Cada 11 de septiembre, muy temprano, me acuerdo de Fernando Alegría. Y de González, el héroe de su novela Caballo de copas, aquel caballo chileno que en un batatazo imposible gana el clásico de los clásicos en San Francisco de California, el Golden Gate Fields.
Su dueño, en la novela el narrador de la historia, es el clásico pat’e perro chileno; sus amigos o compadres son también chilenos o latinos. Todos llegaron un día a la dorada California, tal como sus antepasados del siglo XIX, en busca de fortuna y terminaron lavando platos, barriendo bodegas, cosechando tomates, como albañiles, ascensoristas, pintores de brocha gorda o repartidores de telegramas, siempre explotados, míseros, a veces tirillentos, buenos para el trago y a la vez, incomprensiblemente alegres.
Todos hípicos, viven cada domingo la ilusión del triunfo inesperado y del cambio de pelo instantáneo. De pronto, el grupo pone en el caballo González sus esperanzas de redención y riqueza. El jinete jubilado Hidalgo los convence que puede ganar y si gana, todo será diferente. Como González es casi humano -o tal vez el más humano de los personajes-, su dueño le habla y trata que adquiera conciencia de su responsabilidad: “Si no ganai no hay comida. Es decir, vos te convertís en comida... Aquí la vida es dura y cruel. No es más que una oportunidad y, si no la aprovechas, estás jodido... Acuérdate: o cadáver o campeón. No hay términos medios”.
Caballo de copas es, los críticos coinciden, una novela picaresca, en la estirpe de la gran picaresca española. Pero es mucho más que una sucesión de episodios pintorescos y cómicos: es parte de la gran epopeya del pueblo chileno en el siglo XX que continúa en el XXI, de nuestro proletariado o subproletariado buscavidas y trashumante, errando de oficina salitrera en oficina salitrera, de mina en mina, de provincia en provincia, de país en país. Hoy el proceso continúa, los y las que emigran y vagan no son necesariamente proletarios, pueden tener títulos universitarios pero padecen de la misma inquietud y participan de la misma búsqueda. El relato envuelve así, en apariencia sin pretenderlo, una profunda reflexión sobre el destino de este país y de su gente, que es el tema subyacente en toda la obra del autor.
A fines de octubre nos llegó la noticia de que Fernando Alegría había emprendido, a los 87 años, la maratón definitiva desde su casa de Golden Creek, su pueblo norteamericano idéntico a otros 349 pueblos del Estado de California. Pero no me lo imagino muerto. Solamente lo veo algo desvaído pero siempre sonriente, olvidadizo, un poco distraído, y como siempre, haciendo recuerdos de Chile.
Tal vez la intensidad de las esencias nacionales que destila su obra se deba, en parte, a su prolongada ausencia del país. Alegría vivió en Estados Unidos desde 1943 hasta este octubre. Venía casi todos los años, se instalaba en el Hotel Foresta junto al cerro Santa Lucía, y pasaba aquí períodos más o menos largos conversando con sus hermanos, sus amigos, sus sobrinos y tratando de reconstruir y renovar el mito de Chile, que el extrañamiento le convirtió en obsesión. Lo cierto es que en Santiago, en Stanford o donde fuera, vivía mirando hacia Chile y recordándolo a toda hora. Trató también que Chile lo recordara a él. En lo primero tuvo éxito; en lo segundo, no.
Durante los años de la dictadura cientos de miles de chilenos y chilenas aprendieron o aprendimos lo que es el exilio. Fernando Alegría lo sabía desde antes. Era el decano de los exiliados, con varios doctorados en la materia, aunque fuera por propia decisión. O, muy chilenamente, porque así se dieron las cosas. Después del golpe militar vivió el exilio de veras, que ocurre cuando estás fuera de tu país y no te dejan volver a él. Naturalmente el régimen de Pinochet lo exoneró de su cargo de consejero y agregado cultural de la embajada de Chile en Washington, para el que había sido designado por Salvador Allende, y le prohibió regresar a Chile.
No cultivó el caldo de cabeza, nunca fue el desterrado que se deprime y se dedica a lamentar su suerte. Asumió su exilio con entereza, de manera combativa y con dominio de la materia. Desde el primer instante se dedicó a aserrucharle el piso internacional a la dictadura y a participar en el movimiento de solidaridad. En 1977 asumió la dirección de la revista Literatura chilena en el exilio, editada por el poeta David Valjalo, que murió calladamente, según su estilo, hace unos meses.
Además de su prosa, hay que recordar y leer también su poesía, que siendo muy personal nos recuerda la de Pablo de Rokha. Su creación poética tiene que ver con aquel movimiento inconformista, estridente, crítico y tal vez revolucionario de la generación beat, de los años 50-60 en Estados Unidos, la generación que luchó contra la guerra de Vietnam. Esa poesía está representada sobre todo por Allen Ginsberg, cuyo famoso poema-manifiesto “Howl”, “Aullido”, fue traducido al castellano, por Fernando Alegría, of course. Pero de Alegría sobre todo recordamos su poema “Viva Chile M”. Aún me parece estar escuchándolo, allá por 1964, recitado por la voz egregia de Roberto Parada en la Peña Chile Ríe y Canta de la calle Alonso Ovalle, la peña de René Largo Farías. Hay otros poemas suyos memorables, estremecedores, mezcla de lirismo y épica popular, como “Entre ponerle y no ponerle”, “Donde lloran los valientes” o “Población callampa”.
Además de su obra en prosa y poesía, desarrolló desde temprana edad un extraordinario trabajo académico, de historia y teoría literaria. En este aspecto, sus libros más importantes son: La poesía chilena. Orígenes y desarrollo, del siglo XVI al XIX (1954); Literatura chilena del siglo XX (1962); Literatura y revolución (1970) e Historia de la novela hispanoamericana, que tiene cinco ediciones, la última, de 2005, muy ampliada. Su bibliografía, elaborada con rigor por Juan Armando Epple, contiene, además, los títulos de más de 80 ensayos y artículos publicados entre 1936 y 1986.
Cada 11 de septiembre me acuerdo de Fernando Alegría. ¿Por qué? Resulta que justamente ese día, en el año de gracia de 1973, yo debía pasar a buscarlo muy de mañana al departamento de un amigo suyo frente al Parque Forestal, para luego irnos juntos a la casa de Pablo Neruda en Isla Negra. Logré comunicarme con él, por teléfono, después de las ocho de la mañana:
– Fernando, no vamos a poder ir a Isla Negra.
– ¿Por qué? Pablo nos espera. ¿Qué pasa?
– Estamos de golpe.
– ¿De qué?
– De golpe. Hay un golpe militar en marcha.
– ¡Ah, caramba! Mmh. Yo pensaba ir a ver a Pablo y regresar temprano a Santiago porque Allende me tenía invitado a almorzar en La Moneda. ¿Crees tú que...?
Yo no creía nada y por lo tanto no dije nada. Hubo un largo silencio. Al final, dijo:
– Bueno, habrá que suspender el viaje. ¿Hasta cuándo, piensas tú?
– Hasta nueva orden.
No volví a verlo hasta unos dieciséis años más tarde, después del plebiscito.
Es bueno recordar a Fernando Alegría. Recuerdo a menudo su sonrisa, su voz, su manera tan chilena de platicar la amistad. Su obra. Y por cierto, seguiré recordándolo cada 11 de septiembre desde muy temprano
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