La política exterior alemana desde 1949 se caracteriza por una continuidad casi ininterrumpida y los cambios políticos no alteran gran cosa, tanto en 1998 con el regreso de la izquierda como en 2005 con la victoria de Angela Merkel. Como lo explicaba después de la guerra Waldemar Besson, la «Razón de Estado» de Alemania Occidental le imponía aceptar plenamente el liderazgo y la tutela de los Estados Unidos, fortalecer el campo atlantista occidental, aceptar la división del país en nombre del equilibrio de fuerzas de la Guerra Fría, practicar una política de moderación respecto de la Unión Soviética y fortalecer su asociación con los países del Tercer Mundo. Hoy día, tras la caída del muro y la desaparición de la URSS, las dos grandes constantes siguen siendo: la alianza atlántica y el fortalecimiento de Europa.
Lo que cambió fueron los datos políticos: 1999, con la acción militar (iniciada sin mandato de la ONU) en Kosovo y 2001, con la irrupción del terrorismo islamista internacional. El antagonismo Este-Oeste fue sustituido por el unilateralismo estadounidense de dimensiones imperiales, mientras que la construcción europea, después del fracaso de la constitución, pasó a un segundo plano. Por el momento, la tentativa de mantener una continuidad en la política exterior en esta nueva situación, ha fracasado.
La legendaria «cultura de la abstención» profesada por Alemania se derrumbó y el país no fue capaz de formular, junto a París y Moscú, una alternativa diplomática a la política de los Estados Unidos en el Medio Oriente e Irak. El sueño de un escaño en el Consejo de Seguridad de la ONU es una ilusión, la mediación en el caso de Irán está en un callejón sin salida, las misiones militares en los Balcanes y en Afganistán están comprometidas y la influencia alemana en el Medio Oriente es casi nula. Incluso la adhesión de Turquía, presentada por Joschka Fischer como la piedra angular de una estrategia política para la paz en el Medio Oriente, corre el riesgo de irse a pique.
El nuevo gobierno no podrá hacer mucho en este caso. Anunció que quería concentrarse ante todo en reparar las relaciones trasatlánticas y mejorar las relaciones con Europa Oriental, sobre todo con Polonia, herida por la rusofilia de Schröder. Pero en este caso, habrá que contentarse con bellas declaraciones –mucho más cuando una parte de su electorado impuso una revisión de la visión histórica referente a los refugiados de 1945. En cuanto a Washington, se tratará de establecer una relación amistosa, pero sin apoyar, no obstante, un compromiso militar en Irán y sobre todo sin aceptar el envío de la Bundeswehr a Irak. Se quiere un distanciamiento de la imagen «Vieja Europa» representada por Schröder y Chirac, pero no se entiende muy bien cómo oponerle otra Europa. Se quiere ser más severo con Vladimir Putin pero sin desequilibrar la relación con Moscú, concebida como vital. Se va a regañar gentilmente a China por su desprecio a los Derechos Humanos pero sin olvidar que este país es el primer inversionista industrial en Alemania. En conclusión, se trata de Business as usual.
La derecha alemana está dividida entre los atlantistas que aceptan ponerse al lado de los Estados Unidos y los «gaullistas» que aplaudían en silencio la visión de Schröder de una Europa potencia mundial que reforzara el papel de pivote desempeñado por Alemania. Es innegable que existe una distancia cultural y política entre la izquierda alemana y los Estados Unidos, pero los verdaderos antinorteamericanos en Alemania siempre han estado en la derecha, sobre todo los amigos de la Merkel, la CSU, que venera todavía a Franz Josef Strauss, predicador incesante de una Alemania potencia nuclear con acentos gaullistas. Pero Alemania no cuenta en la actualidad con los medios para darse el lujo de un «neogaullismo», empezando por la falta de socios, y los llamados de tipo atlantista que hace Merkel a Tony Blair tropiezan con un escollo inmediato. Alinearse con Londres y Washington significa alinear soldados en el frente del internacionalismo neoconservador –y eso es riesgoso políticamente. Al igual que Schröder triunfó en 2002 al oponerse a Bush, la canciller del Este pagaría caro toda impresión de sometimiento a Washington. La continuidad de la política actual «medida y de abstención», por muy imposible que sea, es por lo tanto, la única opción disponible.
«Außenpolitik unter Angela Merkel», por Claus Leggewie, Deutsche Welle, 4 de noviembre de 2005.
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