¡Temblad, machos de Occidente! Las mujeres se preparan para maniobrar a nuestras espaldas, sueñan perseguirnos hasta la muerte y… ¡feminizarnos! Esa parece ser la paranoica teoría del periodista Eric Zemmour, que actualmente clama ante las cámaras de las diferentes cadenas televisivas su denuncia indignada contra el bello sexo. Su panfleto antifeminista, Le Premier sexe (Denoël, 2006), merece sin embargo un análisis serio, ya que tras lo que podría interpretarse como un ajuste personal de cuentas con alguna pareja o con mamá se esconde una opinión que la derecha más intolerante no se cansa de aplaudir.
El autor trata de presentar como un logro del capitalismo aquello que la izquierda pudiese tener aún de «viril» después del trabajo de «feminización» del socialismo, trabajo al que el propio Zemmour se entrega frenéticamente: «El capitalismo no es ni reaccionario ni conservador. El capitalismo es auténticamente revolucionario ya que siempre se ha inclinado a la izquierda desde el siglo XVIII.» Su acto de prestidigitación tiene incluso la desfachatez de atribuir esa afirmación al propio Karl Marx. Por supuesto, el doctrinario Zemmour se dirige a electores indecisos, no a un público de conocedores.
¿Cómo es posible amontonar tanta necedad y tantas falsedades? ¿Qué vínculo existe entre el problema, aún de actualidad, de la igualdad entre los sexos y el capitalismo en su versión de 2006, «auténticamente revolucionario» que «se inclina siempre a la izquierda», o sea, para decirlo de otra manera, que Zemmour viste con un engañoso disfraz publicitario? Lo que hay que hacer para entenderlo no es interpretar las sandeces de su ensayo sino, por el contrario, retomarlas al pie de la letra, stricto sensu.
El complot feminista
Primicia: El hombre occidental ya no está sometido al embrujo de la mujer tentadora sino reblandecido por la mujer castradora. Zemmour no inventa nada nuevo sino que recicla, toma prestado. En su libro Fausse route (Odile Jacob, 2003), Elisabeth Badinter ya mencionaba una mentira similar: «[Los hombres] sienten a menudo una desagradable impresión de confusión de identidades ante mujeres que vacilan cada vez menos en comportarse como lo hacían los hombres de antes e incluso en imponerles pautas.» O sea, el malestar masculino no se debe ni al nefasto estrés de la vida empresarial, ni a las condiciones de un liberalismo que les impone la competencia, la lucha desenfrenada por el éxito personal y el consumo sino a las mujeres, supuestamente perversas, que les arrebatan su virilidad. La polémica sobre el caso de la actriz Marie Trintignant, que murió en agosto de 2003 luego de ser golpeada por su amante, había puesto temporalmente un término a esa farsa, que tanto aprecian muchos hombres y medios de difusión.
¿Cómo se las arregla la mujer para desvirilizar al hombre? Según Zemmour, lo hace mediante el reclamo de la igualdad de derechos. ¡Qué perversa! Y los homosexuales son sus mayores aliados, ¡los muy traidores! Él denomina esa gran conspiración como «feminismo», estratagema ideológica de emasculación sistemática del macho: « Al reducir las posibilidades potenciales de deseo entre mujeres y hombres, el feminismo le hacía un gran favor a los homosexuales.»
Zemmour presenta a mujeres y homosexuales como el enemigo interno. Pero, ¿en el interior de qué? En el seno de la sociedad patriarcal –que Zemmour tiene la intención de rehabilitar, para reconstruir su virilidad, excitándose con cuentos sobre el Islam y Bush junior: «Esos dos modelos responden ya a la necesidad de orden que transpira por todos sus poros la sociedad francesa, minada por treinta años de desorden femenino.»
Sí, si nos dejásemos llevar por la primera impresión, creeríamos que el autor está delirando. En realidad, está jugando un doble juego, escribe a dos voces. Sabe que sus colegas de derecha no se darán cuenta, los más críticos dirán que se trata de una provocación infantil. En cuanto a los locos de izquierda, mientras más denuncien –ellos/ellas– la delirante misoginia de su libro, más aumentará la débil aureola de intelectualoide subversivo de Zemmour –lo cual es una ventaja en el oficio de consejero del Príncipe. Pero el periodista se dirige ante todo a la «Francia» de abajo, a la que mira TF1, a la que cree que Nicolas Sarkozy es un tipo formidable y que Jean-Marie Le Pen es un hombre lleno de buen sentido.
Lo de «la sociedad francesa, minada por treinta años de desorden femenino» no es, por consiguiente, ni una provocación ni un llamado misógino sino un mensaje político muy fácil de leer: la izquierda, protectora y «maternalista», tiene que ser combatida por una derecha que haría bien en inspirarse en el «nuevo modelo estadounidense bushista, viril y neoconservador».
Un neoconservador a la francesa
Viril porque es neoconservador. Esa es la tesis de Zemmour. Este autor trata de virilizar subrepticiamente a la derecha y de legitimar la ley del más fuerte, cambiando su casaca de observador político por otra –más valorizante y lucrativa– de comunicador. Su libro es por tanto una máscara criptoelectoralista. Se trata de un objeto de propaganda antisocialista destinado a los no iniciados y disfrazado por ello de panfleto histérico contra la supuesta falta de virilidad occidental provocada por los socialo-feministas.
Zemmour navega sobre el machismo que nos rodea para introducirnos, sin que nos demos cuenta, una línea editorial moralmente conservadora y económicamente liberal. De hecho, se muestra fascinado por los estúpidos sin complejos que golpean primero y negocian después. Zemmour define el poder como « la capacidad en el momento último de matar al adversario»; y, como perspicaz psicólogo de opereta, niega esa aptitud a las mujeres ya que estas carecen de pene con que poder participar en los «combates políticos» en que «es siempre el macho dominante quien gana, el rey de la selva, el caimán. El que, a golpe de ferocidad, pone al descubierto la debilidad de sus rivales, la feminidad inconsciente de estos, el que los transforma en esclavas subyugadas, que mendigan sus favores. » Una concepción digna de Arnold Schwarzenegger, breviario para tipejos o reclutas que tratan de hacerse los machitos y para vendedores de armas.
Desacreditar el socialismo mediante la Mujer
Eric Zemmour no es ciertamente el primero que confunde socialismo y feminidad. Hace sesenta años, Antonin Artaud profetizaba « que la Izquierda va a caer de nuevo bajo la supremacía de la Derecha. No aquí, o en otra parte, sino en TODAS partes. Porque ha terminado un Ciclo del Mundo que estaba bajo la supremacía de la Mujer: Izquierda, República, Democracia.» Ya en aquel entonces, por consiguiente, una ilusoria «supremacía de la Mujer» estaba siendo proclamada como políticamente vinculada a la izquierda.
Zemmour se ha convertido en un especialista en este tipo de montajes, con un tono no poético sino estratégico. Por ejemplo, en su anterior ensayo –Le Livre noir de la droite (Grasset, 1998)– la victoria de la izquierda en 1981 se interpreta como una victoria de «bobitos», o sea de mujeres y feministas. Esa maniobra permite explicar el desamor de las clases populares hacia la izquierda con una sarta de tonterías: «En un asombroso viraje histórico, los hombres que más sufren con esta revolución femenina, los obreros, los jóvenes sin calificación, los desempleados, todos los marginados de la modernidad, todos los padres sin estatus ni reconocimiento se rebelarán contra ese nuevo orden magnificado por los bien pensantes. Ellos abandonarán a una izquierda que presume de los “derechos de las mujeres”.» La tremendamente real fractura social desaparece entonces detrás de una guerra de sexos completamente inventada, invento que se hace aún más falaz en la medida en que presenta como a los hombres como las principales víctimas cuando, de hecho, las mujeres constituyen el sector más afectado por la inestabilidad. Esa superchería tiene como objetivo ponerle sexo a la izquierda, hacer creer que se alía con las mujeres y los «bobitos» en detrimento de los hombres, de los hombres de verdad. Y Le Premier sexe, última payasada de Zemmour, establece el decorado barato de una victoria de las mujeres sobre los hombres para quitarle los complejos a la derecha, al clan de la autoridad –forzosamente fálico, según el autor que con toda naturalidad hecha en el mismo saco feminidad y debilidad. Con ese truco, el sombrío mano a mano se hunde en su propio aspecto caricatural: izquierda permisiva, feminista y dramáticamente modernista contra derecha «adulta», seguidora de la doctrine de De Gaulle y valientemente conservadora. Tal es la visión binaria que Le Premier sexe trata de imponer.
Para lograrlo, el prestidigitador Zemmour se inspira en las divagaciones psicoanalíticas de Michel Schneider, quien perpetró en 2002 trescientas páginas tremendamente reaccionarias (Big Mother, Odile Jacob). «Una profesión que se feminiza es una profesión que se devalúa», afirma doctoralmente este loquero que juega a los periodistas. Zemmour, por su parte, juega al psiquiatra de guardia: «Al feminizarse, los hombres se esterilizan, se prohíben a sí mismos toda audacia, toda innovación, toda trasgresión. Generalmente se explica el estancamiento intelectual y económico de Europa mediante el envejecimiento de su población. […] Nunca se piensa –o nadie se atreve a pensar– en su feminización. Los pocos hombres que quieren conservar la realidad fálica del poder se oponen eficazmente a la feminización de sus profesiones. Actúan como si ellos mismos fuesen islotes de virilidad en un mundo feminizado. Les dicen “machistas”, y a ellos no les importa.» La paridad, como ya se entiende, solamente la aplican los «bobitos», y los hombres de verdad tienen toda la razón en querer seguir siendo los que mandan.
Y ya que estamos en eso, ¿por qué no volver a retomar un debate que tiene más de treinta años y que la derecha católica integrista es la única en reavivar periódicamente? Schneider y Zemmour están nuevamente de acuerdo en cuestionar la legitimidad del derecho al aborto. Los dos compadres dan prueba de una desbordante imaginación cuando comentan la divisa feminista «Nuestro vientre nos pertenece». Schneider cae en la ciencia-ficción: «Detrás de muchos de los reclamos de igualdad de las mujeres se esconde la conquista de una dominación de las madres.» Fiel a su técnica argumentativa por asociación de ideas, Zemmour se desliza hacia el absurdo sin muchos remordimientos: «Las mujeres piensas en sus vientres, en sus entrañas, en sus hijos. Querían decir: Nuestros hijos nos pertenecen. Tenemos derecho de vida y de muerte sobre ellos. Como los hombres de la antigua Roma.» Para luego generalizar, con toda tranquilidad: «Desde los años 70, en las sociedades occidentales, los niños son de las mujeres.»
Schneider y Zemmour –su discípulo vulgarizador– comparten finalmente la aspiración a un regreso al Padre, al poder fálico-represivo, a una política «“con cojones”» que encerraría de nuevo a la mujer a su papel ancestral de objeto sexual, de sirvienta y de ama de casa. De ahí la confusión total que resalta en sus ensayos, acrecentada por el deseo de ambos de reconstruir el mundo a partir de un pitch, de una idea central –la Mujer (la madre, la izquierda, la solidaridad) representa un peligro para el Hombre– para poder insertarse en todos los debates preelectorales. En su delirio, Zemmour llega incluso a organizarse su «choque de civilizaciones» en miniatura, excluyendo de paso a los homosexuales de la esfera real de la «masculinidad» mediante un argumento cuyo secreto él mismo es el único en conocer: «A uno y otro lado de los océanos se enfrentan dos ferocidades: totalitarismo feminista contra tiranía masculina. Desde los musulmanes hasta los cantantes de reggae, la influencia homosexual ha sido claramente señalada como una amenaza que es necesario erradicar.»
En la mirilla de estos dos reaccionarios están: el Estado-providencia, que protege demasiado; las ayudas a los desfavorecidos, que los infantilizan; el feminismo, que corroe como el cáncer el organismo social.
Vale la pena analizar la manera en que analizan a los jóvenes de los barrios populares. Aquellos que Sarkozy designara con el término «escoria» no resisten al paso del detergente Schneider: «Al llamar “silvestres” a quienes ningún tipo de educación para la vida en sociedad ha logrado civilizar y cuya expresión favorita es precisamente “Tengo odio”, Chevenement provocó un escándalo porque estaba expresando lo que era evidente: está claro que esos a los que se refiere no han sido socializados.» Para Zemmour, el «silvestre» (cuyo padre se ha visto «desvirilizado por el desempleo») se rebela contra un maternalismo excesivo y prácticamente tiene razón en rechazar la «sociedad francesa feminizada, que no soporta la violencia, la autoridad viril, [y que] los exhorta a dejarse llevar a su dulce seno, a integrarse.» No se sabe a quién –entre Sarkozy, Le Pen o Philippe de Villiers– se quiere seducir con esa pirueta intelectual. Probablemente a los tres.
Por ese mismo camino, el halcón Zemmour despega el vuelo y planea: «Ellos serán hombres, en esta sociedad de feminizada. Ellos van a “joder a Francia”. A Francia, esa mujer, esa “puerca”, esa “puta”. Ellos, los hombres, van a quemar, destruir, inmolar los símbolos de esa dulce protección maternalista, las escuelas, los transportes públicos, los bomberos. Apedrearán solamente a los hombres que ella mande a defenderla: los policías, esos a quienes “odian”, únicos que se atreven aún a enfrentarlos en un combate entre hombres, combate en que está en juego el dominio viril. Un combate que sólo puede ser a muerte.» Imágenes dignas de Gladiator. Una falsa compasión por los jóvenes de los barrios populares para que la gente se trague el mensaje repetido hasta la obsesión: Izquierda = Mujer = «Maricón». A la protección social, «maternalista», se enfrenta una represión viril, de aspecto heroico.
Es comprensible, por tanto, el objetivo de esta prosa sensacionalista, barata y concebida para el gran público: se trata de reemplazar de manera insidiosa los códigos de lectura social de las consecuencias de la precarización y de la exclusión por otros de carácter sexual, emocional, dogmático y, finalmente, que preparan los laureles para Sarkozy. El autor incluso elogia de forma explícita a Sarkozy –que se mantiene «viril», aunque su Cecilia le haya puesto los cuernos (según escribe el propioZemmour)– mientras que le da el título de “melcocha” al secretario del Partido Socialista, François Hollande.
Gandhi como respuesta
Lo que podría parecer un happening misógino al estilo de Michel Houellebecq resulta ser un programa oscurantista con un fuerte componente de electoralismo dirigido, mediante una diabolización enrevesada del feminismo y de las mujeres, a desacreditar el ascenso de Segolene Royal, rival socialista de Sarkozy y quizás futura presidenta de la República Francesa. En la medida en que confunde de forma perfectamente consciente virilidad y bestialidad como medio de virilizar el liberalismo salvaje, calificando de «demagogos» a quienes lo contradicen, Zemmour aporta un peligroso apoyo a Le Pen y al machismo en un país en que la propaganda basada en la cuestión de la seguridad se encuentra en su apogeo, en un país en cuya Asamblea Nacional siguen escaseando las mujeres y donde cada cuatro días una mujer muere bajo los golpes de su cónyuge.
«¿Qué personaje encarna para usted la virilidad?», le pregunta el actor Michel Blanc, ya molesto, al nebuloso Zemmour. Balbuceo, turbación… El interrogado, inseguro, responde «Napoleón», un carnicero que se adapta a sus elucubraciones de abuelito. Entonces, el actor lo pone contra las cuerdas: «Porque, para mí, el hombre viril por excelencia ¡es Gandhi!» Directo al mentón. Completamente noqueado, Zemmour no se repondrá.
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