La idea central de la discusión que plantea Lanz es interrogar la experiencia de lo cotidiano a partir del cuestionamiento teórico de figuras emblemáticas como la de “masas” o “pueblo”, tanto en el sentido de su estigmatización en los discursos de las élites, como en su ensalzamiento en los lenguajes populistas y demagógicos.
Se trata de reintroducir una mirada transversal a la experiencia popular -cultural, política o afectiva- que nos permita visualizar nuevos contenidos en las formas asociativas de la gente, en sus modulaciones gregarias, en sus modos de compartir distintas prácticas.
La intuición de fondo es que en estas experiencias se construyen -ética-estéticamente distintos lazos que permanecen “invisibles” para el análisis sociológico convencional o para la instrumentación politiquera de oficio. Tales ligazones hablan en primer lugar de una sensibilidad que flota en los ambientes de lo popular que opera como “cemento” para la lógica de sentido de la vida cotidiana.
Lo “popular” está intervenido por un fuerte sesgo estigmatizador cuando es mirado desde el discurso elitesco: sea que el “pueblo” es figurado como el lugar de las carencias y debilidades, sea que se le atribuyen los sufrimientos y martirios que resultan de todas las modalidades históricas de ejercicio del poder. Además en esa imagen de lo “popular” reside un compendio de ignorancia, elementalidad y mal gusto que funciona eficazmente en la construcción de estereotipos y representaciones.
De otro lado, lo “popular” es elevado míticamente como fuerza recóndita, como sabiduría que se comparte en los intersticios, como entidad predestinada a las azañas y a las misiones heroicas.
En ambos polos de este continuom interpretativo se expresa una imagenería de lo “popular” íntimamente asociada a la condición sociológica de la pobreza. La figura rectora que está por detrás es la de pueblo pobre que arrastra todas las calamidades de la violencia, la miseria y la exclusión. Esta conexión entre la pobreza y lo popular ha estado nutriendo durante siglos la imagen más frecuente en las representaciones políticas, estéticas y cognitivas que navegan por el conjunto de la sociedad a través de las redes semióticas que son propias de cada momento histórico.
Desde luego, la pobreza en cuestión no es una imagen retórica construida por las ficciones literarias: se trata -lamentablemente- de una condición estructural que acompaña el largo trayecto de construcción de distintos tipos de sociedades, y en particular, el itinerario propio de la Modernidad como civilización. Peor aún: es la condición de base que nutre buena parte de los proyectos políticos en regiones como América Latina, toda vez que estas sociedades han sufrido históricamente el síndrome de una modernización sin Modernidad, es decir, la implantación compulsiva de diversas formas institucionales de la Modernidad bajo un suelo cultural pre-moderno.
De ese modo la reivindicación de “lo popular” aparece frecuentemente como un componente casi “natural” en los discursos de derecha y de izquierda, en las figuraciones de la cultura, en las construcciones imaginarias de todo tipo. El pueblo es una suerte de metáfora organizadora de distintos registros, sobre manera, en el espacio público donde el discurso dominante capitaliza los sentimientos de redención largamente diferidos en todas las tentativas políticas de conquistar derechos y remediar injusticias. El pueblo resulta la más clara evocación de lo que permanece irresuelto, lo que aún está por hacerse, lo que la democracia no ha logrado cristalizar.
Ello explica de algún modo la carga de negatividad que está en la base de esta figura emblemática. Lo popular resuena como eco de la grandes injusticias del capitalismo, como fracaso de la Modernidad, como perversión de un subdesarrollo que parece ser consustancial al modo dependiente y subalterno de los modelos de implantación de las tecnologías productivas, de los estilos de vida de las grandes metrópolis, de las pautas de consumo cultural que suministra el espejismo de una sociedad-mundo de “iguales”.
Al mismo tiempo, a contrapelo de la tendencia que venimos de describir, la impronta de lo popular encuentra otros desarrollos en las prácticas diversas que constituyen las nuevas socialidades, es decir, en el terreno de la vida cotidiana donde conviven -contradictoriamente- valores y representaciones de diferentes direccionalidades. De ese modo, la cultura de masas que se configura en la hibridez de estas temporalidades superpuestas significa un paso adelante respecto a la vieja imagen de la “cultura popular” [1]. Lo que ha ocurrido en las últimas décadas en el Continente es un abigarrado proceso de entrecruzamientos en el que ya no es posible mantener los viejos límites identitarios de clases, grupos, regiones y localidades. Con las matizaciones que se encontrarán según las manifestaciones del tipo de práctica cultural que se analice (será diferente en las industrias culturales, en la narrativa o en la cultura política) lo que importa es destacar la fuerza constructiva que puede emerger de una sensibilidad de masas instalada en las prácticas de la gente, con prescindencia de cuán pobres son estos actores y en qué lugar geográfico se constituyen estas prácticas. Esta transversalidad de los sentidos y su nomadismo en todos los pliegues de la sociedad inauguran un nuevo tipo de sensibilidad -o al menos la hacen visible-de cara a los discursos dominantes y a los rituales del poder.
La intuición que guía estos comentarios es la idea de un proceso emergente de reapropiación [2] cultural de tal envergadura que estaría impregnando constructivamente todo el quehacer de la vida social que bulle en todos lados. Frente a la inercia institucional que recubre ficticiamente los espacios de la vida pública, se desarrolla subterráneamente toda una rica diversidad de prácticas culturales en el dinamismo cotidiano de la gente común, en la espontaneidad de la vida colectiva, en las expresiones múltiples de un sentir popular que ya no puede ser visto como simple emanación de la pobreza.
Esta fenomenología de lo popular no es una mera exaltación de lo marginado frente a la impronta del poder (que también lo es, desde luego). El asunto de fondo es justamente la necesidad de una mirada distinta que pueda redescubrir en los intersticios la calidad de estas nuevas prácticas, la densidad de este nuevo tipo de sensibilidad, la fuerza creadora de una socialidad que se afinca en la empatía, en la pulsión gregaria que nace instantáneamente, en los lazos que van tejiéndose en la experiencia de “sentir juntos” (M. Maffesoli).
El asunto es poder contribuir a una mayor visibilidad de esta experiencia micrológica, y con ello, aportar en la dirección de una articulación creciente de actores, prácticas y discursos que están inaugurando por sí solos los embriones de una nueva manera de pensar y vivir nuestras realidades. Una transformación profunda de estas ficciones de “sociedad” que hemos heredado pasa por una nueva mirada de la vida cotidiana, a mucha distancia de cualquiera forma de populismo o de cosmopolitismo frívolo, tomándose en serio la valoración de la experiencia de la gente tal como ella ocurre (no como quisiera que ocurra tal o cual modelo de sociedad ideal). Una nueva forma social puede estar naciendo. Ella no es todavía visible para los esquemas tradicionales de entendimiento. Cabalgar sobre esas nuevas formas de socialidad es lo mejor que puede ocurrirle a la teoría. Esa es la apuesta.
[1] Una importante producción intelectual en este campo se está haciendo cargo de la noción cultural de las “masas” en América Latina. En particular, en lo que concierne al impacto de los nuevos fenómenos de la comunicación. Destaca en este ámbito la investigación que adelanta desde hace muchos años Jesús Martín-Barbero
[2] Seguimos aquí las valiosas aportaciones del amigo Julio Ortega.
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