Oí hablar por primera vez de ella en 1970, cuando el tiempo no me era conciencia pero esta, en cambio, comenzaba a atizarme las utopías de justicia, igualdad, paz, amor, revolución. Oí su nombre, no como el de la mujer militante de esas mismas y mayores utopías, sino como referente materno: ‘Mataron al hijo de Nela Martínez’, decían, alarmados, compañeros de las causas estudiantiles, cuando la última dictadura de Velasco Ibarra se empeñó en sofocar las protestas de ese movimiento de la época, más hormonal que ideológico pero político al fin. Felizmente, el hijo de Nela vive hasta hoy para contar la historia.
Ahora, cuando el tiempo nos cobra su transcurso, recuerdo ese momento que fue el inicio de una relación no muy frecuente pero siempre ilustrativa y cálida para mí, aunque hubiera tenido que esperar 15 años para conocerla personalmente y escuchar, de voz propia, la narración de los acontecimientos que protagonizó, como ‘La Gloriosa’ (1944) y que la convirtieron en una de las más destacadas personalidades, por íntegra y entregada a sus convicciones, del Ecuador del siglo XX.
No puedo dejar de recordar ese mensaje telefónico que encontré un día de enero 2000, en el que me deseaba, deseándose, fuerzas para seguir con la esperanza en el siglo que empezaba. Y me conmoví. Como ahora, cuando escribo esta nota que no podrá reflejarla de cuerpo ni de espíritu enteros, porque Nela era mucha mujer para tan pocas letras.
Símbolo de luchadora social y política, de protagonista de causas esenciales como la de los indígenas y las mujeres; capaz de ser amiga de otras grandes como Dolores Cacuango y Luisa Gómez de la Torre, e impulsar a las que podíamos ser sus hijas o sus nietas; de dar discursos de barricada y escribir poemas y narrativa y artículos periodísticos, aunque tuviera que recurrir a seudónimos para burlar represiones, que sufrió desde muy joven, cuando se afilió al Partido Comunista aun en contra de tradiciones familiares; capaz de ser madre de cuatro hijos y compañera de vida y convicciones.
Levantó el nombre de Manuela Sáenz, la colibertadora, como bautizó con acierto a esta otra brava mujer y apasionada. Como ella. Veo similitudes entre estas dos intensas militantes de la libertad que, cada una en su momento, desafiaron convencionalismos y supieron tomar la sartén por el mango, poner los puntos sobre las íes con las caras de frente, los amores a cuestas, la ilusión desatada y la lucidez permanente para mirar sus mundos.
Las mujeres de Ecuador le debemos, entre muchas cosas, el inicio de las primeras organizaciones con carácter político, como la Alianza Femenina Ecuatoriana (1939), y el habernos abierto las puertas del Congreso, cuando fue electa diputada, aunque los conceptos masculinos y comunistas de entonces, no le permitieran ejercer debidamente el cargo.
Nos queda de ella el ejemplo de una vida vivida de acuerdo con sus convicciones. Queda en la historia de las mujeres, del país, de América Latina; en la historia de las resistencias y las solidaridades. ¡Que la memoria te guarde, amiga!
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