Pese al alud de "información" mediática en torno a la reciente elección del secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), cuesta entender por qué la misma alcanzó tanta visibilidad y terminó por generar un enfriamiento en el pacto diplomático que desde hace unos años habían establecido las cancillerías de México y Chile.
Junto con el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR, Río de Janeiro, 1947), la OEA, cuya carta fundacional surgió en el marco de la novena Conferencia Internacional Americana (Bogotá, 1948), fue uno de los mecanismos para la "seguridad colectiva" interhemisférica utilizados por Estados Unidos en su lucha contra el "comunismo de Moscú" durante la guerra fría, como se llamó la confrontación política, ideológica y militar entre este y oeste en la inmediata posguerra, tras la derrota del nazifascismo.
Como aparato estratégico intercontinental, el TIAR fue instrumentado por Washington para que cumpliera un papel similar al de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en Europa occidental. A partir de 1948, en particular luego de la llegada del general Dwight D. Eisenhower a la Casa Blanca en 1953, Estados Unidos abandonó la idea de exportar su "democracia" mediante estrategias reformistas y optó por políticas conservadoras y represivas hacia América Latina y los países periféricos del "mundo libre".
El entonces secretario de Estado, John Foster Dulles, hizo de la
Seguridad militar y policial de corte contrainsurgente el punto número uno de la agenda de Washington y alentó el establecimiento de regímenes dictatoriales, civiles y militares, procapitalistas y antizquierdistas en los países subdesarrollados.
En sus orígenes, varias cancillerías latinoamericanas habían concebido la relación entre "el tiburón y las sardinas" -según describió J. J. Arévalo a esa sociedad asimétrica en 1961- como mecanismo multilateral de defensa contra agresiones extra e intracontinentales, que sustituyese a la doctrina Monroe (1823) y el corolario Roosevelt (1904). Es decir, contra los intentos intervencionistas de Estados Unidos en la subregión. Veían en la carta de la OEA una herramienta jurídica para crear una comunidad americana de naciones sin hegemonías. La aspiración, entonces, era obligar al socio mayor a que acatase la voluntad de la mayoría y dejase de jugar el papel prepotente e injerencista en su tradicional patio trasero.
En los hechos, la idea de "uno para todos y todos para uno", plasmada
en el TIAR, significó la continentalización de un monroísmo de nuevo tipo que, según diferentes coyunturas y con sus respectivos puntos de continuidad y ruptura, ha sido sometido a constantes procesos de actualización y reelaboración doctrinaria y estratégica por el Pentágono y el Departamento de Estado.
Ante la irrupción del socialismo en Cuba, la estrategia de John F.
Kennedy consistió en alinear a los gobiernos autoritarios y dictatoriales de América Latina y el Caribe en su lucha contra el "castrocomunismo", combinando la zanahoria de la Alianza para el Progreso con la fracasada aventura militar de Playa Girón. Luego, bajo las dictaduras militares de "seguridad nacional", el neomonroísmo se convirtió en "lucha antisubversiva", y después de la autodisolución de la URSS, en 1989 adaptó su ropaje a la "guerra
a las drogas" (como sustituto del "fantasma comunista") y las guerras sucias
y "de baja intensidad" (Granada, El Salvador, Nicaragua, Panamá), hasta la fase actual de "guerra al terrorismo".
En todo ese periodo, la OEA -bautizada por el Che Guevara como
"ministerio de colonias" de Washington- cumplió un papel subordinado, funcional a los intereses del imperio. Desde el último cuarto del siglo pasado llevaba una vida vegetativa. La pretendida reactivación de la OEA, hoy, está en función del nuevo papel que la administración de Bush quiere hacerle jugar frente a los "nuevos enemigos": la presunta presencia del terrorismo islámico en la subregión; el "narcoterrorismo", las migraciones masivas y bandas urbanas, como las Maras Salvatruchas, y, la última perla, el "populismo radical", encarnado en la propaganda estadunidense por el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, y, subsidiariamente, en México, por "el señor López"
(Andrés Manuel López Obrador).
Para instrumentar sus políticas militares y policiales preventivas, a fin de garantizar la hegemonía imperial y una nueva etapa de penetración de mercados, exportación de capitales y saqueo de recursos estratégicos por los bancos y las compañías multinacionales con casa matriz en su territorio, el gobierno de Estados Unidos necesitaba un administrador dócil y servicial, proveniente de un país representativo del área.
El candidato salvadoreño Francisco Flores, bandido de poca monta, era impresentable. El caballo negro de Washington era Luis Ernesto Derbez.
Al Continuar la diplomacia bananera iniciada por Jorge G. Castañeda, el titular de Tlatelolco se subordinó a los dictados de Washington y convirtió la política exterior de México en el hazmerreír de América Latina. Por eso, ante su derrota inevitable -y para evitar el bochorno político y moral de su jefe Bush en el patio trasero-, Condoleezza Rice tuvo que sacrificar al "racional" Derbez y maniobrar rápidamente para "alinear" al vencedor, el chileno José Miguel Insulza, a quien le leyó la cartilla en una encerrona en el cuarto piso del hotel Hyatt de Santiago, el 29 de abril.
Como canciller de Eduardo Frei, el "socialista" Insulza puso reparos a la reanudación de relaciones entre Chile y Cuba, y pactó con Carlos Menem y Luis Alberto Lacalle el voto contra la isla en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra. Ahora, Dios mediante, su misión principal.
En la mayordomía de la OEA será impulsar la diplomacia de guerra de
Washington, proseguir las presiones y agresiones contra Cuba, aplicar ese engendro llamado Carta Democrática Interamericana contra Venezuela, impulsar el
Area de Libre Comercio de las Américas y "la guerra contra el terrorismo".
En consolación, Derbez será promovido a la presidencia del Banco Interamericano
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