Hay un malestar innegable
dentro y fuera del gobierno brasileño con relación a la opción macroeconómica adoptada por el presidente Lula. Se enfrentan dos visiones opuestas, cada una con su lógica y su discurso coherente. Una visión, basada en la economía, enarbola los siguientes hechos: después de una política fiscal severa, está ocurriendo un innegable crecimiento económico, se está logrando controlar la inflación y la cotización del dólar, cae la relación PBI/deuda, se establece el pago sostenido de la deuda pública, la balanza comercial muestra excelentes resultados y el nivel de empleo aumenta (aunque haya que reconocer que el 54 por ciento de esos empleos es de, como máximo, un salario mínimo y medio).
La otra visión enfoca a la sociedad y pone sobre la mesa los datos del Informe de los derechos humanos en Brasil 2004, fruto del trabajo de 30 entidades del área, con información que asusta. Casi todos los datos negativos se mantuvieron como estaban o empeoraron: degradación del poder adquisitivo de los salarios, trabajo esclavo (si las unidades móviles de combate a esta práctica tuvieran los recursos adecuados, habrían liberado a mucha gente más), la violencia contra los pueblos indígenas (hubo 16 asesinatos), la violencia en el campo (20 personas fueron muertas y hubo 271 ocupaciones, un 47 por ciento más que en 2003), la aprobación de los transgénicos (en este punto los plantadores lograron doblegar al gobierno), la exclusión social con favelización creciente, la violencia generalizada (la mayor parte de los asesinatos es de jóvenes de entre 19 y 25 años), desmovilización política de los movimientos sociales, el derecho no reconocido a la salud, a la vivienda y al trabajo, el número de niños y adolescentes en el narcotráfico, etcétera.
El análisis crítico muestra que la crisis social es, en parte, el precio a pagar por el éxito económico. El objetivo de lograr superávit primario elevado limita las políticas públicas y las tasas de interés exageradamente altas desestimulan las inversiones de las empresas. Hay, pues, crecimiento económico sin desarrollo social. Las ganancias de la economía no son transferidas en forma de beneficios sociales a las grandes mayorías empobrecidas y excluidas. La redistribución es un fracaso: quien ganaba, ahora gana mucho más, especialmente el sistema financiero y especulativo.
No ocurrió el cambio necesario y prometido. ¡Cuántos esperábamos que un hijo del caos social, sobreviviente de la tribulación histórica de los humillados y ofendidos de nuestro pueblo llevase a cabo el viraje liberador!
Lula fue elegido con esa bandera y, al llegar a la presidencia, cambió de agenda. Por eso, se habla hasta de "violencia de mandato".
Las elites nacionales y mundiales lograron atraerlo hacia su lógica, hacia el modelo económico neoliberal dominante. Y sabemos que aquel que acepta pasar por aquella puerta está perdido. En el umbral, bien podría estar la frase que Dante colocó a la entrada del infierno: "Lasciate ogni speranza voi ch’intrate" (perded toda esperanza los que entráis aquí). Ahí sólo se toman en cuenta los intereses del capital. Y justo él, que representaba los intereses de los trabajadores...
¿Qué es lo que sinceramente esperábamos? Que el presidente, con los triunfos que tenía en la mano por la historia de su vida y por la novedad que representaba el PT, pudiera dar inicio a una superación del neoliberalismo mediante una renegociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI) acerca de las formas de saldar nuestra deuda externa. Esperábamos asimismo un diálogo abierto con otros organismos multilaterales que organizan el mercado y la globalización. Hubiera sido un servicio fantástico prestado a todos los pueblos sometidos a las recetas del FMI, del Banco Mundial y de la OMC. Seguramente, sólo Lula con su liderazgo carismático podría haberse planteado semejante pretensión.
Esperábamos también que sometiera las elites dominantes plutocráticas a la lógica de políticas sociales, para que se empezase a pagar la deuda social secular que ellas mantienen con el pueblo y que jamás fue pagada.
Nada de eso ocurrió; Lula fue víctima de la política conservadora de la elite brasileña, tan bien descrita por el historiador José Honorio Rodrigues en su libro clásico Conciliação e reforma no Brasil (1965): "Las elites buscan siempre la conciliación entre ellas mismas para no conceder nada al pueblo".
Nos sentimos tristes por nosotros mismos; o porque fuimos ingenuos, o porque no acumulamos fuerza histórica suficiente para imponer nuevos rumbos al país o, tal vez, porque no llegó el momento histórico o porque no hemos logrado aún crear un líder que tenga el coraje necesario para esta transformación y la haga triunfar.
Todavía confío en la persona de Lula. Es un hombre bueno y jamás traicionaría sus sueños. Su pasado de sufrimiento es una permanente memoria y una referencia para que este sufrimiento nunca más siga pesando sobre los hombros del pueblo.
Lamentablemente, creemos que el presidente escogió a la gente y los medios inadecuados para realizar aquellos sueños, que seguirán poblando el imaginario del pueblo y mantendrán viva esa esperanza que no acepta morir.
Y como el presidente es carismático, puede cambiar de orientación si siente concretamente en su propia piel los efectos perversos de aquella macroeconomía que escoge y que él siempre pregonó a sus compañeros: el capitalismo es bueno sólo para los capitalistas, nunca para los trabajadores. Éstos necesitan otro tipo de economía, en la que sean no sólo beneficiarios sino también actores.
Para que esa otra economía sea inaugurada se necesita coraje, perseverancia y disposición al sacrificio. Pero ese sería el camino de redención de nuestro país, después de tantos siglos de humillación, sufrimiento y esperanzas frustradas. Todavía hay tiempo. Y Lula puede ser la persona y el líder político que esté a la altura de este desafío histórico.
Traducción: Ricardo Soca
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