La célebre novela de Mijaíl Bulgakov, El Maestro y Margarita, ha sido un acto de expiación para el autor. Bulgakov nació en una familia en que Dios era todo. El padre del escritor era Doctor en Teología y daba clases en la Academia Religiosa de Kíev.

Los ancestros por el lado paterno y materno también habían practicado el sacerdocio, así que se daba por descontado que Mijaíl, el primogénito, iba a continuar la tradición familiar. Pero él se rebeló anunciando que seguiría un camino propio y estudiaría para médico. El padre acogió esa noticia en silencio; la madre respaldó al hijo en su intención; y al poco tiempo, el joven se matriculó en la Facultad de Medicina.

La afición a la lectura de Darwin le contagió un espíritu de escepticismo, y en 1911 Mijaíl rompió definitivamente con la religión. Su hermana Vera, horrorizada, deja constancia de ese cambio en su diario: “ ! Este año no ha guardado un solo ayuno! ”

En una de las paredes de su cuarto, Mijaíl trazó la frase en latín de que “el fuego cura”.
Y el fuego no se hizo esperar.

Durante la Primera Guerra Mundial Bulgakov se vio en el frente, como médico, y después de la revolución bolchevique, cuando el país entero se sumió en la vorágine de la contienda civil, peleó del lado del Ejército Blanco. Junto con las fuerzas de Denikin se vio obligado a retroceder hacia el Cáucaso, quiso embarcar para Estambul pero contrajo el tifus, así que finalmente, en 1921, se encontró en Moscú, la capital del proletariado triunfante.
Fue entonces cuando su alma pudo sacudirse el profundo letargo.

Lo que más le sorprendió era un ambiente de ateísmo generalizado. Mijaíl fue testigo de procesiones burlonas en la Semana Santa, con pancartas diciendo que la Virgen dio a luz a un komsomolets (Nota: miembro de Juventudes Comunistas). Vio iglesias cerradas, cruces tumbadas al suelo, revistas ateas proclamando que Jesucristo era una invención, pues sólo había existido un canalla que se hacía pasar por profeta.

Aterrado por ese panorama sacrílego, Bulgakov se dio cuenta de que él mismo, con su renegación personal, tenía parte de la culpa por el triunfo de la irreligión.
A partir de ese punto, él empieza a escribir.

Tras un brillante debut con la novela “La Guardia Blanca” y la obra de teatro “Los días de los Turbin”, Mijaíl Bulgakov se convierte en una de las celebridades moscovitas. Y enseguida atrae la atención de otro personaje que en el fondo sufría algo similar a lo suyo. Ese hombre era el mismísimo Stalin.

La infancia del tirano soviético había transcurrido en una atmósfera de fe límpida. Él fue corista en una iglesia de Gori, soñaba con el sacerdocio y hasta ingresó en el Seminario Religioso de Tbilisi. Nunca llegó a graduarse pero nadie sabe si su ruptura con la religión fue definitiva.

La trayectoria del escritor se cruza inesperadamente con la del déspota.
El temible cuerpo de seguridad soviético, la OGPU, se propone destruir a Bulgakov.

En 1923, durante un registro en su apartamento, los agentes requisan el manuscrito de su novela “El corazón de perro” y, lo que es mucho peor, su diario personal, de contenido abiertamente antisoviético, titulado “Bajo la opresión”... Pero no pasa nada. Es más: Bulgakov manda a la OGPU una carta quijotesca protestando contra la requisición de sus obras y amenazando con abandonar la Unión de Escritores.

Y sucede algo inaudito. Le devuelven el diario. Bulgakov lo quema inmediatamente sin saber que la mecanógrafa ha sacado una copia, gracias a lo cual ha llegado finalmente a nosotros.

No arden los manuscritos, ya se sabe.
Tantos milagros han podido pasar únicamente por una orden personal de Stalin, quien descubre en las páginas del diario sus propias angustias recónditas a raíz del desenfreno ateísta.

Sintiéndose bajo una protección anónima, Bulgakov empieza a comportarse de forma aún más atrevida. Cuando va a un teatro o un restaurante, se pone un frac impecable, un monóculo a lo burgués y un lazo mariposa al cuello, en abierto desafío a los atavíos humildes de la época. Su aparición en los restaurantes va acompañada a menudo por una marcha burlesca con que la banda rinde tributo al osado seguidor de la moda.

Stalin está desconcertado. No sabe qué hacer con el ave rara. Más aún: sigue asistiendo asiduamente, como hechizado, a las funciones teatrales de “Los días de los Turbin”. ¡Ha presenciado la obra 15 veces! A menudo, compareciendo en la sala después del entreacto o hasta media hora antes de la caída del telón.

Todo el país sintió al poco tiempo las consecuencias de esas visitas. Al ver un abeto en el segundo acto, Stalin orden levantar la prohibición que impide celebrar el Año Nuevo y adornar la casa con un árbol. Y cuando empieza la guerra con Alemania, él reanima el uniforme de los oficiales zaristas que tanto ha admirado en el Teatro de Arte de Moscú (MJAT).

En su famosa alocución radiada con motivo de la agresión nazi, se dirige al pueblo con las palabras de Turbin, coronel del Ejército Blanco y protagonista de la obra: “Hermanos y hermanas, me estoy dirigiendo a vosotros, amigos míos”.

Stalin es el primero en enterarse, a través de una carta enviada por Bulgakov al Gobierno soviético, de que el escritor ha compuesto una novela sobre el Diablo y la ha quemado más tarde en un horno.

Pero no la quema del todo: primero parte el manuscrito por la mitad y lanza al fuego sólo la parte derecha del cuaderno. A la pregunta del por qué así, el escritor dice a la esposa que si lo quema todo, nadie le va a creer que la novela realmente ha existido.

Pronto reanuda la redacción de “El Maestro y Margarita” y continúa retocándola casi hasta el día de su muerte, en 1940.
En esta novela, Bulgakov presenta al Satán bajo la máscara de Voland, como una tormenta de ira que limpia a Moscú de toda vileza e inmundicia. En un arrebato de cólera, el Diablo se pone inesperadamente del lado de la Luz y encarna, en rigor, el segundo advenimiento del Mesías, anunciado como el día del Juicio Final, día de castigo para los pecadores.

Hay un misterio incomprensible en el hecho de que el escritor ha logrado sobrevivir en medio de las represalias estalinistas, en un período en que se fusilaban a diario hasta 40 personas en los sótanos de la Lubianka. Es como si el Diablo mirase por encima de su hombro y, habiendo repasado un capítulo de turno sobre el escarmiento de los malos, se esfumara hasta la próxima, silbando contento alguna melodía faustiana de Gounod.

Muriendo ya de nefritis, Bulgakov se arma de coraje para burlarse de la ceremonia de su propio funeral. Van a bajar el ataúd por la escalera y seguro que darán con ángulo contra la puerta del vecino.

Y así fue, recordaba más tarde la viuda del escritor.
Stalin acogió la noticia de su muerte como una tragedia personal. Se resistía a creer a lo que le habían dicho, y hasta mandó llamar por teléfono a la casa del difunto para comprobar, si era verdad que Bulgakov había fallecido.
Era verdad.

En 1943 Stalin decide de repente cesar las represalias contra la Iglesia y restablecer los poderes del Patriarca Sergio. Durante la primera entrevista entre ambos, en el Kremlin, el blasfemo rojo recibe al jerarca religioso con la frase: “No ha salido la cosa”.
No ha salido sin Cristo.

Fuente
RIA Novosti (Rusia)