La vida social suele percibirse según dos paradigmas: el vertical y el horizontal. Hay más, claro, pero me detengo en esos dos hoy. Vista por el vertical, hay y tiene que haber una jerarquía: alguien tiene que estar arriba y alguien tiene que estar abajo. Apenas llegué de Cuba alguien me preguntó que cómo era. "Todo lo bueno y todo lo malo es para todo el mundo", respondí. "Eso es lo precisamente que no me gusta", me respondió. Fin del diálogo. Dentro de la jerarquía todo; fuera de la jerarquía nada.
¡Primero muerta antes de que un paciente o un familiar me lo toque un médico cubano!
Dra. Damaris Palomo, junio de 2005
Desde el ángulo horizontal, todos somos iguales, todos tenemos la misma jerarquía, no hay privilegios legítimos, salvo los que dimanan del respeto o de la admiración por algún merecimiento ganado con trabajo, probidad y talento.
Estos dos paradigmas jamás se dan en estado puro, pero sí en forma de predominio. Algunas personas privilegian el paradigma vertical y otras el horizontal. O también sucede que hay momentos y lugares en que predomina uno, así como momentos y lugares en que predomina el otro. Algunos empiezan su juventud en uno y terminan su senectud en el otro.
Por supuesto que la visión verticalista conviene exclusivamente a quienes están arriba. Pero esa relojería es demasiado simple, porque lo social es complejo y acomplejado. Por eso hay mucho clase media y hasta de abajo que privilegia la jerarquía sobre lo que sea. Porque la jerarquía sería imposible sin arriba-y-abajo y alguien tiene que aceptar estar abajo para que alguien esté arriba. Por eso existe. Los poderosos derivan su poder de una conspiración de débiles. Y para complicar más: hay gente de arriba que se vuelve revolucionaria y es más radical que la pobre, como Saint-Just.
A tanto llega este ardor de los de abajo que a mucha gente no le importa estar en el sótano de esa jerarquía, pisado por todo el peso social, con tal de que haya jerarquía. Porque por recogelatas que yo sea, lo importante es que haya jerarquía porque significa que tengo oportunidad de escalar o aun no teniéndola en absoluto estoy conectado con la jerarquía que me lleva al monarca, al gran burgués, a la revista ¡Hola! Ese contacto remoto me conecta con lo Alto y en ello se me va la vida, que daría con tal de preservar esa conexión sagrada. Porque, aun siendo su esclavo, pertenezco a la misma especie o estirpe del rey, precisamente porque soy su siervo, su vasallo. Soy plebeyo pero lo soy por mi relación con el aristócrata. Ojalá me pisotee porque así el moretón me servirá de certificado de que estuve en contacto con lo Alto. Es la relación imposible del sádico con el masoquista.
Yo, sádico te apabullo hasta anularte y entonces te pierdo porque no queda nada. Yo, masoquista me anulo ante ti y ya no tienes a quien amar, etc. De todos modos, por más que se segregue a la gente esclava o sometida a cerros o a ergástulas (la celda de los esclavos romanos) siempre sigue siendo gente porque no hay jerarquía sin algún tipo de contacto, así sea tenso y estrictamente reglamentado. Algún agricultor cultiva la lechuga que el rey se come.
La visión horizontal es la raíz de la democracia que aparece en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, "all men are created equal", "todos los hombres son creados iguales", etc. O bien el grito de la Revolución Francesa: "Igualdad, libertad, fraternidad".
La visión horizontal es, sin embargo, radicalmente extraña al mundo europeo, que tiende a privilegiar la jerarquía por sobre todas las cosas. No en vano allí reina un Dios uno y único, al que hay que amar por sobre todas las cosas y Abrahán está dispuesto a sacrificar a su hijo solo porque Jehová se lo exige, porque solo así se entrega uno a ese Dios: completo, con hijos y todo.
Si leemos el Diario de Cristóbal Colón vemos cómo el Almirante de la Mar Océano observaba cuán fácil era conquistar a los indios, que todo lo regalaban como bobos. Lo que para aquellos comunistas primitivos era natural, es decir, compartir, para Colón era muestra de salvajismo y, en fin, de barbarie. Para Colón lo normal, lo natural, era la codicia: buscar oro a sangre y fuego, por métodos bárbaros porque toda civilización contiene su propia barbarie, como dijo Theodor Adorno. Se obligaba a los indios a buscar pepitas de oro y a los que las hallaban se les daban unos pedazos de cobre como collar. Los que no exhibían cobre en su cuello eran sometidos a prisión, a torturas y a demás Guantánamos.
El resto de la conquista de América es ansiedad de explotar seres humanos por todos los medios posibles, destruir culturas ajenas y aun la propia, aplastar todo retoño de rebelión o de igualación, porque el paradigma vertical se impone mediante el terror. Las Leyes de Indias castigaban cualquier aproximación entre clases. A los oligarcas se les castigaba con penas infamantes si osaban asistir a una fiesta de pardos y los matrimonios entre castas eran imposibles o contrariados.
Hemos visto lo que los Estados Unidos y Europa, o sea, Europa, ha hecho con esas dos proclamas de igualdad. No mucho, aparte de soñar o trampear. Mira cómo se tratan unos con otros, cómo hay de excluidos y de miserables. Cómo hay millonarios inconcebibles, cómo un puñado de personas posee la mitad de la riqueza de la tierra. Este equilibrio es altamente inestable porque produce una tensión que genera una gran pérdida de energía social en represión. Para eso están las saturnales, los carnavales, en que el rey se disfraza de esclavo y el esclavo de rey, para disipar tensiones y para que todo vuelva a su normalidad jerárquica. Así y todo, en un momento dado el sistema colapsa y es la revolución.
Pero la revolución contiene también su propio desgaste y tiene que debatirse entre el cambio y el equilibrio. Si cambia es inestable, si se equilibra todo vuelve a la jerarquía. Alguien, propio o extraño, mata a Zamora, a Zapata, a Anacaona, a Túpac Amaru, a Robespierre, a Marat, a Danton, a Sucre; se muere Bolívar, se muere Lenin; se corrompen Rómulo Betancourt, Luis Muñoz Marín, José Figueres y los sucesores de Pedro. Todo vuelve a la rutina de verticalismo disfrazado de lo que sea, de disciplina revolucionaria, de stalinismo, de capitalismo con Estado fuerte. La perversión es multiforme.
¿Es entonces inevitable que terminemos riéndonos de las enseñanzas de Cristo y de Marx? Obvio que no. Las revoluciones nunca fracasan. Antes de desplomarse abrogan la esclavitud, conquistan el derecho a sindicalizarse y a 40 a horas y a vacaciones pagadas y a prestaciones sociales que luego tal vez vende un ex izquierdista, porque no se retrocede si no se avanza. Los países se liberan, así sea a costa de todos los demás bienes, como dijo Bolívar.
No son ganancias insignificantes, costaron mucho heroísmo, mucha tracción y mucha traición.
Los revolucionarios son gente; no dioses. Se equivocan, se encaprichan, se envanecen, se descuidan, se desvían, se vuelven locos, se corrompen y entonces dejan de ser revolucionarios. Se matan entre ellos, se levantan las peores injurias entre sí y ya que hablamos de saturnales, la revolución termina como Saturno, devorando a sus hijos. Robespierre mata a Danton, Stalin a Trotsky, Zinoviev, Kamenev, Bujarín y a casi todos.
Los traidores se entregan al enemigo con más saña que el enemigo. Pero antes de dar lástima hacen mucho daño porque uno pasa excesivo tiempo discerniendo si es de verdad una traición y no un error de apreciación por un exceso de celo. Otros que no se corrompen son víctimas del exceso de celos y se vuelven maniáticos, perseguidores y castigan a los demás revolucionarios peor que a los enemigos, igual que hacen los traidores. Por eso, cuenta Victor Hugo en su novela obligatoria, esa también, El noventa y tres, que en París había una pinta que decía en 1793: "Tengan paciencia; estamos en revolución".
Mientras tanto ¿qué hacer con los jerárquicos? ¿Qué hacer con los que gritan "primero muerto que igual"? ¿Qué hacer con el que prefiere morir antes de que lo salve un médico cubano? ¿Qué hacer con el que lo abandona todo para irse a otros mares? No mucho por un tiempo. Los bienes de la revolución hablan por sí solos para convencer a los más. Pero hay los que tienen teflón, aquellos a los que no se les pega nada. Son como el antisemita perfecto, que se queda súbitamente impotente cuando descubre que su amante es judía. Eso dijo Jean-Paul Sartre en La cuestión judía. El escuálido irreductible es terrible porque está hecho de ira.
Le tocaron su jerarquía, así viva de recoger latas. Y no me refiero al Lumpen, que es otro caso, de oportunismo social para la sobrevivencia, que rompe huelgas o monta guarimbas por poco dinero. Me refiero el miserable que adora a su rey. Al cristero mexicano que se rebela contra la Revolución. Al campesino de la Vendée que se rebela contra la Revolución. También lo cuenta Hugo en su Noventa y tres. Te dije que valía la pena.
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