En 1794 Toussaint Louverture liberó a los esclavos haitianos y en 1804 se proclamó la República. Comenzó el vía crucis de la primera revolución y de la única Nación negra en el Nuevo Mundo, martirologio que convirtió a la más rica y próspera de las colonias americanas en el país más pobre del hemisferio y a su pueblo, en el más sufrido y humillado.
Es fácil extraviarse al tratar de enumerar a los caudillos, dictadores y matarifes que han gobernado el país, las intervenciones norteamericanas y los golpes de estado e imposible de mensurar la indiferencia de Francia que se atuvo a la doctrina Monroe y dejó a Haití librado a su mala suerte.
Con la elección de Jean-Bertrand Aristide, el persistente ex sacerdote católico, depuesto y vuelto a reponer por elementos que obedecían siempre a los Estados Unidos, el pueblo haitiano parecía enrumbarse por caminos que si bien nunca fueron fáciles ni expeditos, eran sus mejores oportunidades históricas.
Se repitió la terrible predestinación americana: lo que es bueno para los pueblos de la región, no es bueno para Estados Unidos, que acostumbra imponer la última palabra. En una noche aciaga, como casi todas las noches en Haití, con un pelotón de marines norteamericanos, la complicidad europea, el acatamiento latinoamericano, excepción sea hecha de Cuba y Venezuela, y en contubernio con la reacción interna, Aristide fue secuestrado y enviado a los confines de África. Lejos de su pueblo y excluido de todo.
Como parte del mismo proceso, Estados Unidos, erigido en Gran Elector del Universo, escogió a los nuevos gobernantes que fueron importados desde Miami.
Esta vez el pueblo haitiano no tragó. Ni un solo día pudieron las nuevas e ilegítimas autoridades, sentadas sobre las bayonetas de las fuerzas de ocupación, bajo la bandera de la ONU, gobernar el país. El pueblo haitiano, sacando fuerzas del dolor, la frustración y la adversidad, impuso la celebración de elecciones.
El imperio accedió porque en su desprecio, subestimó la determinación popular.
En medio de las más adversas condiciones, los haitianos acudieron a las urnas y votaron por René Preval, un político conocido y por la clásica milla, su mejor opción que, otra vez no era la de los norteamericanos que cursaron ordenes de desconocer el veredicto popular e imponer una segunda vuelta.
Washington necesitaba ganar tiempo, tratar de enmendar el resultado, presionar a Preval e imponerle sus reglas o, de algún modo, incluso a la americana, excluirlo.
Otra vez se equivocaron. Los haitianos salieron las calles, no como hordas, según la denominación de alguna prensa, sino como un pueblo maduro y combativo y, con el apoyo de los países más progresistas de la región que denunciaron la componenda y levantaron la voz, frustraron la maniobra. Era demasiado repugnante.
El pueblo no le dio tiempo ni respiro a Bush que no “pudo montar en su caballo”.
La proclamación de René Preval como presidente de Haití es la segunda victoria del pueblo haitiano en doscientos años. Es demasiado tiempo y demasiado el sufrimiento. Es la hora de hacerlo todo por Haití. Es la hora de que los pueblos y los gobiernos progresistas se movilicen.
Sin palabras y sin propaganda, incluso en las más adversas circunstancias, bajo la ocupación y de cara a todos los huracanes, Cuba ha mantenido y acrecentado su colaboración, aportando al pueblo haitiano lo que necesita: nada de armas, sino médicos, maestros y asistencia para el desarrollo.
No se trata de una lección, sino apenas de un ejemplo. No hay otros caminos ni atajos, no habrá segundas oportunidades. Es ahora.
Haití se ha levantado.
Nadie debe pedirles que esperen otra vez doscientos años.
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