Cuando se trata de la política latinoamericana, terreno donde abundan los ajustes de cuentas y florece la corrupción, resulta sorprendente una reacción tan inmediata, radical y unánime como la observada en la defenestración del flamante Secretario General de la OEA y ex presidente de Costa Rica, Miguel Ángel Rodríguez.
Tal parece como si la OEA que se refociló con Batista, Pérez Jiménez, Duvalier, Strossner y Somoza, santificó invasiones y desmanes yanquis, miró para otro lado cuando en Sudamérica se torturaba y se asesinaba, aprovechara la anécdota para retocar su grotesca imagen.
El errático proceso que condujo a la OEA comenzó en 1890, cuando al calor del panamericanismo, auspiciado por Estados Unidos, en Washington se creó la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas que, en 1910 se convirtió en la Unión Panamericana y, en 1948 en la OEA, surgida como parte del proyecto de arquitectura internacional de posguerra diseñado por Franklin D. Roosevelt.
Muerto Roosevelt, con mucho menos talento y creatividad, Truman se encargó de poner en práctica sus ideas, las que contaminó con su doctrina de contención del comunismo, que condujo a la Guerra de Corea y la Guerra Fría, al despliegue de una ruinosa carrera de armamentos que emponzoñó los ambientes internacionales y tuvo profundas repercusiones en América Latina, donde se concretó en el Pacto de Río, base del auge del militarismo en la región.
Fue precisamente ese Tratado el instrumento jurídico invocado en 1962 para santificar la agresión norteamericana contra Cuba y expulsarla de la OEA. Con esa acción todos los gobiernos latinoamericanos de entonces, con la única excepción de México, se sumaron al bloqueo norteamericano contra Cuba y asumieron un vergonzoso papel en los esfuerzos por aislarla del ámbito latinoamericano, estrangulando su proceso revolucionario.
De ese modo, la OEA continuó el camino de sometimiento a Estados Unidos iniciado en 1954, cuando la X Conferencia Interamericana que tuvo lugar en Washington, aprobó una resolución de condena al gobierno guatemalteco encabezado por Jacobo Arbenz.
La OEA, la organización regional más políticamente corrupta, nunca tuvo pudor ni ocultó su condición de apéndice de la política exterior norteamericana para la región, por lo que fue bautizada como Ministerio de Colonias yanqui, condición vergonzosamente ratificada en 1982 cuando Argentina confrontó a Inglaterra por la soberanía de las islas Malvinas. La OEA se postro ante Reagan que apoyó a Gran Bretaña convirtiendo en letra muerta su famosa doctrina Monroe.
El detonante del escándalo que ahora involucra a Rodríguez fueron las revelaciones acerca de que un ex alto funcionario gubernamental del sector eléctrico cobró a la transnacional francesa ALCATEL, una coima de dos millones y medio de dólares, el 60 % de los cuales fueron a parar al bolsillo del entonces presidente de Costa Rica y últimamente Secretario General de la OEA.
Lo llamativo del proceso ha sido la prioridad que le concedieron el presidente de Costa Rica, Abel Pacheco y del fiscal general, Francisco Dall’Anese que pidieron “rabo y oreja”, la diligencia del juzgado de San José que libró una orden internacional de captura contra Rodríguez, petición rápidamente entregada a la embajada de Estados Unidos.
Sin que mediaran investigaciones, pruebas ni confesión, la cúpula del Partido Unidad Social Cristiana donde militaba Rodríguez, procedió a separarlo de sus filas. El trámite se completó cuando el norteamericano Luigi Enaudi, Secretario General Adjunto, asumió provisionalmente la jefatura de la OEA.
A nivel internacional, no ha habido voces discordantes, ni siquiera alguien que reclame prudencia. Al monocorde coro se han sumado delegados ante lo OEA, cancilleres e incluso algunos presidentes y ex presidentes, los mismos que hace tres semanas, durante la elección, lo llenaron de elogios, otorgándoles su voto para una elección unánime. A la toma de posesión del hoy vilipendiado ex secretario general, asistieron 11 presidentes, dos vicepresidentes y 26 cancilleres. Todo eso ocurrió hace tres semanas.
No es creíble la masiva ingenuidad de los dignatarios latinoamericanos y de las instancias de gobierno y administración de justicia de Costa Rica.
No hace falta ser muy versado en los retruécanos del funcionamiento de los organismos internacionales para saber que a Secretario General de la OEA no se llega como quien gana un concurso de simpatías, sino que se necesita el respaldo de todos los estados miembros, alcanzable únicamente por medio de largas y difíciles negociaciones, que necesariamente implican a todos los gobiernos y cancillerias. Nadie puede avanzar un metro en esa carrera sin el visto bueno de los Estados Unidos. Tal vez no era el candidato de Estados Unidos que ordenó rectificar.
Para una mejor información a la opinión pública, es bueno establecer que no se trata de un advenedizo ni de un principiante. Rodríguez participa de la actividad política costarricense hace 40 años, desde que a los 26 llego a ministro. Es graduado de economía en la Universidad de Berkeley, se doctoró en Leyes, Economía y Ciencias Sociales en la Universidad de Costa Rica.
Ha sido profesor de ambas universidades además en la George Washington en Estados Unidos, la Universidad Autónoma de Centroamérica y la Universidad de California.
Ha presidido y fungido como miembro en las juntas directivas y laborado como asesor y ejecutivo de varias grandes empresas y organizaciones bancarias, nacionales y extranjeras.
En el ámbito político se le conoce como directivo del Partido Unidad Social Cristiana de Costa Rica y presidente de la organización socialcristiana para América Latina, diputado y presidente del parlamento de su país, donde ha ocupado varias carteras ministeriales y ha sido asesor y consejero de varios presidentes, además de columnista en periódicos y revistas.
En cualquier caso, es plausible la dinámica reacción de las autoridades políticas de Costa Rica, la movilización de la opinión pública, la vigorosa respuesta de la sociedad civil, la competente actuación del poder judicial y la eficaz labor de la prensa frente a hechos de corrupción.
Lo que no debe ocurrir es que la anécdota que ha traumatizado al honrado pueblo tico, se convierta en una coartada para lavar la sucia imagen de la OEA. Si Rodríguez es o no culpable es cosa que corresponde dirimir a los costarricenses que cuentan con la voluntad política y los instrumentos legales para hacerlo. La OEA que nunca estuvo a la altura de los pueblos que dice representar, no puede manipular la vergüenza y la ira de los costarricenses o hacernos creer que ha dejado de ser la vieja dama indigna que todos conocemos.
A otros con esos cuentos.
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