clase de personas pertenecía Man Césped. Sus invocaciones de amor a la naturaleza y a los animales, tienen más vigencia que en su tiempo, hoy que de una manera demencial se talan los bosques del Oriente, se arrasa con el fuego las tierras de los valles y el Altiplano, se envenenan los ríos y cunde, como una consigna diabólica, el desprecio a los animales y a los árboles. A pesar de que su producción se limitó a dos pequeños volúmenes (y uno de viajes que se empeñó en retirar de la circulación) el lugar que ocupa en nuestra literatura es importante, pues obviamente en el mundo del pensamiento no importa la cantidad sino la esencia y Man Césped enseñó a los bolivianos a mirar con otros ojos a la naturaleza y a los pequeños seres de la creación, como hicieron en su tiempo, los románticos alemanes de fines de siglo XVIII, o Azorín con los españoles.
Lección apenas escuchada o ya olvidada pues de lo que más carecemos los bolivianos, como ya anotara en su tiempo Carlos Medinaceli, es sentimiento de amor a la Naturaleza, sin el cual no pude hablarse nunca de verdadero patriotismo, que no es el odio estéril ni la envidia ponzoñosa al extranjero, sino el respeto y la consideración al paisaje propio y a quienes conviven dentro de una misma heredad.
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