Los niños que nazcan hoy peinarán canas cuando ya no haya petróleo. El despilfarro sigue y los yacimientos se agotan. A la escasez del combustible habría que añadir que puede llegar el momento en que las emanaciones de gases con efecto invernadero se hagan insostenibles.
Como doctrina, la producción de electricidad a partir del átomo es tan depredadora como hacerlo a base de petróleo, el uranio tampoco es renovable. Hay menos uranio que petróleo y sólo siete países pueden refinarlo para convertirlo en combustible.
Hace poco Brasil se declaró apto para enriquecer el uranio para sus plantas eléctricas y entró en contradicción con la Organización Internacional de Energía Atómica. Ahora, por las mismas razones, el conflicto es con Irán. Nadie sabe quién será el próximo.
En los años cincuenta, cuando se dispararon las alarmas por la presumible escasez de petróleo se vivió la ilusión de que la energía nuclear sustitutiva estaba al alcance de la mano. No fue así.
La más sencilla de las plantas átomo-eléctrica requiere de una infraestructura que sólo alcanzan los países de desarrollo medio, una inversión inicial en torno a mil millones de dólares y cientos de especialistas y obreros calificados, redes de transmisión y muchos otros detalles colaterales. A todo eso súmese lo relativo a los deshechos nucleares y la capacidad para proteger a la población en caso de accidentes. Con pocas excepciones tales condiciones no se encuentran el Tercer Mundo.
Eso explica que de las 400 plantas átomo-eléctricas que operan en el mundo, sólo hay seis en América Latina y ninguna en Africa; Estados Unidos cuenta con 104.
Incluso en esos países, la introducción de la energía nuclear fue frenada, entre otras cosas por las reservas de la comunidad científica, la oposición de la opinión pública y los problemas de seguridad. De hecho, desde 1991 no se construye en Europa ninguna planta nuclear, la primera después de Chernobil será puesta en marcha en Finlandia.
No obstante, para los países de rápido crecimiento económico que demandan considerables volúmenes de energía, como son China, India, Brasil, Rusia y otros, las plantas nucleares son la mejor alternativa.
Las mejores políticas energéticas son aquellas que no descartan ninguna opción porque ninguna compite con las otras y todas pueden convivir ensambladas en un sistema. La energía obtenida del viento, de los pequeños cursos de agua o del procesamiento de residuos, pueden solventar las necesidades de pequeñas y medias comunidades. Soñar con suministrar energía a Ciudad México con molinos de viento es tan absurdo como pretender montar una planta átomo-eléctrica en Haití.
El término “Atomos para la Paz” fue creado por los científicos que fabricaron la bomba atómica y acuñado por el presidente de Estados Unidos Dwight Eisenhower que en 1953 lo estrenó en la ONU como propuesta destinada a apoyar la extensión de la tecnología nuclear con fines pacíficos y evitar la propagación de las armas atómicas. Por cierto esta fue la única coincidencia estratégica en materia atómica entre las dos superpotencias durante la Guerra Fría.
El fondo del asunto y que parece escapar la compresión de ecologistas fundamentalistas y de la agencia de energía atómica, es que existen países con grandes necesidades energéticas o con posibilidades de producirla para la exportación o de convertir la producción de combustible nuclear en una rama de su economía, que no pueden esperar a quedarse sin petróleo para pensar en los átomos.
La mayor preocupación que es la proliferación de las armas atómicas, pudiera ser abordada a partir de suprimirlas todas. Entonces las preocupaciones serían menos y más legítimas.
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