Reproducimos en dos partes el discurso pronunciado, el 24 de junio de 2004, por Albert Gore en la facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. El ex vicepresidente de los Estados Unidos hace un análisis de la destrucción por George W. Bush y Dick Cheney del ideal de la Revolución norteamericana. Denuncia el Cesarismo, es decir, la confusión de las funciones de Comandante en Jefe de los ejércitos y de jefe del Ejecutivo que pone fin a la República. Estigmatiza la cobardía de la prensa que permite a la mentira convertirse en retórica oficial y destruir el debate, principio mismo de la democracia.
Ver segunda parte del discurso
Cuando nosotros, estadounidenses, estábamos en nuestro inicios, el mayor peligro que nos amenazaba aparecía claramente a nuestros ojos: sabíamos después de la amarga experiencia con el rey George III que la mayor amenaza para la democracia es, por lo general, la acumulación de demasiado poder en manos del Ejecutivo, encarnado por un rey o por un presidente. Nuestra desconfianza totalmente estadounidense y profundamente arraigada con respecto al poder monopolizado no tiene mucho que ver con el carácter o la personalidad del individuo que lo ejerce. Es el propio poder el que debe ser frenado, vigilado, repartido, y cuidadosamente equilibrado para garantizar la supervivencia de la libertad. Además, nuestros fundadores nos enseñaron que el miedo colectivo es el enemigo más peligroso de la democracia ya que, en algunas circunstancias, puede incitar a esos mismos que nos gobiernan a ceder ese poder a cualquiera que prometa mano dura y ofrezca seguridad, tranquilidad y liberarnos del miedo.
Es una gran suerte poder vivir en el seno de una nación erigida con semejante interés por proteger las libertades individuales, la autogobernabilidad vigilante y la libre comunicación. Pero si George Washington pudiera ver el estado actual de las realizaciones de su generación y evaluar la calidad de su participación actual en el alba de este siglo XXI, según ustedes, ¿qué pensaría él de la propuesta de nuestro actual presidente que pretende tener el derecho unilateral de hacer arrestar y encarcelar indefinidamente a ciudadanos estadounidenses sin concederles el derecho de consultar un abogado o informar a sus familias sobre su suerte, e incluso sin tener necesidad de acusarlos de ningún crimen? Según nuestro nuevo presidente, el único imperativo es que él mismo –el presidente– los califique como «combatientes y enemigos ilegales», lo que bastará para justificar el hecho de que se prive a esos ciudadanos de su libertad, posiblemente por el resto de sus días, si el presidente lo decide así. Y sin apelación.
¿Qué pensaría Thomas Jefferson sobre el extraño y desacreditado argumento que emana de nuestro departamento de Justicia, según el cual el presidente puede autorizar lo que equivale literalmente a la tortura de prisioneros, y, por otra parte, que toda ley o tratado que intente organizar el trato de los prisioneros en tiempo de guerra es en sí una violación de la Constitución que nuestros fundadores establecieron?
¿Qué pensaría Benjamin Franklin de la afirmación de Bush según la cual goza de un poder inherente a su función, incluso sin declaración de guerra por el Congreso, que lo autoriza a invadir cualquier nación del mundo, en el momento que escoja, por cualquier razón que considere justa, aún cuando esa nación no represente una amenaza inmediata para les Estados Unidos?
¿Cuánto tiempo sería necesario a James Madison para deshacer la reciente declaración de nuestro presidente actual, en los anuncios públicos del departamento de Justicia, según la cual ya no está sometido a la ley en tanto desempeñe su papel de Comandante en Jefe?
Creo poder afirmar sin riesgo que nuestros fundadores estarían verdaderamente preocupados por las recientes evoluciones que han tenido lugar en la democracia estadounidense, y que tendrían el sentimiento de que actualmente nos hallamos frente a un peligro evidente e inmediato que puede potencialmente amenazar el futuro de la experiencia norteamericana.
¿Acaso no deberíamos también estar preocupados? ¿No deberíamos preguntarnos cómo hemos llegado a eso?
«El mayor reto que enfrenta nuestra República no es el terrorismo, sino la forma en la cual reaccionamos al mismo»
Aunque en lo adelante nos acostumbremos a las alertas naranja y a la posibilidad de ataques terroristas, es prácticamente seguro que nuestros fundadores nos pondrían en guardia sobre el hecho de que la amenaza más importante que pesa sobre el futuro de los Estados Unidos que amamos sigue siendo el reto creciente al cual se enfrentan las democracias cuando aparecen en el transcurso de la historia, un reto arraigado en la dificultad intrínseca a la autogobernabilidad y a la vulnerabilidad frente al miedo que forma parte de la naturaleza humana. Una vez más, precisamente, la mayor amenaza que pesa sobre los Estados Unidos es el hecho de que los Estados Unidos toleran la lenta e imperturbable acumulación de mucho poder entre las manos de una persona.
Nuestros fundadores, que con gran dificultad modelaron la estructura interna de los Estados Unidos, conocían íntimamente tanto sus puntos fuertes como sus debilidades, y durante sus debates no sólo habían identificado la acumulación de poder entre las manos del Ejecutivo como la amenaza a largo plazo que consideraban más seria, sino también trasmitían abiertamente su preocupación por un escenario específico en el cual esa amenaza pudiera hacerse especialmente real: de hecho, cuando la guerra transforma al presidente de los Estados Unidos en Comandante en Jefe, se preocupaban de que su poder súbitamente incrementado pudiera exceder sus límites constitucionales habituales y desestabilizar el delicado sistema de control mutuo y equilibrio de poderes que consideraban tan importantes para mantener la libertad.
Precisamente por esa razón se dedicaron tanto a analizar los poderes de guerra en la Constitución, atribuyendo la conducción de la guerra y el Comando de las tropas al presidente, pero dejando al Congreso el poder decisivo de decidir si es necesario o no, y cuándo nuestra nación puede decidir ir a la guerra.
En efecto, se atribuía una importancia decisiva a la limitación del poder de decisión del Ejecutivo sobre la guerra. James Madison escribió en una carta a Thomas Jefferson: «La Constitución supone, como lo demuestra la historia de todos los gobiernos, que el Ejecutivo es la rama del poder más interesada en la guerra y la que más tiende a recurrir a ella. Por consiguiente, esta ha confiado por precaución el tema de la guerra a la legislatura».
En los últimos decenios, la existencia de nuevas armas que suprimen virtualmente el lapso de tiempo entre la decisión de hacer la guerra y la guerra en sí ha conducido naturalmente a reconsiderar la naturaleza exacta del Poder Ejecutivo sobre las cuestiones bélicas. Pero los aspectos prácticos de la guerra moderna, que incrementan necesariamente los poderes bélicos del presidente a expensas del Congreso, no desvalorizan en nada las preocupaciones de nuestros fundadores sobre el hecho de que la dirección de la guerra por el presidente, añadida a sus otros poderes, entraña en sí un desequilibrio potencial para la delicada estructura de nuestra Constitución y, al mismo tiempo, amenaza nuestra libertad.
Nuestros fundadores estuvieron muy influidos –mucho más de lo que nos imaginamos– por la lectura atenta de la historia y de las tragedias humanas de las democracias de la Grecia antigua y de la República romana.
Sabían, por ejemplo, que la democracia había desaparecido cuando César franqueó el Rubicón violando la prohibición del Senado de que un general que regresaba de campaña entrara en la ciudad cuando comandaba aún el ejército. Aunque el Senado hubiera estado paralizado por los protocolos y ridiculizado desde hacía decenios, cuando César mezcló de forma muy poco política su papel de comandante militar con el de jefe del Ejecutivo, el Senado se evaporó, arrastrando consigo a la República. Luego, según se conoce, el gran sueño de la democracia desapareció de la superficie de la Tierra por diecisiete siglos, antes de reaparecer en nuestro país.
Desde el punto de vista simbólico, el presidente Bush se ha dedicado a hacer converger su papel de Comandante en Jefe con el de Jefe del gobierno para maximizar el poder que el pueblo cede voluntariamente a los que le prometen defenderlo contra las amenazas inmediatas. Pero al hacerlo, ha hecho que aparezca ante nuestros ojos una erosión seria del control mutuo y del equilibrio de poderes que siempre han mantenido una democracia sana en los Estados Unidos.
En el famoso fallo sobre el caso Youngstown Steel en los años 50, que es el único caso más importante de la Corte Suprema sobre la cuestión de los poderes que incumben al Comandante en Jefe en tiempos de guerra, el juez supremo Jackson escribió: «El ejemplo de semejante poder ejecutivo ilimitado que probablemente haya impresionado más a los Padres Fundadores fueron las prerrogativas ejercidas por George III, y la descripción de sus faltas en la Declaración de Independencia me hace dudar de que hayan creado su nuevo Ejecutivo según esa imagen. Si tratamos de sacar enseñanzas de nuestra propia época, sólo podemos establecer una comparación con los gobiernos ejecutivos que describimos peyorativamente como totalitarios.»
Estoy convencido de que nuestros fundadores nos expresarían hoy la opinión de que el mayor desafío que enfrenta nuestra República no es el terrorismo, sino la forma en la que reaccionamos al mismo; no la guerra, sino la forma en que controlamos nuestros miedos y garantizamos nuestra seguridad sin perder nuestra libertad. También estoy convencido de que nos pondrían en guardia sobre el hecho de que la propia democracia está gravemente en peligro si autorizamos que un presidente haga uso de su papel de Comandante en Jefe para romper el delicado equilibrio que existe entre les ramas ejecutiva, legislativa y judicial del gobierno. Nuestro presidente actual se ha lanzado a la guerra y a declarar que nuestra nación en lo sucesivo está en estado de guerra permanente, lo que justifica según su parecer la reinterpretación que hace de la Constitución de manera que incremente su poder personal pese al Congreso, la Justicia y a cada ciudadano.
Debemos renunciar a algunas de nuestras libertades tradicionales, nos dice, para que él pueda tener suficiente poder a fin de protegernos de los que nos harían daño. El temor colectivo permanece a un nivel elevado, fuera de lo común, casi tres años después de que fuimos atacados el 11 de septiembre de 2001. Como respuesta a esos ataques devastadores, el presidente ha asumido correctamente su papel de Comandante en Jefe y ha invadido militarmente al país en el cual nuestros agresores habían construido sus bases de entrenamiento, habían encontrado refugio y planificaban su ataque. Pero cuando los vientos de batalla giraban decisivamente a nuestro favor, el Comandante en Jefe tomó la controvertida decisión de reasignar una parte importante de nuestro ejército a la invasión de otro país que, según los elementos más pertinentes compilados en un nuevo estudio exhaustivo y bipartidario, no representaba una amenaza inmediata y en ninguna forma estaba implicado en el ataque contra nosotros.
Mientras que se desplegaba el grueso de nuestras tropas para la nueva invasión, los que habían organizado los ataques contra nosotros escapaban y aún muchos de ellos siguen en fuga. En realidad, sus fuerzas globales parecen haber aumentado de forma considerable ya que la invasión de un país que no nos amenazaba directamente era percibida en esa región del mundo como una injusticia flagrante. Por otra parte, la forma en la cual llevamos a cabo esa guerra alimentó el sentimiento contra los Estados Unidos en esos países y, según diferentes trabajos, ha favorecido una ola de nuevos reclutamientos en el seno del grupo terrorista que nos atacó y nos sigue deseando el mal.
«La administración trabaja en estrecha relación con una red de reacción rápida, los camisas pardas digitales»
Hace poco más de un año, cuando lanzamos una guerra contra ese segundo país, Irak, el presidente Bush dejó entender constantemente a nuestro pueblo, de forma clara, que Irak era un aliado y socio del grupo terrorista que nos había atacado, a saber Al Qaeda, y que le había suministrado no sólo una base geográfica, sino que también estaba a punto de suministrarle armas de destrucción masiva, incluidas bombas nucleares. No obstante, hoy día la extensa investigación independiente realizada por la Comisión Bipartidaria reunida para estudiar los ataques del 11 de septiembre acaba de concluir que no existía la menor relación significativa entre Irak y Al Qaeda. Además, habíamos comprobado el año pasado que no existían armas de destrucción masiva en Irak. Ahora, el presidente y el vicepresidente la emprenden contra esa comisión; insisten en que se equivoca y que ellos tienen razón, que era evidente que existía una relación de cooperación entre Irak y Al Qaeda.
EL problema para el presidente, es que no existe prueba creíble que respalde esas afirmaciones. Sin embargo, pese a eso, sigue reiterándolas con insistencia. Por consiguiente, quisiera hacer un breve paréntesis para interesarme en el curioso problema de saber por qué el presidente Bush continúa afirmando lo que la mayoría de la gente considera falso. Además, creo que es muy importante pues ello está estrechamente ligado a las cuestiones del poder constitucional que mencionaba al inicio de este discurso, y afectará grandemente la manera en la cual ese poder se distribuye entre las tres ramas del gobierno.
Para comenzar, nuestros fundadores no se sorprenderían en lo absoluto al conocer lo que todos los sondeos de opinión modernos nos dicen sobre la importancia, en especial para el presidente Bush, de impedir al pueblo estadounidense descubrir que lo que él le ha dicho respecto del vínculo entre Irak y Al Qaeda es falso. Entre esos estadounidenses que siguen creyendo en la existencia de ese vínculo, el apoyo a la decisión por el presidente de invadir Irak sigue siendo muy fuerte. Pero entre los que aceptan las conclusiones detalladas de la comisión según las cuales no hay conexión, el respaldo a la guerra se reduce a polvo, rápidamente.
Ello es totalmente comprensible, pues si Irak no tiene nada que ver con los ataques o la organización que nos ha atacado, entonces eso quiere decir que el presidente nos ha arrastrado a una guerra cuando no debería haberlo hecho. Cerca de 900 de nuestros soldados han muerto, y unos cinco mil han sido heridos.
Por todas esas razones, el presidente Bush y el vicepresidente Cheney han decidido librar una batalla retórica con todas sus fuerzas sobre la cuestión de saber si existe o no una relación significativa entre Irak y Al Qaeda. Piensan que si pierden esa batalla y las personas saben la verdad, entonces perderán no sólo el respaldo a su controvertida decisión de ir a la guerra, sino también una parte del poder que le tomaron al Congreso y a la Justicia, y deberán asumir las severas consecuencias políticas desencadenadas por el pueblo norteamericano. Por ende, hoy el presidente Bush desconoce de forma intencional al pueblo norteamericano, y persiste en afirmar de manera agresiva y firme que existe un vínculo entre Al Qaeda y Sadam Husein.
Si no miente y si están verdaderamente convencidos de ello, eso los hace ineptos para la lucha contra Al Qaeda. Si creen en esas miserables pruebas, ¿quién podría confiarles responsabilidades? ¿Acaso son demasiado deshonestos o demasiado crédulos? Saquen ustedes sus propias conclusiones.
Pero la verdad surge poco a poco pese a los decididos engaños del presidente. Por ejemplo, escuchen este editorial del Financial Times: «Los temores respecto de las armas de destrucción masiva no tenían nada de intrínsecamente absurdos y no había nada de innoble en oponerse a la tiranía de Sadam Husein, aún cuando Washington se preocupó por ello tardíamente. El supuesto vínculo entre Bagdad y Al Qaeda, en cambio, no ha tenido nunca el menor crédito ante las personas que conocen Irak y la región. Eso no tenía y sigue sin tener ningún sentido.»
Por supuesto, el primer argumento esgrimido para llevar a cabo la guerra era la destrucción de las armas de destrucción masiva de Irak, que resultaron inexistentes. Luego, el argumento era liberar a los iraquíes y al Medio Oriente de la tiranía, pero nuestras tropas no fueron recibidas con flores como se prometió y ahora son vistas como una fuerza de ocupación por el 92% de los iraquíes, cuando sólo el 2% de ellos los considera libertadores.
Pero, desde el comienzo, poco tiempo después de los ataques del 11 de septiembre, el presidente Bush tomó la decisión de mencionar a Osama Ben Laden y a Saddam Hussein al mismo tiempo, repitiendo un cínico mantra destinado a unirlos en una sola entidad en la mente del público. Con regularidad recurre a esa técnica de forma sistemática para crear la falsa impresión en la mente del pueblo norteamericano de que Sadam Husein era responsable del 11 de septiembre. En general, era muy hábil al escoger sus palabras. En efecto, ese artificio consecuente y sopesado es en sí la prueba de que tenía perfecta consciencia de proferir una mentira importante y elaborada, evitando de forma manifiesta la verdad como si se estuviera entrenando para evitar señalarla. Pero como lo explicaré dentro de unos instantes, él y el vicepresidente Cheney también en cierta forma se han alejado de sus hábiles formulaciones para dedicarse a decir puras y simples mentiras. En todos los casos, cuando él había terminado, los sondeos de opinión mostraban que el 70% del pueblo de los Estados Unidos había registrado el mensaje que se quería que registrara y estaba convencido de que Sadam Husein era responsable de los ataques del 11 de septiembre.
El mito según el cual Irak y Al Qaeda trabajaban mano a mano no era fortuito: el presidente y el vicepresidente habían ignorado de forma deliberada las advertencias de los servicios de inteligencia, de la CIA y de su propio departamento de Defensa antes de la guerra, según las cuales esa afirmación era falsa. El juez antiterrorista europeo más importante decía en 2002 «No hemos encontrado prueba de que exista un vínculo entre Irak y Al Qaeda. Si tales vínculos existieran, nosotros los hubiéramos encontrado. Pero no hemos encontrado la menor conexión.» En octubre de 2002 un informe clasificado de la CIA entregado a la Casa Blanca desbarataba precisamente la tesis Irak-Al Qaeda. Altos responsables del Pentágono dijeron a los periodistas en 2002 que la retórica utilizada por el presidente Bush y el vicepresidente Cheney era «una exageración».
Además, al menos lo admitieron algunas voces honestas en el seno del partido del presidente. El senador Chuck Hagel, un héroe de guerra condecorado que sesiona en el Comité de Asuntos Exteriores, dijo literalmente: «Sadam no está asociado con Al Qaeda… No he visto la más mínima información que me llevara a relacionar a Sadam Husein con Al Qaeda.»
Sin embargo esas voces no pusieron fin a la campaña deliberada de engañar a los Estados Unidos. En espacio de un año, el presidente y el vicepresidente han utilizado un lenguaje cuidadosamente elaborado para atemorizar a los norteamericanos y hacerlos creer así que había una amenaza inminente proveniente de Al Qaeda armada por Irak.
En el otoño de 2002, el presidente declaró al país: «No se puede hacer distinción entre Al Qaeda y Sadam» y «La verdadera amenaza que pesa sobre este país es una red de tipo Al Qaeda entrenada y armada por Sadam.». Simultáneamente, el vicepresidente Cheney recalcaba su afirmación: «Existen pruebas irrefutables de que había un vínculo entre Al Qaeda y el gobierno iraquí».
En la primavera, el secretario de Estado Colin Powell se dirigía a las Naciones Unidas, afirmando que «existe una conexión siniestra entre Irak y la red terrorista Al Qaeda.»
Pero, a raíz de la invasión, no se encontró ninguna conexión. En junio de 2003, el grupo de vigilancia de Al Qaeda del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas declaraba a la prensa que en su meticulosa investigación no había encontrado ninguna prueba que relacionara al régimen iraquí con Al Qaeda. En agosto, tres antiguos responsables nacionales de la seguridad y de la inteligencia admitían que las pruebas utilizadas para respaldar la tesis Irak-Al Qaeda eran «consideradas, exageradas y con frecuencia en contradicción con las conclusiones de los servicios de inteligencia claves.» Un poco antes, los periódicos de Knight-Ridder informaban que «altos responsables norteamericanos afirman ahora que nunca hubo pruebas» de tal conexión.
Por esa razón cuando la Comisión Bipartidaria emitió su informe concluyendo que no había «ninguna prueba creíble» de un vínculo entre Irak y Al Qaeda, la Casa Blanca no habría sido tomada de sorpresa. No obstante, en lugar de la franqueza que merecen los norteamericanos por parte de sus jefes, se vieron nuevos desmentidos e insistencias sin pruebas. El vicepresidente Cheney reafirmó incluso esta semana que « existía claramente una relación» y que existen «pruebas irrefutables». Más chocante aún, Cheney formuló esta grosera pregunta: «¿Acaso Irak estaba implicado en los atentados del 11 de septiembre con Al Qaeda? No sabemos nada de eso.». Después declaró que él tenía «probablemente» más elementos de información que la Comisión, pero hasta el presente se negaba a suministrarle nada que no fueran insultos.
El presidente permaneció aún más impasible. Esquivó todas las preguntas relacionadas con sus declaraciones, y dijo: «La razón por la cual continúo insistiendo sobre el hecho de que existía una relación entre Irak, Sadam y Al Qaeda, es que había una relación entre Irak y Al Qaeda.». No brindó ninguna prueba.
Personas cercanas a la administración trataron heroicamente de rehabilitar su vínculo sagrado, aunque fisurado. John Lehman, uno de los republicanos de la Comisión, presentó lo que parecían nuevas pruebas, según las cuales un secuaz de Sadam había asistido a una reunión de Al Qaeda, pero en el espacio de algunas horas, los documentos de la comisión suministraron las pruebas definitivas de que se trataba de otro hombre, aunque con mismo nombre, destacando a la vez irónicamente la naturaleza aproximativa de toda la argumentación simbólica de Bush.
Tienen un interés político muy importante que es perpetuar la creencia, en la mente del pueblo norteamericano, de que Husein era socio de Bin Laden, por lo que no osan admitir la verdad sin la cual pasarían por idiotas completos luego de haber lanzado a nuestro país a una guerra ciega y discrecional contra una nación que no representaba ninguna amenaza inmediata para nosotros. Pero los daños que han causado a nuestro país no se limitan a la mala utilización de los recursos militares, económicos y políticos. Cuando un jefe del Ejecutivo emplea cantidades prodigiosas de energía para convencer a las personas de las mentiras, destruye el tejido de la democracia y de la creencia en la integridad fundamental de nuestra autogobernabilidad.
Ello crea la necesidad de controlar el flujo de las malas informaciones y de las malas decisiones políticas que explica también sus impresionantes intentos para controlar la cobertura mediática.
Para citar el ejemplo más reciente, el vicepresidente Cheney evidentemente estaba dispuesto a comprometerse a luchar contra los medios de comunicación cuando hizo una aparición en CNBC, a comienzos de semana, para arremeter contra la cobertura mediática de la conclusión de la Comisión sobre el 11 de septiembre, según la cual Irak no colaboraba con Al Qaeda. Atacó violentamente al New York Times por haber tenido la audacia de publicar un título en el que declaraba que la comisión sobre el 11 septiembre «no ha encontrado vínculo Al Qaeda-Irak» –una afirmación evidente de lo que es manifiesto– y dijo que en eso no había «disensión fundamental entre lo dicho por el presidente y por la Comisión». Además, trató de negar que era responsable personal por haber ayudado a crear la falsa impresión de la existencia de un vínculo entre Al Qaeda e Irak.
Irónicamente, su entrevista resultó ser pan bendito para el Daily Show de John Stewart. Este último mostró las imágenes de Cheney negando literalmente haber dicho que los representantes de Al Qaeda y de los servicios de inteligencia iraquíes se hubieran reunido en Praga. Luego Stewart detuvo la cinta en la imagen fija de Cheney y mostró la secuencia de vídeo precisa en la cual Cheney afirmaba, en efecto, la existencia de un vínculo entre los dos, sorprendiéndole en flagrante delito de mentira. En ese momento, Stewart exclamó dirigiéndose a la imagen fija de Cheney en la pantalla de televisión: «Es mi deber informarles que han fracasado.»
Dan Rather dice que el patriotismo post 11 de septiembre disuadió a los periodistas de hacer a los responsables gubernamentales «la más seria de las preguntas serias». Rather incluso se atrevió a comparar los esfuerzos de la administración para intimidar a la prensa al «paso del collar» de Sudáfrica bajo el apartheid, admitiendo que se trataba de una «grosera comparación». «El temor es que nos pongan el collar aquí (en los Estados Unidos), tendrá entonces alrededor del cuello la cadena quemante de la falta de patriotismo» explicaba. Recuerde que es CBS, la que ha mantenido las fotos de Ghraib lejos de la mirada del público norteamericano durante dos semanas a solicitud de la administración Bush.
Donald Rumsfeld ha dicho que las críticas a la política de esta administración «complican y hacen difícil» la continuación de la guerra. La periodista de CNN, Christiane Amanpour, declaró para CNBC en septiembre pasado: «Creo que la prensa ha sido amordazada y que se ha amordazado a sí misma. Lamento tener que decirlo, pero es un hecho que la televisión, y quizás en cierta medida la estación, ha sido intimidada por la administración.»
La administración trabaja en relación estrecha con una red de «reacción rápida», los camisas pardas digitales, que trabajan ejerciendo presión sobre los periodistas y sus editores que «minan la moral de nuestras tropas». Paul Krugman, cronista del New York Times, fue uno de los primeros que presentó regularmente las distorsiones lógicas de los hechos por el presidente. «No comencemos cerrando los ojos sobre el papel de la intimidación. Después del 11 de septiembre, si usted pensaba o decía cualquier cosa negativa sobre el presidente... debía esperar que los expertos de derecha y sus publicaciones hicieran todo lo que pudieran para arruinar su reputación.»
Bush y Cheney siembran la confusión calculadamente castigando a los periodistas que se alzan en su camino. Es difícil, y eso es comprensible, para los periodistas y las instituciones periodísticas resistir a esas presiones que, en el caso de los periodistas individuales, amenazan su medio de subsistencia, y, en el caso de los difusores, pueden llegar a otras formas de represalias económicas. Pero deben resistir, ya que sin una prensa capaz de informar los hechos «sin temores ni favores», nuestra democracia desaparecerá.
Recientemente, los medios de comunicación realizaron una saludable autocrítica sobre la forma en que han dejado a la Casa Blanca inducir a error al público y arrastrarlo a la guerra bajo falsos pretextos. Dependemos de los medios de comunicación, en especial de la radio y la televisión, para que eso no se reproduzca nunca. Debemos ayudarlos a resistir esa presión en interés de todos, sin lo cual corremos el riesgo de tener que asumir otras decisiones basadas en impresiones falsas y engañosas (continuación y final en nuestra próxima edición).
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