Cuando los presidentes Vladimir Putin y George Bush se reúnan el 16 de septiembre en Washington, ya no serán aquellos líderes que asistieron juntos como dos amigos al desfile en la Plaza Roja de Moscú organizado en mayo último en honor al 60 Aniversario de la Victoria sobre la Alemania nazi y que más tarde, en julio, suscribieron en Gleneagles la Declaración Antiterrorista del G8.
Cuando los presidentes Vladimir Putin y George Bush se reúnan el 16 de septiembre en Washington, ya no serán aquellos líderes que asistieron juntos como dos amigos al desfile en la Plaza Roja de Moscú organizado en mayo último en honor al 60 Aniversario de la Victoria sobre la Alemania nazi y que más tarde, en julio, suscribieron en Gleneagles la Declaración Antiterrorista del G8.
Durante los meses pasados sucedieron dos acontecimientos que han cambiado sustancialmente la percepción de estos dos presidentes y sus criterios políticos tanto por sus compatriotas como por la opinión pública mundial. Se trata de la tragedia vivida por los Estados meridionales de EE UU azotados por el huracán «Katrina» y el huracán político que se desencadenó en Ucrania.
Las consecuencias del Katrina no consisten sólo en haber borrado, en esencia, de la faz de la Tierra a Nueva Orleáns y otras ciudades de la parte Sur de EE UU, dejando sin hogar, trabajo y esperanza a centenares de miles de estadounidenses. El Katrina también ha diluido los cimientos ideológicos en que descansaba la presunción de Estados Unidos, que se consideraba la única superpotencia del mundo y, como consecuencia, por poco el raciocinio supremo del planeta. Ha resultado que EE UU no es capaz de librar guerras, con el fin de exportar aquello que le parece ser democracia, y paralelamente cumplir sus obligaciones constitucionales, garantizando la seguridad de sus propios ciudadanos. Las pretensiones geopolíticas de la Administración de George Bush han entrado en una profunda colisión con su deber ante el país.
Se hace obvio que Nueva Orleáns no se habría convertido en un gigantesco lago muerto si los gastos en la campaña de Iraq no lo hubiesen obligado a Washington a reducir las asignaciones para los proyectos de protección de la parte sudeste de Luisiana contra los huracanes. Ya es sabido que las autoridades locales recibieron del fisco federal sólo 10,6 millones de dólares para estos objetivos, en vez de los 60 millones y pico solicitados, o 6 veces menos.
Cuatro mil efectivos de la guardia nacional del Estado de Misisipí y tres mil de Luisiana habrían podido dirigirse inmediatamente a la zona de la calamidad para acelerar la evacuación de la población y impedir el merodeo, si no estuviesen en Irak.
Estados Unidos ha aparecido a los ojos del mundo como un Golem con piernas de arcilla, además separadas entre sí a una increíble distancia: desde Nueva Orleáns hasta Bagdad. Las airadas manifestaciones que se organizan en frente de la Casa Blanca y la caída en flecha del rating de Bush, hasta el 39 por ciento, no dejan lugar a dudas respecto a quién se inclinan a cargar la culpa los estadounidenses por la reacción tardía ante el elemento desencadenado y la baja competencia de dirección mostrada en los días críticos.
En la reunión en Washington, Vladimir Putin, que siempre se manifestaba en contra de la injerencia militar de EE UU en Iraq, se abstendrá, por lo visto, de decirle a su viejo amigo George: «Te advertía yo». El presidente ruso, a quien a menudo vemos visitando iglesias, habrá intuido en las consecuencias del Katrina una señal de los Cielos de que es efímera la presunción de cualquier país de poseer poderío ante la Naturaleza y la Provisión. «Lo miro sin dar crédito a mis propios ojos, dijo Putin, al responder a la pregunta de un reportero estadounidense sobre el Katrina. - Todos somos vulnerables y debemos cooperar y ayudarnos mutuamente».
Se puede suponer que Putin quiera descubrir que Bush, tras haber vivido el drama del Katrina, se muestre menos propenso a aplicar una política exterior presumida y más dispuesto a prestar oído a la voluntad colectiva de la comunidad mundial. Estados Unidos, hecho bajar por la Naturaleza de la cátedra del guru mundial, podría mostrarse más sensibilizado para con las dificultades y los intereses fundamentados de otros países.
En particular, para con los intereses que Rusia tiene en el espacio postsoviético.
Hoy día, al Kremlin y la Casa Blanca quizás nada los separa más que la distinta interpretación que ellos dan a los procesos políticos que se desarrollan en las ex repúblicas soviéticas. La Administración estadounidense se inclina a interpretar las revoluciones «de colores» que se operaron en ciertos países de la CEI como el triunfo de la democracia de tipo occidental sobre los obsoletos regímenes corruptos. Los dirigentes de Rusia, en cambio, descubren en esas seudorrevoluciones obvios indicios de la toma anticonstitucional del poder, con el fin de redistribuir la propiedad, así como indicios de una nueva corrupción. Putin ha censurado en más de una ocasión los intentos de «democratizar» forzosamente desde afuera a los países como Ucrania, Georgia, Kirguizia y Moldavia, advirtiendo que con ello se peligra su estabilidad. La dura crisis política que se ha desencadenado estos últimos días en Ucrania corrobora sustancialmente los argumentos que esgrime el presidente ruso.
Al proclamar la disolución del Gabinete de Julia Timoshenko, el líder ucranio Victor Yuschenko en realidad ha reconocido el fracaso de las ideas de la «revolución naranja». Se ha hecho evidente que las nuevas autoridades ucranias no representan en sí un grupo monolítico de idealistas y patriotas, según ellos podían parecerles a las masas populares que se lanzaron a la calle, sino un cóctel de personeros de muy distintos convicciones ideológicas e intereses prácticos, a los que sólo los unía la aspiración a satisfacer sus ambiciones políticas y «sonsacarle lo máximo al país», según reconoció la propia Timoshenko.
Victor Yuschenko lo aseveró a George Bush en una conversación telefónica sostenida el sábado pasado que Kíev «seguirá siendo fiel a su orientación prooccidental», pese a la sustitución completa del Gabinete de ministros. Pero, para la aflicción de Occidente, a Yuschenko le han quedado, al parecer, muy pocos allegados que podrían ayudarle a probar tal fidelidad. Un día antes Julia Timoshenko manifestó, al intervenir al micrófono de la televisión ucrania que, al destituirla, Yuschenko de hecho ha destruido la alianza política de ellos y el futuro del país.
La «revolución naranja» no le ha traído a Ucrania ni la estabilidad ni los cambios positivos prometidos. Tanto Occidente, que en mucho grado financió la revuelta, como Rusia, que la criticó duramente, y también el pueblo ucranio, víctima de dicha revuelta, no han recibido nada, excepto un régimen igual de corrupto e ineficaz que aquel que fue derrocado con tanto entusiasmo hace ocho meses. Pues, la revuelta y las elecciones son dos cosas distintas.
Cuando este tema se debata el próximo viernes en la reunión en la cumbre, George Bush podrá prestarle más oído a la opinión de Vladimir Putin de que las «revoluciones de colores» son un camino mal elegido, si se pretende lograr estabilidad en el espacio postsoviético, en lo que están interesados en igual medida tanto Rusia como Occidente.
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