A pesar que desde la Constitución liberal de 1933, nuestro país reconoce expresamente la libertad de cultos y la no discriminación por cuestiones religiosas, las relaciones de cooperación entre la Iglesia y el Estado peruano se mantienen vigentes en la actualidad, al amparo del reconocimiento constitucional a la trascendencia de la Iglesia Católica en la formación histórica, cultural y moral del Perú.
Afortunadamente, el dilema sobre esta contradicción ha quedado zanjada -por lo menos desde el punto de vista jurídico- con el informe que en marzo del 2003 diera la Defensoría del Pueblo, con ocasión de venirse preparando en el Congreso de la República un proyecto de reforma de la actual Constitución. En dicho pronunciamiento, la Defensoría señala que al tener las normas constitucionales naturaleza normativa, el reconocimiento constitucional de la trascendencia de la Iglesia Católica en nuestro país, no puede figurar en el texto constitucional por que da lugar a la generación de beneficios que mellan el reconocimiento igualitario de la libertad religiosa y se condice con las exigencias derivadas del principio de Estado aconfesional. En tal sentido, de mantenerse vigente dicho reconocimiento, éste no debe dar lugar a consecuencia jurídica alguna.
A pesar que el informe defensorial resulta esclarecedor frente a las controversias que durante décadas han generado las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado peruano, el Concordato, firmado en 1980, sigue vigente. A él se debe que el Estado subvencione el mantenimiento de la jerarquía eclesiástica y el personal civil al servicio de la Iglesia Católica, el sostenimiento de las Arquidiócesis, Diócesis, Prelaturas, Vicariatos Apostólicos, la construcción de iglesias, parroquias y centros educativos católicos, el otorgamiento de pensiones de jubilación a los Arzobispos y Obispos Castrenses que pasan al retiro, la concesión de exoneraciones y beneficios tributarios para todas las actividades realizadas por la Iglesia, además de tener a su cargo el monopolio ideológico de los centros educativos estatales con el dictado del curso de religión católica.
Esta contradicción entre las libertades proclamadas por nuestra Constitución y las actitudes de declarada confesionalidad estatal, nos lleva a preguntarnos si realmente los valores modernos a los que se suscribe nuestro sistema constitucional, realmente son el reflejo del sentir de la colectividad peruana.
El filósofo mexicano Octavio Paz, con gran lucidez resaltó la diferencia entre los procesos de modernización de los países europeos y los hispanoamericanos. Mientras los valores proclamados por sistemas políticos como el anglosajón y el francés, fueron producto de su historia, en las que hechos como la Ilustración, precedida del Renacimiento y la Reforma Protestante fueron determinantes; la independencia política de las colonias hispanas fue esencialmente formal, ya que mantuvieron como institución fundamental en su estructura política a la más representativa del sistema monárquico y pre-moderno: la Iglesia.
Esa, es tal vez una de las razones que puede explicar porqué el sistema jurídico formal que proclamamos no sólo mantiene contradicciones al interior del mismo, sino que insiste en que se trata de inconsistencias perfectamente conciliables, cuando en realidad son antinomias insolubles. Se pretende conciliar el sistema monárquico con el republicano, el absolutismo con el liberalismo, la modernidad con la pre-modernidad, la libertad de pensamiento con el Estado confesional. El resultado no es otro que el respeto al orden tutelar, a la tradición, al pasado, a la Iglesia, al ejército; y a la vez, a los valores modernos como la dignidad, la libertad, la igualdad y la tolerancia.
Una expresión concreta de la dignidad proclamada como valor fundante de nuestro sistema jurídico, es el derecho a diseñar libremente el desarrollo de nuestra sexualidad. Sin embargo, en la práctica política, los representantes del Estado, guiados por los sentimientos coloniales que siguen fuertemente arraigados en el sentir de la mayoría, han hecho de su moral particular, la política del Estado negándose sistemáticamente a reconocer los derechos de las personas con una orientación sexual distinta a la convencional y calificándola incluso de antinatural y patológica.
A pesar que la dignidad implica también el derecho a señalar nuestro destino y decidir nuestro deseo de vivir o elegir el momento de nuestra muerte, la eutanasia en nuestro país, está proscrita. No es admisible ni siquiera en el caso de los enfermos terminales, quienes están condenados a padecer el detrimento físico y psicológico hasta que la voluntad divina, y no la suya, sea la que decida, incluso en el caso de los ciudadanos no creyentes.
Asimismo, frente al doloroso conflicto en el que se ven envueltas miles de mujeres peruanas y en el que deciden optar por el mal menor, sometiéndose a la experiencia traumática de un aborto, antes que traer al mundo una vida producto de una violación, o con malformaciones genéticas; los representantes del Estado una vez más guiados por paradigmas religiosos se aferran al principio irracional de defender la vida porque es vida, exponiendo la de 410 mil mujeres peruanas cada año, con la práctica del aborto clandestino.
Las contradicciones no resueltas de nuestro sistema jurídico han llegado a extremos inaceptables. En enero del 2002, una adolescente peruana de 17 años de edad fue obligada a dar a luz a un bebé anencefálico (sin cerebro) y a amamantarlo durante los cuatro días que tuvo de vida. El hospital que la atendió, se negó a practicarle un aborto terapéutico durante los primeros meses de embarazo, debido a que no contaba con el protocolo necesario para que el personal de salud proceda. El aludido protocolo debió ser implementado por el Ministerio de Salud desde la fecha en que el aborto por razones terapéuticas fue despenalizado en nuestro país, es decir, desde la entrada en vigencia del Código Penal de 1924. Sin embargo, los prejuicios morales respecto a ésta práctica han pesado más que lo establecido hace 80 años por la propia ley. Finalmente, la cerrada defensa que la Iglesia Católica tiene sobre la vida del concebido, fue la creencia que primó en los médicos que le negaron el aborto a esta joven, soslayando su salud física y mental.
La negativa de la Iglesia a reconocer que existen diferencias en términos del juicio moral entre un proyecto de vida y una vida ya encaminada resulta tan irracional como su oposición al uso del condón, a sabiendas de las altas tasas de sobrepoblación mundial y el avance vertiginoso del SIDA.
Estos ejemplos, hacen ostensible las tremendas contradicciones que existen entre las creencias religiosas más arraigadas que guían el actuar de nuestros representantes políticos que no pueden diferenciar la esfera pública de la privada, y los principios a los que se ha suscrito nuestro sistema constitucional desde que nos constituimos como República. Reparar en ello, resulta trascendental para iniciar la gesta no sólo de un verdadero Estado Laico sino de un Estado que realmente garantice una vida digna a todos sus ciudadanos.
*Ydalid Karina Rojas Salinas, Segundo Puesto del Concurso de Ensayos Jurídicos sobre “Estado Laico” organizado por CLADEM, (2004). Premio Iberoamericano de Ensayo sobre las Libertades Laicas, en co-autoría con Juan Carlos Valdivia Cano, organizado por el Colegio Mexiquense, (2006) ydalidrojas@yahoo.es
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