Antes de la Segunda Guerra Mundial había en la Unión Soviética alrededor de 3 millones de judíos. Cerca de 1,3 millones de judíos perecieron, pero los judíos que pudieron escapar o que vivían en territorio libre, alrededor de 1,7 millones de personas, opusieron al fascismo una resistencia tenaz junto a los rusos, los ucranianos, los tártaros y los demás pueblos de la URSS.
Stalin fue el primero que declaró públicamente que la Segunda Guerra Mundial fue fatídica para el pueblo judío.
El 6 de noviembre de 1941, en una intervención durante una reunión del Mossoviet (el consejo municipal de Moscú), Stalin señaló: «Los hitlerianos realizan pogromos medievales contra los judíos tan fácilmente como el régimen zarista. El partido hitleriano es un partido de la reacción medieval y de pogromos antisemitas».
Antes de la guerra, había en la Unión Soviética alrededor de 3 millones de judíos. El avance fulgurante del ejército alemán partió en dos el mundo judío. Cerca de 1,3 millones de judíos estaban en los territorios ocupados y su suerte fue horrible.
Físicamente no habían tenido tiempo de prepararse para resistir. Pero los judíos que pudieron escapar o que vivían en territorio libre, alrededor de 1,7 millones de personas, opusieron al fascismo una resistencia tenaz junto a los rusos, los ucranianos, los tártaros y los demás pueblos de la URSS.
No sólo había soldados y oficiales entre los judíos sino toda una serie de estrategas, como el mariscal de caballería blindada Mijail Katukov y el comandante de la fuerza aérea Yakov Smuchkevitch, y 270 generales y mariscales.
Entre los colaboradores cercanos de Stalin había cuatro ministros judíos -Lazar Kaganovitch, Boris Vannikov, Semion Guinzburg e Isaac Zaltsmann- que controlaban el transporte ferroviario, las municiones, la organización del ejército y la producción de tanques de guerra.
Los judíos tienen el mérito de haber forjado la ideología de la guerra. Primeramente, el pueblo soviético estaba desconcertado ante el avance de los alemanes ya que Alemania era considerada una aliada hermana en el enfrentamiento con Gran Bretaña y Estados Unidos.
En segundo lugar, inspirados en el internacionalismo, los soviéticos esperaban al principio -¡paradójicamente!- que los soldados del ejército alemán, los obreros y los campesinos se negaran tarde o temprano a luchar contra un Estado socialista y que volvieran sus bayonetas contra sus propios opresores capitalistas.
Urgía acabar con aquella ceguera mitológica. El intelectual judío Ilya Ehrenburg desempeñó en ello un papel ejemplar. Gracias a sus numerosos viajes por el mundo, era el único judío soviético que conocía el objetivo racial de aquella guerra.
Lo había vivido cuando era corresponsal de guerra en España, durante la guerra civil, donde 6 brigadas internacionales, en las que había más de 6,000 judíos, combatieron al lado de los republicanos.
Para Ehrenburg, España no había sido más que una especie de trampolín. Vio la invasión alemana como ideólogo convencido del antifascismo. Tenía a su disposición las columnas de todos los grandes diarios soviéticos -Pravda, Izavestia y Krasnaia Zvezda- así como las ondas de la radio. Rechazando resueltamente los dogmas del internacionalismo, Ehrenburg lanzó el lema «¡Matar al alemán!» A la guerra racial, él oponía el mismo principio racial.
Sus panfletos militares y sus artículos conformarían más tarde todo un volumen de sus obras completas. Ehrenburg gozaba de una inmensa popularidad en el país en guerra. La claridad de sus consignas acabó con la confusión internacionalista que reinaba en las mentes. Su influencia llevó a Stalin a tomar la decisión de renunciar a La Internacional [que había sido hasta entonces el himno soviético] y a proclamar, en 1942, el concurso para la composición de un nuevo himno.
Dos visiones contradictorias del papel de los judíos en la Segunda Guerra Mundial aparecieron en la historiografía soviética de posguerra. Algunos trataban de minimizar a toda costa los méritos de los judíos. Otros hacían lo contrario con el mismo fervor. Abundaban las ofensas y las acusaciones.
El premio Nóbel de literatura Alexander Solzhenitsin trató de mantenerse al margen de esa pugna en su libro sobre los judíos en Rusia, intitulado 200 años juntos. Aunque la acogida de la obra fue ampliamente negativa en los círculos liberales, las páginas dedicadas a la guerra parecieron satisfacer a todo el mundo.
«Vi judíos en la guerra. Conocí judíos valientes. Nunca olvidaré a aquellos dos valientes soldados de una unidad antitanques: mi amigo el teniente Emmanuel Mazin y el joven Boria Gammerov, que todavía ayer era un estudiante. Los dos fueron heridos».
En esa obra de Solzhenitsin supimos, por ejemplo, qué había sido de sus colegas escritores, que se enrolaron voluntariamente en el ejército, como el poeta Boris Slutski y el crítico Lazar Lazarev, quien pasó dos años en las líneas avanzadas antes de ser herido en ambos brazos. Solzhenitsin agrega a esos hechos decenas de páginas que dedica a la participación de los judíos en la guerra general contra el fascismo.
Los cadáveres calcinados de Hitler y Eva Braun fueron descubiertos el 4 de mayo de 1945 en Berlín, en un cráter de obús ante la Reichskanslei, por los soldados del Ejército Rojo Churakov, Oleinik y Serooukh. Ellos envolvieron los cuerpos en una manta, con los dos perros muertos de Hitler, un pastor y un cachorro. Más tarde, el cuerpo del fuhrer fue llevado a una clínica de ladrillos rojos del barrio de Buch, en el noreste de Berlín, para un análisis médico legal.
Practicaron la autopsia el teniente coronel Kraievski, patólogo del Ejército Rojo, y los médicos Anna Marants, Boguslavski y Gulkevitch, bajo la dirección del médico legal en jefe del Primer Frente de Bielorrusia, Faust Chkaravski.
¿Tengo que decir el origen de aquellos médicos? Habría sido la pesadilla de Hitler.
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