En enero de 1995, en un recordado artículo que publicara en Le Monde Diplomatique, Ignacio Ramonet definió al "pensamiento único" como "una especie de doctrina viscosa, que, insensiblemente, envuelve cualquier razonamiento rebelde, lo inhibe, lo perturba, lo paraliza y acaba por ahogarlo"; y, también, como "la traducción en términos ideológicos con pretensión universal de los intereses de un conjunto de fuerzas económicas, en
particular las del capital
internacional."
1. Historias con olvido
Corrían tiempos de incertidumbre y parálisis en la izquierda convencional, y de jolgorio y frenesí en la derecha, siempre inclemente. El capitalismo aprovecharía la ocasión para presentársenos, una vez más, como la única opción, la ineluctable, la democrática, aun cuando supiéramos que, en lo esencial de sus nuevas prolongaciones, se trataba del más desolador de los fundamentalismos, el del mercado como pauta de todas las cosas.
Para entonces, no pocos conversos, como alguna vez los llamara Günter Grass, y algún que otro advenedizo, entre los que contaría a Francis Fukuyama, habían decretado el fin de la historia y la muerte irreversible de las ideologías. Empezaban años de oscuridad y de renovado estoicismo para los revolucionarios y, en general, para las fuerzas progresistas del mundo. Una nueva izquierda, necesariamente difusa, multipolar e incrédula de viejos métodos y axiomas, comenzaba a estructurarse, y el impacto salvaje de la globalización iba a acelerar su crecimiento, en un marasmo de confusiones que aún pervive.
Pero tal escenario no fue obra de un día -si bien los acontecimientos aceleraron su manifestación-, ni únicamente consecuencia directa del fracaso del autoproclamado "socialismo real"; venía gestándose, como si se tratara del huevo de una serpiente, desde los tiempos remotos del colonialismo, que no vaciló en exterminar o disociar pueblos y civilizaciones enteros, porque era imprescindible aniquilar sus culturas para proponerse dominarlos a plenitud. Largo sería el camino: borrar la identidad, vaciar de memoria a generaciones y generaciones, fue, es y será tarea de siglos y de milenios. Sin esta noción crítica del pasado, no nos explicaríamos lo que acontece hoy.
El mundo ahora es propiedad de las corporaciones, que lo administran y controlan con mayor severidad que como lo hicieron antaño los colonizadores. Hace apenas dos años, Estados Unidos (48%), la Unión Europea (30%) y Japón (10%), dominaban la posesión de la industria, la banca y los negocios mundiales. Es alarmante saber que también controlan el 90% de la circulación mundial de información o, lo que es lo mismo, determinan la agenda y el punto de vista editorial de los medios masivos, a tal punto que las alternativas son condenadas a la marginalidad absoluta.
En términos de exclusión y desigualdad, con la globalización neoliberal se han roto todos los récords. La mitad de la población mundial vive en la pobreza, más de 800 millones pasan hambre, alrededor de mil 50 millones son analfabetos y la tercera parte desconoce aún los beneficios de la electricidad. Peor, ni siquiera el infierno.
El Santo Grial del pensamiento único está en la Casa Blanca, regenteada ahora por un holding de viejos mazorqueros de la industria energética, armamentista y bursátil. Pero, digámoslo por justicia, no están solos.
Tras su fanatismo y tozudez primitiva -como en El cerebro de Donovan, de Curt Siodmak-, alguien piensa como, por y para ellos. Se trataría de una élite neoconservadora, integrada por ideólogos renegados y dogmáticos, lo mismo demócratas que republicanos, antiguos ultraizquierdistas y ex-liberales, neocristianos y xenófobos, adinerados todos, que, sin excepción, poseen vínculos orgánicos con los medios de comunicación más influyentes, varios de ellos a su cargo, y con las cabezas visibles de la Administración, al tiempo que incrustan y promueven ideas de naturaleza extrema.
En el trasfondo de este entramado filosófico, que no deja de ser coherente con los hechos de gobierno, estaría la sustentación teorética del nuevo tipo de fascismo que pretende imponérsenos, y que, como todo absolutismo, se basa en la reiteración de la mentira hasta lograr que reemplace a la verdad.
Sin embargo, estas nuevas falacias no tienen prosapia ni atractivo literario alguno. Clasificarían en el ámbito de lo tenebroso. Cervantes, que dedicó a la fabulación personajes y obras imperecederas, nos dice en el Quijote, por boca del Canónigo de Toledo que "...tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de dudoso y posible". En lo que atañe al actual gobierno de Estados Unidos, su mendacidad no evoca certezas ni provoca placeres, pues siempre conduce a la muerte mediante el engaño.
Únicamente en aquella sociedad, alucinada como ninguna, presa del pánico, la trivialidad y la desconfianza, puede la doctrina neoconservadora encontrar relativo asidero en determinados estratos, lo que no significa que no tenga cultivadores y partidarios en otros países. En lo esencial, quiérase o no, su explicación y raíz estarían en el miedo, que constituye, a fin de cuentas, el superobjetivo de toda ideología imperialista. Verbigracia, uno de los tantos recursos de que se vale la administración Bush en su cruzada contra el terrorismo.
2. El cerebro de donovan y la imagen del otro
Entre todas las maravillas y angustias que nos legara el siglo XX -el más breve de la historia, según Eric Hobsbawn- el cine (que nació antes, pero socialmente se realizó después), la televisión e Internet son, sin dudas, las que han experimentado un crecimiento exponencial más acelerado; el SIDA sería la calamidad por antonomasia.
Cuando se analiza la circulación internacional del cine, lo primero que salta a la vista es la marginación de todo filme que no sea norteamericano.
Muy pocas producciones europeas, consiguen verse en Asia, África y América Latina, y mucho menos en los Estados Unidos, donde, como promedio, sólo entre el 1 y el 3% de los largometrajes exhibidos son de procedencia extranjera. Al interior del Viejo Continente, la situación tampoco es muy edificante. En Italia no se programa el cine español, excepto las obras de Almodóvar y Amenábar; en España no se disfruta el francés, y en Francia, que es donde se aprecia mejor cine no estadounidense, el producido en Latinoamérica se distribuye de tal modo que muy pocos pueden acceder a él.
En toda Europa, el estreno de cualquier filme globalista -léase producido por o con predominio de las majors de Hollywood- desplaza automáticamente de las pantallas al cine nacional. En 2002, España decreció en más de 6 millones de espectadores con relación al año anterior, continuó en picada en 2003, y aunque dio signos de recuperación en 2004, hasta alcanzar 140 millones de entradas vendidas -había logrado 137,5 millones en 2003-, su cinematografía perdió 3 millones de espectadores que fueron a dar a las salas que exhibían filmes estadounidenses. Hoy la cuota de mercado del cine español es de apenas 14% en su propio país, mientras que el norteamericano representa el 70%, y el del resto de Europa, el 13,6%. Las películas francesas, por ejemplo, sólo fueron apreciadas por el 1,19% de la totalidad de los espectadores ibéricos; las italianas, por el 1,15; las alemanas, por 0,50%.
Algunos estudios dados a conocer alegremente en Madrid hace unos días, comportan la sensación de que las circunstancias pudieran ser mejores de lo que parecen. Sin embargo, convendría desvestir las cifras y desentrañar sus esencias. La Encuesta de hábitos y prácticas culturales en España entre 2002 y 2003, incorpora esa perspectiva cuando sostiene que 62,1% de los 12 mil entrevistados asistió al cine alguna vez durante el período; 86,2 escuchó música; 22,4 dedicó tiempo a la lectura de un libro (no obstante afirmar que el 98,6% de los hogares cuenta con 125 volúmenes como promedio); 30,3 se informó mediante la lectura de periódicos, y 15% destinó buena parte de sus horas libres al uso de ordenadores. De igual modo, en una tendencia que es universal, cada español habría invertido la media diaria de 165,6 minutos en consumir programas de televisión, donde el cine ocupa el segundo lugar de preferencia luego de las noticias. Nada se dice, en el reporte de esta encuesta que recibo, acerca de la calidad y, menos aún, de la presencia, o no, de la gran cultura hispana en las prácticas y hábitos de los encuestados, lo que me obliga a preguntas que el lector comprenderá: ¿cuánto hay en estos números de telebasura, música tecnoclónica, banalidad, cine metralla, manipulación de la información, literatura shopping y contenidos digitales reprobables? ¿Cuánto hay de riqueza espiritual y cuánto de empobrecimiento humano?
Por su parte, el Observatorio Europeo del Audiovisual continúa presentando cada año su informe Tendencias del mercado mundial de filmes, en cuya edición de 2004 se afirma que los veinticinco países que actualmente forman la Unión Europea, produjeron 752 largometrajes de ficción en 2003 (sólo veinticinco más que en 2002, cuando eran quince estados), y que se vendieron 954 millones de tickets (4,4% menos que el año anterior). De estos últimos, sólo el 26,6% fue adquirido para ver películas propiamente europeas; en cambio, el 71,2% estuvo destinado a proyecciones de filmes norteamericanos, y apenas el 2,2% a la producción del resto del mundo. Como se aprecia, la preponderancia del cine hollywoodense es también abrumadora a escala comunitaria, a pesar de que la totalidad de los países de la UE produjo más películas que Estados Unidos, donde esta vez sólo el 2% de lo exhibido fue de procedencia extranjera.
Para ilustrar aún más la realidad que hemos descrito, cabe agregar que únicamente en tres países (República Checa, Finlandia e Irlanda), sendos largometrajes de procedencia nacional consiguieron ser más taquilleros que El Señor de los Anillos: las dos torres y Matrix Reloaded, y que sólo seis películas de los diez nuevos estados miembros, pudieron ser exhibidas comercialmente en la vieja Unión, donde alcanzaron, léase bien, la patética cifra de 37 mil espectadores, o, lo que es igual, 0,004% de la totalidad. Estaríamos hablando de cinematografías otrora tan celebradas como la húngara, la polaca y la misma checa. En contraste, el animado norteamericano Buscando a Nemo -de los Estudios Pixar, pero distribuido por Disney-, logró nada menos que 37,7 millones de entradas vendidas, mil 18 veces más que los seis filmes de los nuevos estados miembros.
Si este es el paisaje después de la batalla en la culta, integrada e industrializada Europa, cuna del cinematógrafo, qué ocurrirá en otros territorios menos favorecidos o eternamente expoliados por la acción del Norte. En el caso de África, América Latina y buena parte de Asia -por diversos motivos, China, India y algunos estados musulmanes serían una excepción- todo cálculo, por manipulado que esté, conduce a peores diagnósticos. Para quienes se empeñan en parecer ingenuos ante la asfixiante realidad que acompaña a la globalización, estos datos deberían resultar anonadantes.
Pero hay más, tantos casos como periferia. Sobrecoge el de Argentina, país con larga tradición cinematográfica, que si vive hoy momentos de promisoria revitalización de la producción nacional, la herencia del menemismo, medularmente diseccionada por Pino Solanas en su documental Memoria del saqueo, continúa postergando sueños y asfixiando deberes. Considérese que en el año 2004, según estadísticas del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), ese país tuvo 41 millones 313 mil 329 espectadores, de los cuales 77% optaron por películas norteamericanas, 13,2% por filmes nacionales, 4,8 por cine europeo y 0,4% por el cine de otros países latinoamericanos.
En tal período, sólo tres de los 61 largometrajes nacionales exhibidos rebasaron las 500 mil entradas vendidas, dos de ellos por encima del millón.
Como hemos señalado otras veces, para los genuinos realizadores audiovisuales de los países subdesarrollados, la alternativa no puede ser imitar o postrarse a los pies de Hollywood, sino encontrarse a sí mismos en la turbulencia de sus cosmogonías y en la apropiación crítica de los nuevos soportes tecnológicos, a riesgo, incluso, de quedar en el intento o de las consabidas contracciones curriculares.
Sin voluntad política, tampoco habrá continuidad de un cine nacional en nuestro mundo. Apostemos por las nuevas tecnologías, ciertamente más viables y "democráticas", pero es imprescindible que tengamos con qué y sepamos cómo utilizarlas. Un cine propio es otra barrera frente a la seudocultura del pensamiento único, un escudo, un verdadero problema de seguridad nacional.
La coherencia del imperio es impecable cuando se propone actuar ante cualquier forma de disidencia. Su arma más poderosa es el dinero, que tiene en el mercado el elemento regulador más eficaz de la conciencia pública. Aquí me viene a la mente -tendría que explicarme por qué en este preciso instante- el caso del controvertido Andy Warhol, reconocido como uno de los más importantes artistas plásticos estadounidenses del pasado siglo, quien, provisto de un carácter corrosivo y escéptico, llegó a afirmar: "Comprar es más norteamericano que pensar". Y en esa misma tónica, cuando le preguntaron, en 1970, si era verdad que le gustaría ser una máquina, comentó: "-Es que la vida duele... Si pudiésemos convertirnos en máquinas, todo nos dolería menos. Seríamos más felices si estuviéramos programados para ser felices." Y en 1971: "- ¿Cuáles son sus planes futuros? - No hacer nada." Y en 1977: "- ¿Ha ido a votar alguna vez? - Una, pero me asusté mucho. No podía decidirme por quién votar. - ¿Cree usted en el Sueño Americano? - No, pero sí creo que se puede hacer algo de dinero en su nombre." Y, por último, en 1985, tres años antes de su muerte: "- En cuanto a los años 60..., le dice el periodista. - Oh, no, todo es más excitante ahora. - ¿En qué sentido? - Hay más de todo. Los artistas plásticos son las estrellas. Ahora está el video-art, el nightclub-art, el latenight-art... - Entonces los artistas finalmente están recibiendo el reconocimiento que se merecen. - No. Lo que tienen es la atención de los medios."
De eso se trata, de la "tiranía de los medios", y del hecho cierto de que el arte pop norteamericano ya se había consolidado como bien mercantil a mediados de la década de los ochenta -Duchamp no estaba para padecerlo-, en una tendencia que sigue en ascenso, y que se ha convertido en la obsesión de todos los grandes coleccionistas, para quienes hacerse de un Warhol, un Rauschenberg o un Jasper Johns, equivale al frenesí del usurero.
Ya sé, citaba a Warhol porque se lo tragó el sistema. Hay rebeldes que se quedan sin causa.
3. Un espejo llamado internet
En el ciberespacio se calcula que existan más de 8 mil millones de páginas Web -otras fuentes hablan del doble; generalmente, ninguna coincide-, innumerables fotos (dicen que Google indexa más de 800 millones), cifras siderales de correos electrónicos, periódicos y otras publicaciones en línea, así como música, imágenes y texto en los más disímiles formatos.
Los discretísimos vaticinios de Nua Internet Surveys a finales del siglo pasado, cuando pronosticaba que los usuarios de Internet llegarían a 350 millones en el año 2005, han sido arrasados por la realidad.
Es un alarde de las leyes de Murphy, que, como se sabe, las escribe Arthur Bloch. Cada solución genera nuevos problemas, reza una de ellas. De hecho, la mayor parte de los indicadores han venido duplicándose regularmente, lo que no significa que no choquen con sus propios límites ni dejen de acrecentar las asimetrías socioculturales que caracterizan a nuestra época.
En un contexto tan previsible y al mismo tiempo tan incontrolado, como el que hemos descrito, no es difícil comprender que cualquier alternativa que no esté estructurada sobre bases de interacción, sea la más cruda metáfora de la soledad. Para lograr influir positivamente en el sujeto virtual, hay que utilizar mejor las escasas brechas y oportunidades que la globalización nos permite, lo que resulta más complejo si consideramos que, sólo desde el punto de vista lingüístico, Internet es también un espejo de las hegemonías.
De acuerdo con estudios de la finiquitada Global Reach.com, los usuarios de países originarios de habla inglesa, representaban el 35,2% de la totalidad mundial en septiembre de 2004, y los de idiomas de origen europeo, exceptuando los angloparlantes, el 35,7%. Quedarían fuera el hindi, el chino y otras lenguas originarias de países densamente poblados, sobre todo de Asia, en cuyo caso el ímpetu se torna irreversible.
En cuanto a la estructura geográfica del cibermundo, los datos que aporta la entidad española ABC del Internet, que estimaba el total de usuarios en 888 millones 681 mil 131 en marzo de 2005 -para Global Reach eran 801 millones 400 mil en septiembre del año anterior- nos revelan la naturaleza nada homogénea del acceso a las nuevas tecnologías, condicionado por la región donde se viva y el consiguiente nivel de desarrollo económico. Así, en tanto África (1,5%), América Latina (6,4), Medio Oriente (2,2), Oceanía (1,8) y Asia (34%, pero con sólo el 8,4 de penetración en sus más de 3 mil 500 millones de habitantes) representaban el 45,9% del total de usuarios; América del Norte (24,9) y Europa (29,2), acumulaban el 54,1% a escala planetaria. Queda en claro el espejismo de la globalización en materia de comunicaciones digitales y la desigualdad intrínseca de la llamada sociedad de la información.
En el caso específico de Estados Unidos -siempre según www.abcdelinternet.com-, en febrero de 2005 disponía del 22,6% de los accesos mundiales, con una penetración en sus habitantes de 67,8%. Compárese con Asia y comprenderemos mejor la magnitud del fenómeno.
Pero no hay que afligirse demasiado ante el peso de las estadísticas, cuya elocuencia parece irrefutable en el asunto que nos concierne. Si la Red la construyen los tejedores, enlazar todos los sitios y dominios alternativos no es una quimera. En esta dirección, el Encuentro Mundial de Intelectuales En Defensa de la Humanidad, efectuado en Caracas en diciembre de 2004, es un ejemplo de lo que podemos hacer si empleamos las nuevas tecnologías en función de un objetivo preciso y bien concebido.
Otro, la impresionante movilización internacional en torno al llamamiento Detengamos una nueva maniobra contra Cuba, formulado inicialmente por un reducido grupo de escritores y periodistas españoles frente al propósito del gobierno de Estados Unidos de condenar a la Isla en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, que sesiona en Ginebra. Tanto en uno como en otro caso, la experiencia ha sido de una eficacia incuestionable, y en lo que se refiere al llamamiento, se consiguió involucrar a miles de prominentes personalidades de todo el planeta, quienes se adhirieron a él día tras día, en una secuencia que duró varias semanas.
La comunidad virtual y mediática internacional, sobre todo en Italia, México, Argentina, Portugal y España, también se hizo eco de esta última acción, incluyendo varios periódicos habitualmente dedicados a la satanización de la Revolución cubana. El establecimiento desinformativo, si bien continúa en su campaña de tergiversación, se vio obligado a abrir espacio a la disensión real, incluso a partir de anuncios pagados por los muchos amigos de Cuba.
En cualquier caso, este fenómeno de la multiplicación solidaria tiene antecedentes de gran importancia durante los últimos cinco años; un período en el que la conciencia de lo digital se entronizó con las alternativas de la altermundialización. El Foro Social Mundial de Porto Alegre -y otros similares de índole regional o temática- deben tanto a los beneficios del pensamiento interactivo y al acceso a las nuevas tecnologías de la información, que sería imposible imaginarlos sin su existencia.
Redes como Indymedia, iniciadora del uso de Internet en las movilizaciones sociales -recuérdense las protestas contra la OMC en Seattle, en noviembre de 1999- y Nodo50, que agrupa a más de 840 organizaciones de izquierda y movimientos sociales, junto a un repertorio de revistas y periódicos digitales en diversos idiomas, emisoras de radio y televisión comunitarias, entre otros, constituyen un incipiente, aunque todavía poco concertado, tejido de voces.
Unificar sus intenciones sin ignorar sus peculiaridades, sin la sombra estéril del protagonismo excluyente, que tanto daño ha hecho y hace a los esfuerzos integradores de izquierda, sería tarea de la mayor prioridad mientras combatimos la embestida imperial, convencidos como estamos de su envergadura y de la urgencia de vertebrar una respuesta coherente y necesariamente organizada.
4. Otras razones de lo imposible
La expansión inicial de la televisión estuvo ligada a su función informativa y a su probada eficacia para el entretenimiento y la difusión publicitaria; hoy en día predomina la última de estas razones.
El análisis del hecho noticioso -el periodismo de opinión-, es identificado con el aburrimiento; lo que cuenta es la En el diseño de programación, los comentaristas son relegados a espacios coyunturales, y están condicionados por su apariencia física, independientemente de sus aptitudes intelectuales y su autoridad acerca de un asunto determinado. La marca de las instituciones que representan es más importante que su identidad en tanto especialistas o expertos supuestamente renombrados. Cadenas como la CNN, ABC o History Channel, cuyos perfiles son distintos, están plagadas de este tipo de construcción efímera.
La mentira como sistema y hábito, irradiada por los centros de poder, reproducida hasta la saciedad por las agencias de noticias, las televisoras, los periódicos y revistas, la radio y el maremagno de ingenios de la comunicación corporativa en nuestra época, provoca reacciones cada vez más desconcertantes, aunque comprensibles si nos atenemos al principio de que el consumo mediático es sobremanera acrítico allí donde mayor es el acceso a las nuevas tecnologías. En tal sentido, cabe entender lo expuesto por Amy y David Goodman en un artículo que ha dado la vuelta al mundo, y que fuera publicado originalmente en el Baltimore Sun el 7 de abril de 2005.
Además de aportar evidencias acerca de lo mañosas que resultan algunas encuestas -en los Estados Unidos, como en ningún otro país, son determinantes a la hora de decidir sobre cualquier asunto- los autores enfatizan en las consecuencias de la falta de diversidad informativa en un contexto marcado por la influencia de un gobierno en el que veinte agencias federales han invertido nada menos que 250 millones de dólares en la creación y envío de noticias falsas a las televisoras locales en relación con la guerra de Irak.
De ahí que no sea de extrañar que aún el 56% de los norteamericanos crea firmemente que el gobierno de Sadan Hussein tenía armas de exterminio masivo en el momento de producirse la invasión yanqui, y que seis de cada diez participantes de esta nueva encuesta de ABC y The Washington Post, piense que Bagdad brindaba ayuda directa a Al Qaeda.
Esto, cuando incluso el Congreso de Estados Unidos e influyentes personalidades de aquel país -como el ex Secretario de Estado Colin Powell, en reciente entrevista concedida a la revista alemana Stern-, han reconocido que todo fue un fraude que sirvió de pretexto para la agresión. Otras mentiras pudiera narrar, pero son tantas, que más vale seguir con lo que todavía es verdad.
El canon mediático que prevalece en nuestra época, es el occidental anglosajón, tanto en el diseño de lo informativo como en las artes de la comunicación audiovisual.
Los descamisados y amerindios puros no clasifican en las televisoras bastardas o de clientela; los negros, por lo general, tampoco; los mestizos, si tienen los ojos verdes, suelen ser bien acogidos para presentar programas o actuar en culebrones de mala estirpe. En cuanto a la publicidad, ni siquiera en emisoras de Perú, Ecuador, Bolivia o México, el modelo se aparta del dogma. Muy raras veces he visto un anuncio de cerveza que no apele a una mujer rubia y joven -lo que añadiría otro problema, el del lugar de la mujer en los medios-, ni el de un auto pilotado por un indígena, así sea urbanizado. A ciencia cierta, sería difícil de conciliar con la realidad de todos días.
Los bancos de imágenes para la publicidad pueden estar en Sydney, Tokio, Nueva York o Los Ángeles, y, visto desde allí, el resto del mundo es, acaso, folclore y paisaje. A Ed Meyer, el zar de los anuncios, "el hombre de los 445 millones", como lo llaman ahora en los Estados Unidos, le importa un bledo la situación de Haití. Ni falta que le hace, comentarán los cínicos.
Benetton, con su bucolismo epidérmico y su marketing del arcoiris, ha intentado hacer del pastiche multiétnico un estilo sui generis, pero sus resultados denotan, cuando salen bien, una vulgar instrumentalización del otro. Es un emporio demasiado avieso como para llegar a la profundidad en todos los colores, y revelarnos, por ejemplo, la inocultable amargura del negro.
La CNN en español es particularmente ilustrativa en lo que se refiere a esta hibridez aséptica. Una televisión alternativa tendría que ser, como se lo ha propuesto Telesur, el proyecto de emisora regional que vienen promoviendo Venezuela y otros países latinoamericanos, una oportunidad para los que no tienen rostro, para los ignorados y olvidados, para el verdadero color de nuestra identidad, para los que todo lo saben, porque lo han sufrido, y nunca se les ha permitido hablar; en fin, para los condenados de la tierra, que jamás han sido los ricos.
En el año 2002, el consumo mundial de televisión aumentó en 180 segundos, lo que elevó el promedio existente a 204 minutos (3,4 horas) por persona diariamente. Con respecto a 2004, he leído que ya ronda los 250 minutos. El país con mayor teleaudiencia hace dos años fue Estados Unidos, con un percápita de 4 horas y 16 minutos al día -en la Unión Europea (cuando los 15), llegó a ser de 3 horas y 22 minutos-.
En cuanto a géneros, la Ficción ocupó el primer lugar, con el 74% de los diez programas más sintonizados a escala mundial, incluyendo al cine, del que, específicamente el norteamericano, representó el 60% de los filmes más vistos. O sea, por si fuera insuficiente lo que ocurre en las salas de cine, la llamada "caja tonta" se encarga de constreñir cualquier resquicio por donde entrarían las posibles alternativas de una programación diversa e inteligente.
La humanidad, cuya defensa lo precisa todo -y todo sería poco- necesita con urgencia de la emancipación mediática. La globalización de las comunicaciones, al tiempo que ha propiciado el diálogo, la instantaneidad, el conocimiento y la identificación de y con el otro, para no referirme a sus incuestionables beneficios en otros campos, ha transformado al individuo en un animal consumista, dependiente de la voluntad hegemónica y sin capacidad de extrañamiento ante su rutina diaria. Rehén de las circunstancias, su única ambición es formar parte de la manada, creyéndose diferente y próspero. Por eso, pretender ser neutral ante las trágicas realidades descritas en este artículo, es no sólo inadmisible, sino irresponsable. Y bien sé que no lo he dicho todo.
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