La investigadora británica Frances Stonor Saunders en su libro de reciente aparición, que lleva el sugerente título de La CIA y la guerra fría cultural, obra maestra de investigación histórica, es una magnífica contribución al historial de la posguerra. Saunders habla de un enorme programa secreto de propaganda cultural con el objetivo de apartar a la intelectualidad europea de su prolongada fascinación por el marxismo y el comunismo, a favor de una forma de ver el mundo más de acuerdo con el «concepto americano».
La organización eje de esta campaña encubierta fue el Congreso por la Libertad de la Cultura, montado por el agente de la CIA Michael Josselson, entre 1950 y 1976. En su momento culminante el Congreso «tuvo oficinas en 35 países, contó con docenas de personas contratadas, publicó artículos en más de veinte revistas de prestigio, organizó exposiciones de arte, contaba con su propio servicio de noticias y de artículos de opinión, organizó conferencias del más alto nivel y recompensó a los músicos y otros artistas con premios y actuaciones públicas».
Con respecto a los destinatarios de esta campaña, sostiene que «tanto si les gustaba como si no, hubo pocos escritores, poetas, artistas, historiadores, científicos y crítico en la Europa de posguerra cuyos nombres no estuvieran, de una u otra manera, vinculados con esta empresa encubierta».
Los planificadores de esta peculiar guerra por el control de las mentes y la cultura, lograron quizá su mayor éxito en la manipulación de una de las corrientes del arte de vanguardia en la posguerra. En una combinación muy estadounidense de mecenazgo imperial y política anticomunista, promovieron el expresionismo abstracto como un arma muy eficaz en el arsenal de su ambiciosa OTAN artística.
Como consecuencia de la persecución nazi en Europa, buena parte de los creadores de vanguardia se refugiaron en Estados Unidos y, para su sorpresa, descubrieron un rechazo profundo a sus innovaciones. El ejemplo más pintoresco de esta repulsa lo proveyó un legislador republicano por Misuri, George Dondero, quien sostuvo que el arte moderno formaba parte de una conspiración mundial «comunistoide» para debilitar la moral estadounidense: El cubismo pretende destruir mediante el desorden calculado. «El futurismo, mediante el mito de la máquina... El expresionismo pretende destruir remedando lo primitivo y lo psicótico. El arte abstracto pretende destruir por medio de la confusión de la mente... el surrealismo pretende destruir por negación de la razón».
Era natural que los planificadores de la élite política y cultural, que estaban armando una estrategia mundial contrarrevolucionaria, no compartieran tales dislates y mostraran una mayor sensibilidad y apertura cosmopolita, que la que se desprendía de la mentalidad predominante en el Medio Oeste agrícola y granjero. Comprendieron rápidamente que para construir el liderazgo mundial que era su meta, a las dimensiones económica y política deberían agregarle otra dimensión, la artístico-cultural.
Fue entonces cuando emprendieron la promoción internacional del expresionismo abstracto, corriente pictórica que ofrecía la doble ventaja de ser -según su apologistas- auténticamente estadounidense y oponerse frontalmente al realismo socialista de manufactura estalinista. Si los Estados Unidos y, en particular la ciudad de Nueva York, se estaban convirtiendo en el centro político y económico del mundo «occidental», solo restaba que tuviese su correlativo liderazgo cultural y una expresión artística adecuada a su inédita función dirigente global.
Se trataba de proclamar no sólo la ruptura e independencia con respecto al arte europeo, sino además la creatividad específica de Estados Unidos, libre, abierta, vanguardista, totalmente opuesta y superadora del academicismo rígido y amanerado del realismo soviético. En la relectura final, que apoyó el presidente Dwight Eisenhower en los años cincuenta, el expresionismo abstracto resultó ser manifestación del espíritu de la «libre empresa», que habría hecho grande a Estados Unidos.
En esta ambiciosa contraofensiva cultural no faltó el entusiasta apoyo del Congreso por la Libertad de la Cultura; de las publicaciones masivas del emporio Time-Life; de los grandes museos neoyorquinos encabezados por el de Arte Moderno, el famoso MoMA, regenteado entre otros magnates por Nelson Rockefeller y, finalmente, el financiamiento de dicha campaña por la larga e interesada generosidad de las fundaciones de la élite, y otras que servían de pantalla a los aportes clandestinos de la CIA.
Allí aparecen nombres célebres que «recién se enteraron» de la presencia de la CIA cuando el New York Times lo denunció públicamente en 1966. Entre otros Saunders recorre los pasos sinuosos de Isaiah Berlin, Freddie Ayer, André Malraux, Nicolás Nabokov (primo del autor de Lolita), André Gide, Jacques Maritain, T.S. Elliot, Benedetto Croce, Arthur Koestler, Raymond Aron, Salvador de Madariaga y Karl Jaspers. Al adherir en sus manifiestos anticomunistas de manera «ingenua» o abierta a las direcciones ideológicas de los agentes de la CIA Michael Josselson, Tom Braden, John Hunt o Melvin Lasky estos intelectuales se ganaban automáticamente un pasaporte oficial de la cultura.
También obtenían viajes en cruceros, estadías en hoteles cinco estrellas de Europa y Nueva York donde se codeaban con el jet set y los atendía una legión de sirvientes. Ninguno de ellos se preguntaba, afirma Stonor Saunders, quién pagaba todo ese lujo ni de dónde salía el dinero.
Y si alguien preguntaba había una respuesta preparada: fundaciones «filantrópicas y humanitarias»: Ford, Farfield, Kaplan, Rockefeller o Carnegie, auténticas «tapaderas» de la CIA que el crítico uruguayo Ángel Rama -quien residió durante años en Venezuela- denominó «fachadas culturales».
Pero este audaz operativo político-cultural no dejó de enfrentar críticas y resistencias. En primer lugar del propio público estadounidense. Dondero no era un solitario francotirador, era altamente representativo del gusto y los prejuicios mayoritarios. «Para favorecer la libertad de expresión -confesará más tarde Tom Braden, alto funcionario de la CIA- teníamos que hacer todo en secreto». O dicho de otra forma, según Frances Stonor Saunders: «De nuevo nos encontramos con esa sublime paradoja de la estrategia americana en la guerra fría cultural: para promover la aceptación del arte producido en [y cacareado como expresión de la] democracia habría que salvar el escollo del propio proceso democrático».
Una segunda fuente de sospechas y críticas surgió en el propio frente cultual interno, y también en Europa. En 1952, la revista comunista estadounidense Masses and Mainstream disparó una andanada sobre el arte abstracto y su catedral, el Museo de Arte Moderno neoyorquino, cuyo título «Dólares, garabatos y muerte», resultó inquietantemente profético.
En los años más álgidos de la Guerra Fría se desencadenó sobre Europa un verdadero Plan Marshall en el campo artístico. En estrecha colaboración con la CIA, el MoMA y la Fundación Rockefeller organizaron el desembarco triunfal de expresionismo abstracto en las ciudades principales del viejo continente. «Parte de la prensa francesa se dio cuenta de la maniobra política tras la exposición -afirma Saunders- y se hizo maliciosa referencia a que el Musée d’Art Modern era un nuevo enclave del “territorio de Estados Unidos”, y a los pintores participantes en la muestra se los denominó “Los doce apóstoles de monsieur Foster Dulles”».
También en los medios artísticos estadounidenses llovieron las impugnaciones sobre los expresionistas, que transitaron de la disidencia de izquierda a ser ungidos y utilizados por la élite imperialista. Esta historia tuvo un colofón trágico para ellos: presionados por los dilemas de conciencia y por las acusaciones de haber cedido a la codicia y la ambición, escaparan de la vida y sus contradicciones mediante el alcoholismo, el suicidio o los accidentes de tráfico. Triste final para la primera generación de auténticos creadores que produjo el arte estadounidense.
¿Cómo pudo acceder la investigadora a la muy abundante documentación original que le permitió escribir un libro de más de 600 páginas? Al principio pensó en aprovechar las facilidades que otorga la Ley de Libertad de Información de los Estados Unidos, que ha permitido recientemente realizar estudios valiosos sobre el FBI, «pero conseguir información de la CIA es harina de otro costal», y abundando, prosigue: «Aún espero la respuesta a mi primera solicitud de 1992. De otra petición posterior recibí el acuse de recibo, aunque se me advirtió que el costo total para suministrarme los documentos que solicitaba estaría en torno a los 30.000 dólares».
En compensación, aprovechó la gran riqueza de los archivos privados y entrevistó a una serie de estratégicos actores de la guerra fría cultural. El Estado de EE.UU. asociaba por aquellos años a personas y organizaciones del sector privado, que, de hecho, se convertían en cuasioficiales, gubernamentales; un resultado paradójico de esta división de competencias ha sido facilitar el acceso a la documentación que permite indagar las mencionadas operaciones, incluso en el caso de las clandestinas o encubiertas.
Y quizá también haya llegado el momento de investigar esta dimensión de la dominación imperial en América Latina. Algunas cosas se saben, otras se sospechan y seguramente cuando se encare esta tarea, las sorpresas pueden resultar aún más numerosas e iluminadoras.
Aunque en este libro el lector latinoamericano notará la ausencia de un capítulo sobre la región, hubo quienes investigaron el tema local. Un excelente complemento de esta investigación es el libro Mundo Nuevo. Cultura y Guerra fría en la década del 60 de María Eugenia Mudrovcic, actual profesora de la Universidad de Michigan.
Mudrovcic analizó cómo la CIA y la Fundación Ford impulsaron y financiaron al mundo literario latinoamericano de los años 60. Contrapuso la revista Mundo Nuevo, dirigida por Emir Rodríguez Monegal con la cubana Casa de las Américas, a cargo de Roberto Fernández Retamar. «En París se habla en todas partes de las últimas revelaciones referentes a los fondos de la CIA, que sin duda conoces, y que no hacen más que confirmar lo que todos sabíamos», escribió Julio Cortázar a Retamar el 17 de febrero de 1967 aludiendo a Rodríguez Monegal.
La CIA decía promover la libertad de expresión. Para ello reclutaron nazis, manipularon elecciones democráticas, proporcionaron LSD a personas inocentes, abrieron el correo de miles de ciudadanos americanos, derrocaron gobiernos, apoyaron dictaduras, tramaron asesinatos y compraron conciencias. ¿En nombre de qué? No de la virtud cívica, sino del imperio. Así finaliza sus más de 600 páginas Stonor Saunders.
Lo más inquietante de esta rigurosísima investigación reside en que no relata algo ya fenecido, perteneciente a un pasado de juego sucio y siniestro pero definitivamente clausurado. No. ¡La fascinante historia relatada tiene final abierto! La «defensa de la libertad» continúa. La compañía sigue operando.
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