Nació en prisión esta aventura de la libertad. En la cárcel de Sevilla,
"donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace
habitación", fue engendrado Don Quijote de la Mancha. El papá estaba preso
por deudas.
Exactamente tres siglos antes, Marco Polo había dictado su libro de viajes
en la cárcel de Génova, y sus compañeros de prisión habían escuchado, y
escuchándolo habían viajado.
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Cervantes se propuso escribir una parodia de las novelas de caballería. Ya
nadie, o casi nadie, las leía. Estaban pasadas de moda. La tomadura de pelo
fue un esfuerzo digno de mejor causa. Y sin embargo, esa inútil aventura
literaria resultó mucho más que su proyecto original, viajó más lejos y más
alto y se convirtió en la novela más popular de todos los tiempos y de todas
las lenguas.
Merece gratitud eterna el caballero de la triste figura. A don Quijote los
libros de caballería le habían quemado la cabeza, pero él, que se perdió por
leer, salva a quienes lo leemos. Nos salva de la solemnidad y del
aburrimiento.
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Famosos estereotipos: don Quijote y Sancho Panza, el caballero y su
escudero, la locura y la cordura, el soñador hidalgo con la cabeza en las
nubes y el labriego rústico de pata en tierra.
Es verdad que don Quijote se vuelve loco de remate cada vez que monta a
Rocinante, pero cuando desmonta suele decir frases que vienen del más puro
sentido común, y en ocasiones pareciera que se hace el loco sólo por cumplir
con el autor o el lector. Y Sancho Panza, el ramplón, el bruto, sabe ejercer
con ejemplar sutileza su gobierno de la ínsula de Barataria.
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Tan frágil que parecía y fue el más duradero. Cada día cabalga con más
ganas, y no sólo por la manchega llanura. Tentado por los caminos del mundo,
el personaje se escapa del autor y en sus lectores se transfigura. Y
entonces hace lo que no hizo, y dice lo que no dijo.
Don Quijote jamás pronunció la más famosa de sus frases. "Ladran, Sancho,
señal que cabalgamos" no figura en la obra de Cervantes. ¿Qué anónimo lector
habrá sido el autor?
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Metido en su armadura de latón, montado en su rocín hambriento, don Quijote
parece destinado a la derrota y al ridículo.
Este delirante se cree personaje de novela de caballería y cree que las
novelas de caballería son libros de historia. Sin embargo, no siempre cae
despatarrado en sus lances imposibles, y a veces hasta aplica honrosas
tundas a los enemigos que enfrenta o inventa. Y ridículo es, qué duda cabe,
pero entrañablemente ridículo. Cree el niño que una escoba es un caballo,
mientras el juego dura, y mientras dura la lectura los lectores acompañamos
y compartimos los andares estrafalarios de don Quijote.
Reímos de él, sí, pero mucho más reímos con él.
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"No te tomes en serio nada que no te haga reír", me aconsejó alguna vez un
amigo brasileño. Y el lenguaje popular se toma en serio los delirios de don
Quijote y expresa la dimensión heroica que la gente ha otorgado a este
antihéroe. Hasta el Diccionario de la Real Academia Española lo reconoce
así. Quijotada es, según el diccionario, "la acción propia de un quijote" y
quijote es aquel que "antepone sus ideales a su conveniencia y obra
desinteresada y comprometidamente en defensa de causas que considera justas,
sin conseguirlo".
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Dos veces pidió Cervantes empleo en América, y dos veces fue rechazado.
Algunas versiones dicen que era dudosa su limpieza de sangre. Los estatutos
prohibían viajar a las colonias americanas a quien llevara en sus venas
glóbulos judíos, musulmanes o heréticos, que se trasmitían a lo largo de no
menos de siete generaciones. Quizá la sospecha de algún abuelo o bisabuelo
que fuera judío converso explica la respuesta oficial a las solicitudes de
Cervantes: "Busque por acá en qué se le haga merced".
El no pudo venir a América. Pero su hijo, don Quijote, sí. Y en América le
fue de lo más bien.
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En 1965, el Che Guevara escribió la última carta a sus padres.
Para decirles adiós, no citó a Marx. Escribió: "Otra vez siento bajo mis
talones el costillar de Rocinante. Vuelvo al camino con mi adarga al brazo".
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En sus malandanzas, evocaba don Quijote la edad dorada, cuando todo era
común y no había tuyo ni mío. Después, decía, habían empezado los abusos, y
por eso había sido necesario que salieran al camino los caballeros andantes,
para defender a las doncellas, amparar a las viudas y socorrer a los
huérfanos y a los menesterosos.
El poeta León Felipe creía que los ojos y la conciencia de don Quijote "ven
y organizan el mundo no como es, sino como debiera ser. Cuando don Quijote
toma al ventero ladrón por un caballero cortés y hospitalario, a las
prostitutas descaradas por doncellas hermosísimas, la venta por un albergue
decoroso, el pan negro por pan candeal y el silbo del capador por una música
acogedora, dice que en el mundo no debe haber ni hombres ladrones ni amor
mercenario ni comida escasa ni albergue oscuro ni música horrible".
***
Unos años antes de que Cervantes inventara a su febril justiciero, Tomás
Moro había contado la utopía. En el libro de Tomás Moro, Utopía, u-topía
significaba no-lugar. Pero quizás ese reino de la fantasía encuentra lugar
en los ojos que lo adivinan, y en ellos encarna. Bien decía George Bernard
Shaw que hay quienes observan la realidad tal cual es y se preguntan por
qué, y hay quienes imaginan la realidad como jamás ha sido y se preguntan
por qué no.
Está visto, y los ciegos lo ven, que cada persona contiene otras personas
posibles, y cada mundo contiene su contramundo. Esa promesa escondida, el
mundo que necesitamos, no es menos real que el mundo que conocemos y
padecemos.
Bien lo saben, bien lo viven, los aporreados que todavía cometen la locura
de volver al camino, una vez y otra y otra, porque siguen creyendo que el
camino es un desafío que espera, y porque siguen creyendo que desfacer
agravios y enderezar entuertos es un disparate que vale la pena.
***
Ayuda lo imposible a que lo posible se abra paso. Por decirlo en términos de
la farmacia de don Quijote: tan mágico es este bálsamo de Fierabrás, que a
veces nos salva de la maldición del fatalismo y de la peste de la
desesperanza.
¿No es ésta, al fin y al cabo, la gran paradoja del viaje humano en el
mundo? Navega el navegante, aunque sepa que jamás tocará las estrellas que
lo guían.
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