En su edición del 23 de junio de 2006, el New York Times publicó informaciones sobre un programa secreto de la CIA y del Departamento del Tesoro de Estados Unidos: el Terrorist Finance Tracking Program, revelaciones que volvieron a abrir el debate estadounidense sobre las «filtraciones» provenientes del gobierno y el derecho de la prensa a publicarlas. Tratando de defenderse, los redactores-jefe del New York Times y de Los Angeles Times afirman que en cuestiones como el mantenimiento de las prisiones secretas o programas de vigilancia de los ciudadanos estadounidenses, los «periódicos de referencia» han actuado de acuerdo con la Casa Blanca para seleccionar y ocultar algunas de las informaciones en su poder.
En su edición del 23 de junio de 2006, el New York Times publicó informaciones sobre un programa secreto de la CIA y del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos: el Terrorist Finance Tracking Program, programa llevado a cabo en nombre de la «guerra contra el terrorismo» y que permite vigilar las transacciones bancarias internacionales con la complicidad de la Society for Worldwide Interbank Financial Telecommunication (SWIFT), una empresa con sede en Bruselas a cargo de las transacciones cuyo promedio ascienda a USD 6 000 millones diarios. Para el diario neoyorquino, no había dudas de que tales prácticas sólo tenían como objetivo la búsqueda de «terroristas» y no eran un medio para conocer las actividades financieras de los adversarios de los Estados Unidos.
Sin embargo, aunque la problemática de la «guerra contra el terrorismo» no haya sido cuestionada por la publicación, las revelaciones del New York Times han provocado la ira de la administración Bush, por lo que el presidente estadounidense ha declarado: «Estamos en guerra contra un grupo de gente que quiere dañar a los Estados Unidos de América. Que haya gente que filtren esas informaciones y que haya periódicos que las publiquen causa mucho daño al país». Por su parte, el vicepresidente Dick Cheney afirmaba que los autores del artículo «han hecho más difícil aún la tarea de defender el país contra nuevos ataques al insistir en la publicación de informaciones detalladas sobre programas de importancia vital». También los voceros mediáticos conservadores descargaron sus protestas contra la actitud «antipatriótica» del New York Times.
En estos momentos, y teniendo en cuenta nuestras informaciones, es difícil saber cuáles serían las causas y consecuencias de este nuevo caso de filtraciones. La historia reciente de los Estados Unidos ha sido rica en casos de «revelaciones» orquestadas por unas facciones gubernamentales contra otras y presentadas como fruto de investigaciones periodísticas. Recordemos así el Watergate que fue presentado a los lectores del Washington Post como una pista precipitada de dos reporteros mientras que, hoy se sabe, se trataba de filtraciones organizadas por el director interino del FBI en persona. En otros casos, las filtraciones han sido organizadas por la propia cumbre del poder para evaluar las reacciones de la opinión pública ante una posible decisión. Durante una entrevista publicada por Edward L. Rowny en su libro Engineer Memoirs, el ex secretario de Justicia y hermano del ex presidente John F. Kennedy, Robert Kennedy, comentó este procedimiento citando al general Lemnitzer : «Este gobierno es el único navío que tiene escapes por la parte superior».
Es demasiado pronto para saber de qué tipo son las revelaciones sobre el programa de espionaje de las transacciones financieras, pero este asunto, que ocupa gran espacio en los medios estadounidenses, permite por el contrario observar las concepciones del poder político y de los principales actores mediáticos estadounidenses en lo referente a la «libertad de información».
En una carta abierta al New York Times publicada el 26 de junio en el sitio del Departamento del Tesoro y retomada el 28 de junio por el Christian Science Monitor y el 29 de junio por el New York Times, el ex secretario del Tesoro estadounidense (quien renunciara recientemente) John Snow, se declara asombrado por la actitud del diario neoyorquino al que acusa de irresponsabilidad. Afirma que, por sus revelaciones, el New York Times ha destruido un programa eficaz de lucha contra el terrorismo. Para el autor, el diario no puede autorizar la revelación de informaciones confidenciales y da cuenta de numerosas reuniones con los responsables del New York Times y de su departamento relacionadas con el tema. Lamenta que las numerosas solicitudes de la administración Bush para que no se publicaran estos artículos hayan sido letra muerta. Para el autor, no hay dudas de que la seguridad nacional exige que la prensa dominante estadounidense sea sometida a la voluntad del poder político en cuestiones relacionadas con la «seguridad nacional».
El redactor jefe del New York Times, Bill Keller, le responde en el Christian Science Monitor, donde afirma que es importante para la prensa su libertad y que debía publicar la información. Sin embargo, asegura que fue una decisión complicada de tomar, que sólo ocurrió luego de largas discusiones con la administración Bush y que se tomó porque el diario consideraba que no perjudicaba la seguridad de los Estados Unidos. En definitivas, el autor reconoce que existen transacciones entre el poder político y un diario tan importante como el New York Times en cuanto a la pertinencia de la publicación de informaciones. Por otra parte, la defensa del redactor jefe no es tanto resaltar su deber de periodista como minimizar la importancia de la revelación.
Algunos días más tarde, el propio Bill Keller firma con su homólogo de Los Angeles Times una nueva justificación publicada el mismo día por Los Angeles Times y el New York Times, y al día siguiente por el International Herald Tribune. Yendo aún más lejos en la presentación de su concepción del periodismo, ambos exponen sus principios. Repitiendo que actúan con toda independencia y en el respeto de las tradiciones de los «Padres Fundadores» estadounidenses (proximidad del 4 de julio obliga), su artículo expone más el compromiso de los medios dominantes con el poder político que la independencia. Así, ambos redactores-jefe admiten que con frecuencia les sucede que no publican informaciones en nombre de la seguridad nacional y que incluso en el caso del Terrorist Finance Tracking Program no han olvidado todo lo que sabían en cuanto al programa de control de los servicios financieros internacionales. Aseguran no ser neutrales en la «guerra contra el terrorismo» y por lo tanto ser ante todo «patriotas» en su tratamiento de la información. Reivindican así cumplir con su deber cuando se autocensuran para luchar contra el «terrorismo», como lo hizo el Washington Post al negarse a publicar la lista de países que albergaban prisioneros secretos de la CIA. De esta forma limitan su papel a dar informaciones que permitan a los ciudadanos estadounidenses decidir si la actual administración es la más capaz para llevar a cabo la «guerra contra el terrorismo», pero impiden que esta guerra y sus fundamentos sean cuestionados. Esta carta común que debería servir de llamamiento deontológico se presenta más como una carta de sumisión parcial.
En efecto, sin decirlo explícitamente, los redactores-jefe de dos de los tres principales diarios estadounidenses afirman que en cuestiones como el mantenimiento de las prisiones secretas o de los programas de vigilancia de los ciudadanos estadounidenses, la «prensa de referencia» ha actuado de acuerdo con la Casa Blanca en relación con las informaciones a revelar.
En 2003, un estudio de la escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard había revelado que, después del 11 de septiembre de 2001, los grandes patronos de la prensa escrita y audiovisual de los Estados Unidos se reúnen semanalmente con colaboradores de la Casa Blanca en el Metropolitan Club de Washington, donde discuten de lo que puede o no ser revelado al público.
Las confesiones de los redactores-jefe del New York Times y de Los Angeles Times no son noticia, pero es difícil no continuar sorprendiéndonos por la candidez con que los redactores-jefe de la prensa dominante asumen su sumisión al poder político al mismo tiempo que se reclamaran como defensores de una libertad total. Hace veinte años, George Bush padre y Oliver North implementaron un dispositivo idéntico, el célebre «Grupo del Martes», que les permitía controlar el tratamiento dado por la prensa al Irangate y otros, pero la revelación de esta complicidad fue un escándalo, mientras hoy se impone como la norma. En Francia, la reciente liberación de Florence Aubenas dio lugar a justificaciones análogas de las prácticas periodísticas.
Como quiera que sea, en una gran corriente corporativista, la prensa dominante estadounidense ha dado ampliamente la palabra a los expertos que apoyan la posición del New York Times.
Así, en el Boston Globe, el abogado Thomas D.Herman vuelve sobre el caso de los Pentagon Papers de junio de 1971 cuando la prensa estadounidense reveló los detalles secretos de la guerra de Vietnam contra la opinión de la Casa Blanca que atacó al New York Times ante la Corte Suprema antes de que esto fuera rechazado. Para el autor, no corresponde al poder político decidir lo que debe o puede publicar la prensa, como tampoco a la justicia, sino a los periodistas responsables. Sin tener en cuenta declaraciones ambiguas de los redactores-jefe, el autor elogia una deontología engañosa.
Los ex consejeros en lucha antiterrorista de Bill Clinton y George W. Bush, a quienes volvemos a encontrar después en el campo demócrata, Richard A. Clarke y Roger W. Cressey, acuden en ayuda del New York Times en las páginas de opinión de este último. Ambos autores aseguran que las transferencias internacionales de fondos son vigiladas con creciente eficacia desde 1977 y que todo el mundo lo sabe, de modo que el New York Times no habría revelado nada importante. Clarke y Cressey apoyan con su experiencia la poca importancia que tiene la información revelada según los argumentos de Keller. Los autores terminan atribuyendo la reacción de la administración Bush a una voluntad de provocar una estéril controversia preelectoral.
El ex presidente demócrata Jimmy Carter, en el Washington Post y en el Korea Herald, desarrolla una defensa a favor del Freedom of Information Act (FOIA), ley que regula la obligación de publicar los documentos públicos y los públicos clasificados más allá de cierto momento. Afirma que esta ley ve sus principios pisoteados por una administración Bush obcecada por el secreto. Multiplicando las comparaciones internacionales con otros países, el ex presidente asegura que una democracia no puede pretenderse tal si los ciudadanos ignoran lo que hacen sus gobiernos. El autor no hace referencia al conflicto entre la administración Bush y el New York Times pero su tribuna se publica en un momento en que este vínculo no puede escapar a los lectores.
Podemos incluso preguntarnos si las intervenciones de Clarke y Cressey, así como la de Carter, no forman parte de un plan de comunicación concertado del Partido Demócrata, siendo los primeros los encargados de desacreditar a la administración Bush y su obsesión por el secreto desde el punto de vista de la eficacia y el segundo desde el punto de vista de los principios democráticos. La contienda electoral por la elección de noviembre ha comenzado y las acciones de las élites estadounidenses deben ser analizadas ahora tomando en cuenta este hecho.
En respuesta a estos ataques, en el Washington Post, el ex abogado de George W. Bush y asistente de John Ashcroft en el Departamento de Justicia, Theodore B. Olson, publica una tribuna que sin lugar a dudas tiene como objetivo presentar a la administración Bush como un gobierno preocupado por la libertad de prensa. El autor comenta el Free Flow of information Act sobre el cual trabaja el Senado. Presenta este proyecto de ley como un avance que permite a los periodistas estadounidenses proteger mejor sus fuentes y por lo tanto hacer un trabajo más eficaz.
Sin embargo, el autor recuerda que los periodistas no deben situarse por encima del derecho y deben tener en cuenta la seguridad nacional (lo que es más que un consejo deontológico ya que esta obligación está contenida en la ley y especialmente en su Acápite 9). A pesar de su tono tranquilizador, el autor de esta ley continúa condicionando la publicación de informaciones a la «seguridad nacional», un argumento que ha servido a la administración Bush para revisar muchos derechos de la población norteamericana desde el 11 de septiembre de 2001.
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