Como periodista quien asistió a la primera rueda de prensa conjunta de Vladímir Putin y Tony Blair en Londres, en 2001, no pude imaginarme la situación actual, cuando el escándalo en torno a la muerte de Litvinenko puede poner bajo amenaza de forma plenamente real los buenos vínculos que unen a Rusia y la Gran Bretaña.
¡Qué indefensas son, no obstante, las relaciones entre los países por parte de los fenómenos irritantes ajenos!
Como periodista quien asistió a la primera rueda de prensa conjunta de Vladímir Putin y Tony Blair en Londres, en 2001, no pude imaginarme la situación actual, cuando el escándalo en torno a la muerte de Litvinenko puede poner bajo amenaza de forma plenamente real los buenos vínculos que unen a Rusia y la Gran Bretaña.
Entonces, en la tribuna del centro de prensa, Putin y Tony Blair parecían poco menos que gemelos. Les aproximaba no tanto la juventud ni el dramatismo interno de sus personalidades, como la alegría evidente de trabar conocimiento. En vísperas Cherry y Tony aceptaron gustosos la invitación de Vladímir de presenciar el estreno de una ópera en San Petersburgo. Blair no hacía secreto de su deseo de ser primer preceptor occidental del nuevo presidente ruso que le parecía yeso moldeable intacto hasta entonces por el cincel de escultor. Putin evaluó altamente la posibilidad de adquirir en la persona del premier británico al partenaire de pensamiento realista, libre de estereotipos basados en la rusofobia.
Distamos ya seis años de aquella rueda de prensa.
Hoy mass-media británicos, inmersos en la sucia espuma de los estereotipos mencionados, acusan de la muerte de Litvinenko a todos sin distinción: a esa pobre Rusia con su "perenne falta de libertad", al "equipo de la Cheka atrincherado en el Kremlin" sirviendo a sus adversarios la té cargada de polonio y, por último, al presidente Putin en persona.
Por si fuera poco, la acusación proviene precisamente de los altos cargos de White Hall. Tres días después de fallecido Litvinenko, cuando Scotland Yard no tenía aún la menor idea de cómo tipificar ese triste acontecimiento, el miembro del gobierno británico, Peter Haney, comenzó a generalizar. Los éxitos logrados por el presidente Vladímir Putin "se ven eclipsados por los atentados a las libertades individuales y la democracia", declaró el ministro. Al calibrar por el mismo rasero la muerte de Litvinenko y el asesinato de la periodista Anna Politkóvskaya lo calificó de " caso sospechoso en extremo".
Actualmente, Haney quisiera saber si se ha logrado notable progreso en la investigación de la muerte de Anna Politkóvskaya.
Al parecer, el titular se apresuró demasiado al emitir su opinión sobre el tema en candelero; debido a sus declaraciones imprudentes, la historia del envenenamiento de Litvinenko, hombre que jamás era considerado como crítico de alguna importancia del Kremlin y de modo alguno personificaba a la oposición rusa, amenaza hoy con emponzoñar las relaciones ruso-británicas en su conjunto. Del veneno desafortunado el isótopo podrá convertirse en factor de política internacional.
Es un hecho deplorable. Especialmente, teniendo en cuenta que los años que median entre aquella rueda de prensa de los dos líderes, que dejó en la memoria de la gente el inolvidable matiz de consenso, y el actual escándalo en torno a polonio, entrarán en los anales de las relaciones entre Moscú y Londres como progreso y no decepción.
Por las inversiones extranjeras a Rusia, la Gran Bretaña figura en el quinto lugar después de Países Bajos, Luxemburgo, Chipre y Alemania. Según datos recientes, su monto se aproxima a $10 mil millones de dólares. Una cuarta parte de la producción y los beneficios de la "British Petroleum" corresponde al petróleo ruso.
Conviene señalar además, que hace mucho Moscú y Londres hallaron un lenguaje común en la lucha contra el terrorismo internacional y el narcotráfico. Creado en 2001 a iniciativa de Putin y Blair, el Grupo de Trabajo antiterrorista ha contribuido en gran medida a reforzar la confianza mutua entre los profesionales de los servicios secretos. Lo atestigua también ahora la investigación del caso Litvinenko. Ninguno de los detectives de Scotland Yard que estos días trabajan en Moscú, se quejó de que se pongan trabas a la hora de interrogar a testigos, familiares o médicos.
Pero este panorama benevolente en general de las relaciones ruso-británicas se ve afectado por ciertos factores irritantes.
El primero de ellos fue Irak convertido en obstáculo infranqueable para la amistad entre Putin y Blair. Londres pretendía el papel de embajador ante la corte de Washington asumiendo la misión de convencer a la Administración de Bush de manifestar discreción y reconocer el papel clave que la ONU desempeña en el quehacer iraquí. La misión sufrió fracaso. Irak fue un estigma fatal para las carreras políticas tanto de Bush como de Blair.
Otro nudo de discordias entre Rusia y la Gran Bretaña guarda relación directa con el caso Litvinenko y obedece a la asombrosa falta de escrupulosidad de Londres que se muestra amable en extremo a la hora de acoger a elementos evidentemente propensos a abusar de su hospitalidad, sin tomar en consideración los intereses del país anfitrión.
El fugitivo oligarca Borís Berezovski llama en público al derrocamiento violento de Putin. Y recibe de Londres no sólo el estatus de refugiado, sino que ése le extiende el pasaporte falso a nombre de Platón Elenin. Rusia acusa a Ahmed Zakáev de crear bandas, perpetrar asesinatos y mantener en servidumbre a personas inocentes. En siete ocasiones elude extradición con ayuda del juzgado británico. En el territorio de las Islas Británicas reside más de una decenas de emigrados, cuya pesquisa internacional fue decretada vía Interpol por la Fiscalía General de Rusia. Ellos adquieren bienes inmuebles, llevan a cabo negocios lucrativos y envían a sus hijos a estudiar en colegios prestigiosos.
Esto se parece mucho a la situación creada en postrimerías de los 90, cuando Londres, haciendo alarde de su tacto político, jugaba la carta de tolerancia con los islamistas radicales.
Durante muchos años las autoridades británicas preferían pasar por alto cómo en las mezquitas londinenses se reunía dinero y como entrenaban a la juventud local y forastera preparándola para la guerra chechena. Casi a diario la prensa local escribía que una mezquita anónima cumplía funciones de una oficina de reclutamiento para quienes deben combatir, organizados por un cheque local, al enemigo principal: a Rusia. En respuesta, los altos cargos de la policía británica guardaban silencio enigmático.
Su postura tácita fue evidente: Chechenia es un problema ajeno. Para aliviar el dolor ajeno, no vale la pena sacrificar el prestigio del Reino Unido como imperio basado en los principios de tolerancia, corrección política y la llamada "multicultura".
Esta situación se conservó hasta que el 7 de julio de 2005 sonaron explosiones en el subterráneo londinense y quedó reducido a escombros el rojo autobús bipiso, símbolo de la acompasada vida londinense.
Hasta cierto punto, el trágico episodio con Litvinenko se parece a la explosión de la masa crítica de emigrados rusos de corte sospechosa, acumulada en la Gran Bretaña. De esos nuevos ricos que hicieron su fortuna a costa de robo y ante los cuales, con la salida de Yeltsin, se cerraron las puertas del Kremlin. De sus lacayos que se amañaron para apropiarse ilícitamente de varias decenas de millones. De los fanáticos del separatismo checheno casi echados al olvido en la propia Chechenia.
Según todos los indicios, Londres colecciona a conciencia y patrocina a esos personajes para utilizarlos como factor de presión no oficial sobre Moscú, si, en opinión de la diplomacia británica, surja de improviso la necesidad de ejercerla. Es una palanca pequeña, pero cómoda.
¿Es curioso saber si pueda conceder o no Londres asilo político y pasaportes falsos a nombres inexistentes a los directivos de la corporación norteamericana "Enron" que robaron miles de millones de dólares a decenas de miles de accionistas? Es poco probable. Pero el caso de los managers -estafadores de YUKOS ruso- se interpreta como justificada transacción con la conciencia.
Lamentablemente, al importar a la gente que por tal o cual motivo odia el poder actual de Rusia, la Gran Bretaña importa también su moral, mejor dicho, inmoral. Estos elementos están dispuestos a vender la probeta de polonio e incluso a su madre si se les ofrezca un buen precio. Ellos están propensos a arreglar sus problemas a punto de pistola, ante todo. Al dispensarles acogida hospitalaria, Londres habrá de estar preparado para lo ocurrido en el hotel "Millenium" y lo que, a mi modo de ver, podrá repetirse en cualquier lugar de las Islas Británicas.
Por trágicos que sean esos episodios, no se podrá permitir que ellos ensombrezcan las relaciones ruso-británicas. No hemos de olvidar que en sus anales están inscritas muchas páginas gloriosas: la victoria común sobre el nazismo, las caravanas polares de flotillas británicas con ayuda destinada a la URSS y los siglos de influencias mutuas de nuestras grandes culturas.
Fuente RIA Novosti, 25/ 12/ 2006.
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