Una inmensa explosión de gas:
eso fue el alzamiento popular
que sacudió a toda Bolivia y
culminó con la renuncia del
presidente Sánchez de Lozada,
que se fugó dejando tras sí un
tendal de muertos. El gas iba a
ser enviado a California, a precio
ruin y a cambio de mezquinas
regalías, a través de tierras
chilenas que en otros tiempos
habían sido bolivianas. La salida
del gas por un puerto de Chile
echó sal a la herida, en un país
que desde hace más de un siglo
viene exigiendo, en vano, la
recuperación del camino hacia el
mar que perdió en 1883, en la
guerra que Chile ganó.
Pero la ruta del gas no fue el motivo más
importante de la furia que ardió por todas
partes. Otra fuente esencial tuvo la indignación
popular, que el gobierno respondió
a balazos, como es costumbre, regando de
muertos las calles y los caminos.
La gente se ha alzado porque se niega a aceptar que
ocurra con el gas lo que antes ocurrió con la
plata, el salitre, el estaño y todo lo demás.
La memoria duele y enseña: los recursos
naturales no renovables se van sin
decir adiós, y jamás regresan.
Allá por 1870, un diplomático inglés
sufrió en Bolivia un desagradable incidente.
El dictador Mariano Melgarejo le
ofreció un vaso de chicha, la bebida nacional
hecha de maíz fermentado, y el diplomático
agradeció pero dijo que prefería
chocolate. Melgarejo, con su habitual delicadeza,
lo obligó a beber una enorme tinaja
llena de chocolate y después lo paseó en un
burro, montado al revés, por las calles de la
ciudad de La Paz. Cuando la reina Victoria,
en Londres, se enteró del asunto, mandó
traer un mapa, tachó el país con una cruz de
tiza y sentenció: "Bolivia no existe".
Varias veces escuché esta historia.
¿Habrá ocurrido así? Puede que sí, puede
que no. Pero la frase ésa, atribuida a la arrogancia
imperial, se puede leer también como
una involuntaria síntesis de la atormentada
historia del pueblo boliviano.
La tragedia se repite, girando como una
calesita: desde hace cinco siglos, la fabulosa
riqueza de Bolivia maldice a los bolivianos,
que son los pobres más pobres de América
del Sur. "Bolivia no existe": no existe
para sus hijos.
Allá en la época colonial, la plata
de Potosí fue, durante más de dos siglos, el
principal alimento del desarrollo capitalista
de Europa. "Vale un Potosí", se decía, para
elogiar lo que no tenía precio.
A mediados del siglo dieciséis, la ciudad
más poblada, más cara y más derrochona
del mundo brotó y creció al pie de la
montaña que manaba plata. Esa montaña,
el llamado Cerro Rico, tragaba indios.
"Estaban los caminos cubiertos, que
parecía que se mudaba el reino", escribió
un rico minero de Potosí: las comunidades
se vaciaban de hombres, que de todas partes marchaban, prisioneros, rumbo a la boca
que conducía a los socavones.
Afuera, temperaturas de hielo. Adentro,
el infierno. De cada diez que entraban,
sólo tres salían vivos. Pero los condenados
a la mina, que poco duraban, generaban la
fortuna de los banqueros flamencos,
genoveses y alemanes, acreedores de la
corona española, y eran esos indios quienes
hacían posible la acumulación de capitales
que convirtió a Europa en lo que
Europa es.
¿Qué quedó en Bolivia, de todo eso?
Una montaña hueca, una incontable cantidad
de indios asesinados por extenuación
y unos cuantos palacios habitados por fantasmas.
En el siglo diecinueve, cuando Bolivia
fue derrotada en la llamada Guerra del
Pacífico, no sólo perdió su salida al mar y
quedó acorralada en el corazón de América
del Sur. También perdió su salitre.
La historia oficial, que es historia
militar, cuenta que Chile ganó esa guerra;
pero la historia real comprueba que el vencedor
fue el empresario británico
John Thomas North. Sin disparar un
tiro ni gastar un penique, North conquistó
territorios que habían sido de Bolivia y de
Perú y se convirtió en el rey del salitre, que
era por entonces el fertilizante imprescindible
para alimentar las cansadas tierras de
Europa.
En el siglo veinte, Bolivia fue el
principal abastecedor de estaño en el mercado
internacional.
Los envases de hojalata, que dieron
fama a Andy Warlhol, provenían de las
minas que producían estaño y viudas. En
profundidad de los socavones, el implacable
polvo de sílice mataba por asfixia.
Los obreros pudrían sus pulmones para
que el mundo pudiera consumir estaño
barato.
Durante la Segunda Guerra Mundial,
Bolivia contribuyó a la causa aliada
vendiendo su mineral a un precio diez veces
más bajo que el bajo precio de siempre.
Los salarios obreros se redujeron a la
nada, hubo huelga, las ametralladoras escupieron
fuego.
Simón Patiño, dueño del negocio y
amo del país,no tuvo que pagar indemnizaciones,
porque la matanza por metralla
no es accidente de trabajo.
Por entonces, don Simón pagaba
cincuenta dólares anuales de impuesto a
la renta, pero pagaba mucho más al presidente
de la nación y a todo su gabinete. El
había sido un muerto de hambre tocado
por la varita mágica de la diosa Fortuna.
Sus nietas y nietos ingresaron a la nobleza
europea. Se casaron con condes, marqueses
y parientes de reyes.
Cuando la revolución de 1952 destronó
a Patiño y nacionalizó el estaño, era
poco el mineral que quedaba. No más que
los restos de medio siglo de desaforada
explotación al servicio del mercado mundial.
Hace más de cien años, el historiador
Gabriel René Moreno descubrió que
el pueblo boliviano era "celularmente incapaz".
El había puesto en la balanza el
cerebro indígena y el cerebro mestizo, y
había comprobado que pesaban entre cinco,
siete y diez onzas menos que el cerebro
de raza blanca.
Ha pasado el tiempo, y el país que
no existe sigue enfermo de racismo. Pero
el país que quiere existir, donde la mayoría
indígena no tiene vergüenza de ser lo
que es, no escupe al espejo.
Esa Bolivia, harta de vivir en función
del progreso ajeno, es el país de verdad.
Su historia, ignorada, abunda en derrotas
y traiciones, pero también en milagros
de esos que son capaces de hacer los
despreciados cuando dejan de despreciarse
a sí mismos y cuando dejan de pelearse
entre ellos.
Hechos asombrosos, de mucho brío,
están ocurriendo, sin ir más lejos, en estos
tiempos que corren.En el año 2000, un caso
único en el mundo:una pueblada desprivatizó
el agua.
La llamada "guerra del agua" ocurrió
en Cochabamba. Los campesinos marcharon
desde los valles y bloquearon la ciudad,
y también la ciudad se alzó. Les contestaron
con balas y gases, el gobierno
decretó el estado de sitio.
Pero la rebelión colectiva continuó,
imparable, hasta que en la embestida final
el agua fue arrancada de manos de la empresa
Bechtel y la gente recuperó el riego
de sus cuerpos y de sus sembradíos. (La
empresa Bechtel, con sede en California,
recibe ahora el consuelo del presidente
Bush, que le regala contratos millonarios en Irak.)
Hace unos meses, otra explosión
popular, en toda Bolivia, venció nada menos
que al Fondo Monetario Internacional.
El Fondo vendió cara su derrota, cobró
más de treinta vidas asesinadas por las
llamadas fuerzas del orden,pero el pueblo
cumplió su hazaña.
El gobierno no tuvo más remedio que
anular el impuesto a los salarios, que el
Fondo había mandado aplicar.
Ahora, es la guerra del gas. Bolivia
contiene enormes reservas de gas natural.
Sánchez de Lozada había llamado capitalización
a su privatización mal disimulada,
pero el país que quiere existir acaba de
demostrar que no tiene mala memoria.
¿Otra vez la vieja historia de la riqueza
que se evapora en manos ajenas?
"El gas es nuestro derecho", proclamaban
las pancartas en las manifestaciones.
La gente exigía y seguirá exigiendo
queel gas se ponga al servicio de Bolivia,
en lugar de que Bolivia se someta, una
vez más, a la dictadura de su subsuelo.
El derecho a la autodeterminación,
que tanto se invoca y tan poco se respeta,
empieza por ahí.
La desobediencia popular ha hecho
perder un jugoso negocio a la corporación
Pacific LNG, integrada por Repsol,
British Gas y Panamerican Gas, que supo
ser socia de la empresa Enron, famosa por
sus virtuosas costumbres. Todo indica que
la corporación se quedará con las ganas
de ganar, como esperaba, diez dólares por
cada dólar de inversión.
Por su parte, el fugitivo Sánchez de
Lozada ha perdido la presidencia. Seguramente
no ha perdido el sueño. Sobre su
conciencia pesa el crimen de más de
ochenta manifestantes, pero ésta no ha sido
su primera carnicería y este abanderado
de la modernización no se atormenta por
nada que no sea rentable.
Al fin y al cabo, él piensa y habla en
inglés, pero no es el inglés de Shakespeare:
es el de Bush.
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