Fue un día histórico. Fue un discurso valiente. Ocurrió en el Colegio Militar de la Nación. En primera fila, entre funcionarios públicos y altos mandos castrenses, el pañuelo blanco las Madres sobresalía por su brillo, por su limpia dignidad, por su poesía de verdad y futuro. Hebe de Bonafini había sido invitada personalmente por Néstor Kirchner al acto en repudio a los dictadores del 24 de marzo de 1976, que durante el discurso del Presidente se convirtió, también, en una reivindicación de los desaparecidos y de denuncia de los sostenedores civiles del terror dictatorial. Aquí, los tramos más salientes de las palabras presidenciales.
El 24 de marzo de 1976 y hasta el 10 de diciembre de 1983, se instaló en nuestra Patria un gobierno de facto a cargo de las Fuerzas Armadas que se atribuyó la suma del poder público, se arrogó facultades extraordinarias y en el ejercicio de esos poderes ilegales e ilegítimos aplicó un terrorismo de Estado que se manifestó en la práctica sistemática de graves violaciones a los derechos humanos.
Quedó suficientemente probado que a partir de ese día se instrumentó un plan sistemático de imposición del terror y la eliminación física de miles de ciudadanos sometidos a secuestros, torturas, detenciones clandestinas y toda clase de vejámenes. En este propio Colegio Militar fueron secuestrados cadetes que luchaban por la vida y por la democracia. Por eso nunca más el terrorismo de Estado, hasta acá llegó.
Hace pocos días el Honorable Congreso de la Nación dispuso por ley que esta fecha, “Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia”, figure entre los feriados nacionales inamovibles. Debe ser ésta, entonces, una jornada de duelo y homenaje a las víctimas y también para la reflexión crítica sobre la gran tragedia argentina que se abrió un día como hoy de 1976 con el golpe militar que fue el camino y el instrumento del terrorismo de Estado, la más cruenta de las experiencias antidemocráticas que nuestra Patria haya padecido.
Venimos hablar a toda la sociedad, porque aquel golpe no se redujo a un fenómeno protagonizado por las Fuerzas Armadas. Los golpes de Estado padecidos por los argentinos han tenido en el siglo XX una larga, luctuosa y difícil historia y nunca constituyeron sólo episodios protagonizados por militares.
Sectores de la sociedad, de la prensa, de la iglesia, de la clase política argentina, ciertos sectores de la ciudadanía tuvieron también su parte cada vez que se subvertía el orden constitucional. Lo digo porque no todos han reconocido todavía su responsabilidad en los hechos.
Cuando alguien abría la puerta de los cuarteles para ir hacia el poder y en contra de las instituciones de la democracia, previamente habían concurrido otros a golpearlas; poderosos intereses económicos cuya representación ha sido y es patéticamente minoritaria trabajaron incansablemente para deteriorar las instituciones democráticas y facilitar el atropello final a la Constitución.
Han contado también con el aporte de otros factores culturales, el aporte de distintas concepciones del mundo de diversas ideologías, de los medios de comunicación y de muchas instituciones que nunca toleraron el principio rector de la soberanía popular; había algunos que hasta decían que el general Videla era un general democrático y que era la transición que necesitábamos. Esa soberanía popular que es base irrenunciable de la institucionalidad republicana democrática.
Ese conglomerado económico cultural, social y político trató, y lo logró por mucho tiempo, de convertir a las Fuerzas Armadas en el brazo instrumental y protagónico de ese proyecto que afectó tanto a la estructura de la sociedad.
No se trataba de excesos ni de actos individuales. Fue un plan criminal, una acción institucional diseñada con anterioridad al 24 de marzo y ejecutada desde el Estado mismo bajo los principios de la doctrina de la Seguridad Nacional.
La mayoría de las víctimas pertenecían a una generación de jóvenes, hijos de muchos de ustedes, hermanos nuestros, con un enorme compromiso con la Patria y el pueblo, con la independencia nacional y la justicia social, que luchaban con esperanza y hasta la entrega de sus vidas por esos ideales. Pero más allá de estos miles y miles de víctimas puntuales, fue la sociedad la principal destinataria del mensaje del terror generalizado.
El poder dictatorial pretendía así que el pueblo todo se rindiera a su arbitrariedad y su omnipotencia. Se buscaba una sociedad fraccionada, inmóvil, obediente, por eso trataron de quebrarla y vaciarla de todo aquello que lo inquietaba, anulando su vitalidad y su dinámica y por eso prohibieron desde la política hasta el arte.
Sólo así podían imponer un proyecto político y económico que reemplazara al proceso de industrialización sustitutivo de importaciones por un nuevo modelo de valorización financiera y ajuste estructural con disminución del rol del Estado, endeudamiento externo con fuga de capitales y, sobre todo, con un disciplinamiento social que permitiera establecer un orden que el sistema democrático no les garantizaba.
Para el logro de estos objetivos querían terminar para siempre con lo distinto, con lo plural, con lo que era disfuncional a esas metas. Ese modelo económico y social que tuvo un cerebro, que tuvo un nombre y que los argentinos nunca deberemos borrar de nuestra memoria y que espero que también la memoria, justicia y verdad llegue, se llama José Alfredo Martínez de Hoz.
Lamentablemente, este modelo económico y social no terminó con la dictadura; se derramó hasta fines de los años 90, generando la situación social más aguda que recuerde la historia argentina.
Víctima de ese modelo fue el pueblo, que sufrió empobrecimiento y exclusión, de las que todavía hoy afrontamos las terribles consecuencias. Lamentablemente, los verdaderos dueños de ese modelo no han sufrido castigo alguno.
En los momentos terribles de la noche dictatorial, fueron mujeres y hombres, pero sobre todo mujeres, mujeres, las que se organizaron para enfrentar a la barbarie, Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
Esta casa y esta institución del pueblo las recibe con los brazos y el corazón abiertos, reconociéndoles su tremendo valor. Ese puñado de mujeres sin más poder que su dolor, su amor y su coraje, enseñaron el camino de la lucha para reconstituir un orden democrático y por conseguir una cuota de justicia y de verdad. Ellas fueron un maravilloso ejemplo de la resistencia frente a la barbarie que trató de suplir la lamentable defección de muchos otros.
Todos hemos aprendido de aquel error. Ese proyecto criminal ha sido derrotado en la conciencia política argentina. Nuestra sociedad, en la que casi la totalidad de los sectores políticos, sociales, culturales y económicos rechaza ese pasado, lo juzga críticamente y es por su lucha que los impedimentos jurídicos para el juzgamiento de crímenes contra la humanidad, están derogados y la Justicia desarrolla su tarea con total y absoluta independencia.
La dictadura militar fue una gran tragedia para el país; su ejecución, repito, no fue solamente una responsabilidad castrense; también los sectores dominantes de la vida económica y cultural contribuyeron a construir esa Argentina sometida a una estrecha, mezquina y explotadora concepción del mundo.
La gravedad de lo ocurrido, su saldo luctuoso y desgarrador, las monstruosas y aberrantes conductas en que incurrieron las Fuerzas Armadas, las consecuencias de la concentración económica, el desempleo, el aumento de la pobreza, la destrucción de la economía local y la exclusión que se derivaron del modelo implementado, hacen imperativa la reflexión sobre ese período.
Porque el pueblo que no piensa su pasado y que no lo elabora, corre el grave riesgo de repetirlo; pero más importante aún que recordar, es entender, aunque para entender es indispensable también recordar. Ese proceso de recordar, esa reconstrucción de la memoria, es un valioso mecanismo de resistencia.
Obviamente, es también un ámbito de conflicto entre quienes mantienen el recuerdo de los crímenes de Estado y quienes quizás, algunos todavía con buena intención pero otros buscando su propia impunidad, proponen dar por cancelado ese período y pasar a otra etapa argumentando que la clausura de la memoria, facilita la reconciliación.
Muy por el contrario, creemos que la memoria no es sólo una fuente de la historia, sino que es fundamentalmente un indispensable impulso moral y, además, es un deber y una necesidad ética y política de la sociedad.
Afortunadamente, hoy tenemos una amplia y diversa producción cultural que, con formato de ensayo, libro, testimonio, obras de ficción, teatro y cine argumental y documental, expone y discute nuestro pasado inmediato.
Esas elaboraciones, esas discusiones son muy fecundas porque son plurales. Cuando buscan la verdad y como lógica consecuencia la obtención de justicia, cuando no persiguen el odio ni la revancha, pueden aportar el conocimiento del pasado. En ellas la Argentina vive y transfiere su dinámica y su voluntad de persistencia y transformación a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos.
Como Presidente de la República no pretendo construir una verdad definitiva, que es patrimonio de todas las generaciones. Sólo aporto, como lo he dicho muchas veces, mi verdad relativa.
Pero sí, debo trabajar duramente para contribuir a asegurar principios básicos de la convivencia. A los argentinos se nos ha hecho carne, después de mucho dolor, la necesidad del respeto a la vida y a la dignidad de la persona humana y de la vigencia efectiva de los derechos humanos que están constitucionalmente consagrados.
Nuestro íntimo convencimiento es que no puede haber convivencia en paz y reconciliación mientras queden resquicios de impunidad. Siempre hemos pensado que sólo con verdad y con justicia, conformaremos una sociedad que se desarrolle en paz. Nunca hemos creído que eludiendo el veredicto y forzando el olvido, calmaremos la sed de justicia que exhibe el alma misma de nuestra comunidad. Sólo castigando a los culpables se liberará de culpa a los inocentes.
Lo dijimos cuando se dictaron en la Plaza, lo reiteramos hoy: ni el punto final ni la obediencia debida ni los indultos fueron los caminos adecuados para alcanzar la verdad e imponer la justicia. Sólo han sido enormes heridas y frustraciones cuidadosamente envueltas en las formas pero carentes de contenido ético.
En pos de la verdad y la justicia, tal vez sea la hora de desarticular la red de impunidad tejida a través de aquellos indultos. Algunos tribunales han declarado ya en casos concretos su inconstitucionalidad, pero esta vez, también respetando el marco institucional que la República impone, debe seguir siendo la Justicia quien deba dejar con claridad la inconstitucionalidad de dichas normas que, a mi juicio, chocan frontalmente con la ética republicana que recomienda que ante el crimen busquemos la verdad y anhelemos la justicia.
No es posible reestablecer la calidad institucional y la marcha hacia la verdad buscando el atajo de lo inconstitucional. Nadie puede pedir que un decreto derogue a otro a través del cual se indultó. Aquellos indultos trasgredieron, a mi juicio y a mi verdad relativa, la ley fundamental de la Patria.
Espero, como se reclama permanentemente, que prontamente la Justicia determine la validez de esa constitucionalidad o lo que yo pienso a mi juicio, la inconstitucionalidad de los mismos.
Nos quieren y me quieren, sectores de la extrema derecha y algunos otros, hacer caer en una trampa, que no podemos dejar que nos lleven a ella por las democracias, sus instituciones, la verdad y la justicia.
Con verdad, con memoria y con justicia, con castigo a los culpables, poniendo las cosas en su justo lugar, echaremos las simientes para construir un país más justo.
Debo hoy también decir acá que en este edificio y todo establecimiento militar debe ser para siempre solamente la casa del general San Martín y sus hermanos en la lucha por la independencia: el general Belgrano y el almirante Brown. Debe ser la casa de San Martín, el gran libertador, que combatió en San Lorenzo, cruzó Los Andes, luchó, libertó Chile y Perú y se abrazó en el combate independiente con grandes americanos como O’Higgins y el gran Simón Bolívar. Debe ser la casa de aquel San Martín que nunca desenvainó su espada en el campo siniestro de las guerras civiles. Debe ser la casa del ciudadano general Manuel Belgrano, el hombre que marchó a su destino del general improvisado y nos legó la bandera que nos unifica distintivamente como nación. Debe ser también la casa de Guillermo Brown, ayer y hoy nuestro primer almirante, el inmigrante que fundó nuestra flota y combatió con denuedo y sencillez. Y debe ser la casa y la Argentina de los principios de ese ilustre ciudadano y gran político y pensador argentino que se llamó Mariano Moreno.
La soberbia, el militarismo y la distancia con el pueblo, nunca estuvieron en las convicciones de las conductas de estos grandes hombres.
Hemos aprendido nosotros y hoy aprenden nuestros hijos y nuestros nietos en las escuelas de la Nación, el recorrido de sus vidas y sus proyectos ejemplares. En sus ejemplos y en el de tantos otros próceres y ciudadanos anónimos deben inspirarse los militares argentinos y todos los ciudadanos de la Patria.
Queremos sentirnos orgullosos de que todos los uniformes de los soldados de la Patria sean respetados en su prestigio y vistos con alegría y no con temor, como ese temor que tuvimos hace treinta años, queridos hermanos de las Fuerzas Armadas, que veíamos un uniforme y creíamos que se nos terminaba la vida.
No sólo aquellos que éramos militantes de mucho tiempo, militantes de nuestras convicciones, sino con el tiempo una ciudadanía asustada y aterrorizada. Yo sé que todos los cuadros de hoy tienen una gran tarea cívica, una gran tarea junto a los ciudadanos de la Patria a construir no la adhesión a algún partido político o a alguna fuerza determinada.
Acá, desde el Colegio Militar de la Nación, quiero llamar a la conducción de ciudadanía, queremos sentirnos ciudadanos y para sentirnos ciudadanos, respeto a los derechos humanos, justicia, equidad, inclusión social e igualdad de oportunidades para todos los argentinos, con certeza indiscutible para que todos los sables sanmartinianos protejan al ciudadano y que el juramento constitucional siempre sea honrado.
Queridos jefes de nuestras Fuerzas Armadas, queridos hermanos: cuando escucho a algunos defender los aberrantes e innobles crímenes y acciones del ’76 y levantar el golpe del ’76, yo creo que no hay pasión humana que puede llevar a defender tanto terror. No hay ideas diferentes que se pueden dar -y que se dan en toda democracia- que puedan hacer creer que se puede construir un país en base al dolor, a la desaparición y a la ausencia, como dijo ese general casi innombrable.
Quiero terminar así: cuando la prensa del mundo le preguntaba “Y los desaparecidos, ¿quiénes son?”. Y dio una definición de desaparecidos que a cada uno en el lugar que estábamos nos espantó: “No están, no existen, no hay desaparecidos”.
Señor Videla, porque no merece que lo llame general, hay treinta mil argentinos que fueron desaparecidos de distintas ideas y hay cuarenta millones de argentinos que fuimos agredidos y ofendidos por su pensamiento fundamentalista y mesiánico. Espero que la justicia proceda y a fondo.
Yo estoy seguro que esa verdad y esa justicia deben ser aceleradas y encontradas y este 24 de marzo y todos los 24 de marzo deben servir en el marco de la construcción de la verdadera memoria. Es una fecha que debe ser fuertemente consolidada y no tratar de adueñarse nadie de ella, basados a veces en especulaciones políticas de corto lucro. Porque queridos hermanos y hermanas, la verdadera vanguardia de la lucha contra la dictadura fueron las Abuelas y las Madres de Plaza de Mayo.
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