Los análisis de nuestras publicaciones sobre las relaciones internacionales se centran en el papel de Estados Unidos. ¿Se justifica acaso ese punto de vista o será que estamos sobreestimando la importancia de «América»? En realidad, Washington tiene la capacidad necesaria para imponer un nuevo orden mundial, pero está lejos de actuar en función de intereses nacionales. Lo que defiende es un sistema económico transnacional.
Según Hubert Vedrine, el mundo de hoy vive aplastado por el peso de una «hiperpotencia». Las relaciones internacionales se resumen a la posición que cada Estado adopta ante ésta. La diferencia entre las potencias mismas es tan grande que es inútil hablar de independencia para los demás Estados y, por consiguiente, de democracia para sus pueblos. Estados Unidos aparece como una superpotencia omnipresente que controla las economías, los medios masivos de difusión y los medios de defensa.
Es por ello que nuestro trabajo de análisis no puede apartarse mucho de ese tema, al cual tiene que volver constantemente. La atención que prestamos a Estados Unidos y al papel que desempeña puede parecer obsesiva, pero no es más que el resultado de una situación.
Al marcar el fin del «equilibrio del terror», el derrumbe de la Unión Soviética abría el camino al desarme y anunciaba, por consiguiente, una época de paz y prosperidad universales. Al menos, eso se creía en el seno del bloque atlantista. La tregua, sin embargo, fue corta. Aunque el presidente George H. Bush llamó primero a sus conciudadanos a enriquecerse aún más aprovechando la apertura de nuevos mercados al Este, no demoró en mencionar que se presentaba la oportunidad de extender el liderazgo estadounidense al resto del mundo.
En su célebre discurso del 11 de septiembre de 1990 ante el Congreso, el presidente Bush padre rechazó el proyecto de Gorbatchov tendiente a establecer entre las naciones un contrato supervisado por organizaciones internacionales y lo reemplazó por su propio proyecto de «Nuevo Orden Mundial» garantizado por Washington, reminiscencia del «Nuevo Orden Europeo» que trató de imponer el III Reich. Después de verificar su propia capacidad para construir y dirigir una coalición, durante la guerra del Golfo (1991), Estados Unidos teorizó sobre sus nuevos objetivos en un documento redactado bajo la supervisión de Paul Wolfowitz (1992) [1]: impedir la aparición de un nuevo competidor (principalmente impedir que la Unión Europea aspirara a desempeñar un papel más allá de su zona regional); impedir que los países industrializados crearan zonas de influencia en el Tercer Mundo (esto no concierne al Reino Unido en la medida en que éste acepta vincular el Commonwealth a la potencia estadounidense); y finalmente, conservar en el campo del armamento la ventaja suficiente como para disponer del monopolio de la disuasión. A fin de cuentas, el «Nuevo Orden Mundial» reposaría únicamente en Estados Unidos, en vez de tener como basamento el derecho internacional y la garantía de la ONU.
Sin embargo, la crisis que sacudió Estados Unidos provocó la derrota electoral del presidente Bush padre y su substitución por Bill Clinton, quien trató de ignorar aquellos delirios de poder y de hacer lo posible por levantar la economía y aumentar la influencia del país. Pero, paralizado en 1998 por el escándalo Lewinsky, Clinton perdió el control de los problemas de defensa y la política exterior. El Congreso retomó entonces por su cuenta el proyecto de «Nuevo Orden Mundial» y reinició unilateralmente la carrera armamentista, aún cuando Estados Unidos no tenía enemigo alguno a la vista. En definitiva, el poder ejecutivo y el legislativo se reconciliaron declarando la guerra a Yugoslavia, sin mandato del Consejo de Seguridad de la ONU. El resto de la historia es harto conocido.
Esta presentación de la hiperpotencia tiene sin embargo sus límites ya que no hace distinción alguna entre la fuerza y aquel que se sirve de ella. Los Padres Fundadores de Estados Unidos consideraban que la noción de interés general solamente podía conducir a la dictadura [2]. Según ellos, el Estado debía por tanto tener como objetivo el de ponerse al servicio de una coalición, lo más amplia posible, de intereses particulares. Al mismo tiempo, desconfiaban del populacho y concibieron su Constitución de forma que no fuera el pueblo quien ejerciera el poder sino una oligarquía que debía reproducir el modelo de la aristocracia británica. Fue precisamente en nombre de ese sistema constitucional original que, por ejemplo, la Corte Suprema declaró presidente a George W. Bush en el año 2000, sin esperar por el resultado del escrutinio en Florida.
Ignorando las fronteras, la clase dirigente estadounidense, a falta de sentirse solidaria con sus conciudadanos, percibe sus intereses comunes con otros dirigentes económicos y políticos del mundo. Por consiguiente, aunque técnicamente Estados Unidos impone su dominio mundial, no se trata sin embargo de un dominio establecido por el pueblo estadounidense sino por una clase dirigente transnacional cuyo centro de gravedad se sitúa en Estados Unidos. La diferencia es grande. Es por ello que, después del huracán Katrina, se han podido observar en la región del Mississippi escenas similares a las de Irak: con pretextos diferentes, la capacidad interna de intervención del Estado ha sido reducida al mínimo y las poblaciones, tanto en Nueva Orleáns como en Bagdad, se han visto abandonadas. En vez de ayudarlas, se envían tropas para reprimirlas.
Seguiremos estudiando la política interna y la política exterior de Estados Unidos, pero sin dejarnos engañar por las apariencias.
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