En su edición del 10 de abril de 2006, el diario de la izquierda británica The Independent publica en primera plana la imagen de una moneda de dos peniques para representar el nuevo caballo de batalla del ministro de Finanzas Gordon Brown: la educación en los países pobres. En un artículo cuyo entusiasmo navega sobre el fervor decididamente efímero del «live 8» del verano de 2005 que quería salvar África gracias al show-business, el candidato confeso a la sucesión de Tony Blair promete desembolsar 15 000 millones de dólares en los próximos diez años para posibilitar la escolarización de 100 millones de niños en los países pobres. Ello corresponde, según él, al gasto de dos peniques diarios (o 7,5 libras esterlinas, el equivalente a 10 euros anuales) por cada habitante de los países miembros del G-8.
Aunque las proposiciones de Gordon Brown parecen dignas de aplauso, no queda más remedio que emitir dudas en cuanto a la voluntad de aplicarlas. En efecto, desde la Cumbre del Milenio en Nueva York, es la tercera vez que se hace esa promesa sin que sea seguida de la más mínima acción concreta. ¿No sería más fácil desbloquear primero los fondos necesarios y congratularse después por los resultados? En el mundo virtual de la propaganda política «el efecto de anuncio» resulta suficiente, pero es una indecencia prometer la reparación de las injusticias que uno mismo perpetúa.
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