Hay por allí un grito destemplado que sostiene que si el Perú no se allanaba en los casos a los que se refiere la reciente sentencia de la Corte de San José, ello hubiera implicado asumir la causa del fujimontesinismo acusado de delitos de lesa humanidad. Y, no falta otro que hace travestismo, legal se entiende, y prefiere calificar de “tinterillada” una sugerencia que busca que se cumpla, sin perjudicar al Perú, esa sentencia descabellada. Pues bien, un rápido examen de dicha sentencia permite caer en la cuenta, de inmediato, que ésta es inejecutable por haberse extra-limitado en sus competencias la Corte Interamericana de Derechos Humanos, las cuales se encuentran clara y meridianamente establecidas en el artículo 62º, párrafo 1, de la Convención Americana de 1969. Para demostrarlo, hagamos primero un deslinde en cuanto a la responsabilidad del Estado y la responsabilidad de sus agentes en esta materia, y a continuación, precisemos las razones por las cuales el Perú no puede ejecutar ese fallo disparatado y por qué debe rechazarlo en el más breve plazo.

La responsabilidad del Estado y de sus agentes

Para comenzar, un Estado es una persona jurídica de derecho internacional. Por lo tanto, es, per se, una abstracción cuyo accionar está en función y depende de sus agentes. De esto se desprende, que quienes ejercen la autoridad en nombre del Estado tienen el deber inabdicable e ineludible de cautelar, defender y promover los intereses del Estado, por comprometer al fin de cuentas a todo un pueblo que es la parte orgánica de dicho Estado. Si quienes en esa condición violan normas constitucionales, incluyendo la comisión de delitos de lesa humanidad (como fue el caso del régimen fujimontesinista), la tarea de los agentes que los remplazan en el ejercicio de esa autoridad estatal debe ser de coadyuvar al esclarecimiento de las responsabilidades de los agentes trasgresores, a fortiori si éstos campeaban en la cima del Estado, y asegurar por todos los medios que se obliguen a compensar a las víctimas o deudos, aun cuando para ello tengan que sacrificar su propio peculio o propiedades. Empero, lo que no deben ni pueden hacer los nuevos agentes es exonerarlos de la obligación de indemnizar a sus víctimas, y menos aún de transferir esa responsabilidad y obligación al Estado in toto. Porque si esto ocurre, se produciría la absurda paradoja de que los justos paguen por los pecadores. Dicho de otra manera, jamás quien representa a un Estado puede ser verdugo de éste, ni endilgarle una responsabilidad que es solamente atribuible a otro u otros agentes. De otra forma, no se entiende Nuremberg ni el reciente ahorcamiento del sátrapa en Iraq. Aparte que para eso no paga el Estado a sus agentes, se falta al derecho y a un deber patriótico elemental si alguien se aprovecha del ejercicio de la función pública para claudicar, causando un perjuicio directo al Estado.

Cuando alguien habla de violaciones de los derechos humanos, es evidente que está obligado, concomitantemente, a involucrar a los agentes del Estado que, en vez de respetar el estado de derecho, cometieron o se hicieron cómplices de esos crímenes de lesa humanidad, obviamente en la medida de su responsabilidad y en función de la escala jerárquica. Y la razón es simple: las violaciones de los derechos humanos solo pudieron ser ejecutadas por seres humanos de carne y hueso. No por el Estado que es una abstracción y que solo se manifiesta a través de sus agentes. Por lo tanto, ese nuevo acto alegre, negligente o sencillamente torpe de otro agente de atribuirle, a posteriori, responsabilidad al Estado que representa, en lugar de defenderlo y desmarcarlo del agente trasgresor, no puede, tampoco, estar exento de responsabilidad, sobre todo si a resultas de esa claudicación hay un daño moral y económico para el Estado que debía haber defendido.

Y llegamos aquí al problema de la responsabilidad política, civil y penal de los agentes del Estado cuando con sus actos causan un daño mayor al Estado que representan y que deben defender. En el caso de marras, se viene diciendo en los últimos días que la responsabilidad por esa sentencia infame recae en el agente del Estado que siguiendo instrucciones se allanó parcialmente, el 20 de febrero de 2006 (párrafo 56 de la sentencia). Pues bien, quienes así hablan dicen una verdad a medias, y esto es peor que una mentira. Ese acto de allanamiento y reconocimiento parcial de responsabilidad internacional a través de un escrito, constituyó la parte final de una sistemática voluntad de allanamiento puesto de manifiesto sucesivamente, por acción u omisión, por los agentes del Perú, comenzando por el ministro de Justicia de la época, desde 22 de febrero de 2001. De otra manera no se entiende lo que se consigna en el párrafo 25 de dicha sentencia: “El 23 de octubre de 2003 la Comisión, de conformidad con el artículo 50 de la Convención, aprobó el Informe Nº 94/03, en el cual concluyó que el Estado “es responsable por la violación de los derechos a la vida, integridad personal, garantías judiciales y protección judicial, consagrados en los artículos 4, 5, 8 y 25 de la Convención Americana, en relación con la obligación general de respeto y garantía de los derechos humanos establecida en el artículo 1(1) del mismo instrumento, en perjuicio de las víctimas individualizadas en el párrafo 43 de [dicho] informe.” Es decir, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos concluyó el examen de los casos bajo su consideración prejuzgando ya la responsabilidad del Perú. Responsabilidad que lejos de ser objetada por los agentes del Estado peruano, señalando a los responsables de carne y hueso, la confirmaron al convertirse en instigadores de que el caso se transfiera a la Corte de San José. El párrafo 20 de dicha sentencia no deja asomo de duda al respecto, al consignar que desde 23 de abril de 2001 el Perú “NO deseaba someterse al procedimiento de solución amistosa,” también previsto por el Pacto de San José a nivel de la Comisión.

Y lo anterior es prueba irrefutable de la responsabilidad de los agentes peruanos a partir del 12 de enero de 2001; por cuanto, además de forzar una decisión interna, mediante una resolución legislativa espuria, para que el Perú vuelva a aceptar la competencia de la Corte de San José; esos agentes cometieron el imperdonable error de no solicitar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en febrero de 2001, la suspensión de lo actuado respecto a las peticiones presentadas a fin de dar la oportunidad debida al agotamiento de la vía interna. Dicho de otra manera, en vez de interrumpir la consideración del caso por la Comisión para dar una oportunidad al Poder Judicial del Perú, los agentes peruanos, específicamente el 23 de abril de 2001, adoptaron una posición pro fujimorista al privilegiar arbitrariamente la tesis de la responsabilidad del Estado peruano, y no la de los agentes trasgresores (Fujimori entre otros), por las graves violaciones de los derechos humanos ocurridas antes del año 2000. Y en lugar de adoptar medidas cautelares dentro del Estado para asegurarse que Fujimori y otros felones respondan con sus bienes y la privación de su libertad por los daños causados, se optó por lo sospechosamente más fácil, haciendo recaer en el Estado peruano in toto esa responsabilidad. Por eso, aquellos agentes que de manera irregular involucraron al Perú, no solo pueden ser responsables políticamente, sino también civil y penalmente, según el caso. Pues, ningún agente del Estado debe ni puede actuar en perjuicio de éste. Y ya es tiempo de hacer escarnio de la conducta de los improvisados o aprovechados anti-patriotas.

El vicio de la inejecutabilidad de la sentencia

Tal como lo precisó quien esto escribe en 1999, las sentencias de la Corte de San José tienen el problema que carecen de enforcement. Ergo, como muy bien lo recuerda el jurista Javier Valle Riestra, son declarativas, no ejecutivas. Sin embargo, la sentencia de marras adolece, además, de un vicio de pleno derecho que, en la hipótesis negada de que fuera ejecutable, la hace inejecutable. De acuerdo con lo que estipula claramente el artículo 62º, párrafo 1, de la Convención Americana antes citada, la competencia de la Corte de San José se limita a “todos los casos relativos a la interpretación o aplicación de (la) Convención.” En suma, dicha Corte regional no puede salirse de ese marco taxativo ni sentar jurisprudencia sobre aspectos colaterales.

Ahora bien, la lectura de la sentencia nos trae una serie de sorpresas. En el acápite VIII, “Hechos Probados”, párrafo 197 y siguientes, la Corte de San José se extralimita en su competencia y da como “probados” hechos que de ninguna manera el Perú puede aceptar. Leamos, primero, el párrafo 197.1 “Durante el período que se extiende desde comienzos de la década de los ochenta hasta finales del año 2000, se vivió en el Perú un conflicto entre grupos armados (sic) y agentes de las fuerzas policial y militar. Se agudizó en medio de una práctica sistemática de violaciones a los derechos humanos, entre ellas ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas de personas sospechosas de pertenecer a grupos armados al margen de la ley, como Sendero Luminoso (en adelante SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (en adelante MRTA), prácticas realizadas por agentes estatales siguiendo órdenes de jefes militares y policiales.” Veamos ahora el párrafo 197.5 “La CVR recibió miles de denuncias sobre actos de tortura y tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes producidos durante el período comprendido entre 1980 y 2000. En su informe final afirma que de 6.443 actos de tortura y tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes registrados por dicho órgano, el 74.90% correspondió a acciones atribuidas a funcionarios del Estado o personas que actuaron bajo su autorización o aquiescencia (sic), y el 22.51% correspondió al grupo subversivo PCP- Sendero Luminoso. Asimismo la CVR en su informe final expresó que ´la desaparición forzada de personas fu[e …] uno de los principales mecanismos de lucha contra subversiva (sic) empleados por los agentes del Estado, adquiriendo las características de una práctica sistemática o generalizada’. ‘Del total de víctimas reportadas a la CVR como ejecutadas o cuyo paradero continúa desconocido por responsabilidad de agentes del Estado, el 61% habrían sido víctimas de desaparición forzada.” En fin, sin ser exhaustivos, en el párrafo 197.8 la Corte de San José precisa: “En el informe final emitido por la CVR se estableció que ‘durante los años de violencia política, [las cárceles] no sólo fueron espacios de detención de procesados o condenados por delitos de terrorismo, sino escenarios en los que el Partido Comunista del Perú [PCP-Sendero Luminoso] y, en menor medida, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, extendieron el conflicto armado (sic).”

¿Puede el Estado peruano aceptar que sea parte de la jurisprudencia de ese tribunal regional una sentencia que da como hechos probados lo señalado en su informe por la malhadada Comisión de la Verdad y Reconciliación que, como se sabe, no tuvo ni tiene carácter vinculante? ¿Puede el Perú y, en general, el pueblo peruano permitir que lo que varias resoluciones de la Asamblea General de la OEA calificaban como banda de genocidas, para referirse a los terroristas, ahora se hable de grupos armados y de conflicto armado? ¿Se puede permitir que se dé como un hecho PROBADO que las fuerzas policiales y militares incurrieron en 75 por ciento de violaciones mientras que los terroristas, convertidos en víctimas solo registraron 22.5 por ciento de esas violaciones? ¿Puede esa Corte regional dar como probado que el Perú vivió desde comienzos de los ochentas hasta el año 2000, un “conflicto” entre “grupos armados” y las fuerzas del orden? ¿Cómo, no eran terroristas desalmados y cobardes quienes se escondían entre la población civil para asesinar salvajemente a policías uniformados y militares en servicio? ¿Puede el Perú permitir que de manera implícita se acepte la aplicación a esos bárbaros terroristas del status que otorgan los Convenios de Ginebra o su condición de presos políticos? ¿Son ésos, hechos probados?

Es una verdad inconcusa que en el Perú no hubo entre mayo de 1980 y noviembre de 2000 una “guerra” o un “conflicto armado interno”, ni tampoco “combatientes”, tan solo un grupo de sicópatas asesinos que causaron un daño enorme al Perú. Y si en parte perdimos el ritmo como país (por los miles de millones de dólares en pérdidas) y se cayó en excesos, los únicos responsables fueron esos bárbaros asesinos cuya condición de terroristas es insustituible. Por lo tanto, esa sentencia es inejecutable por entrar en contradicción con el Sistema Interamericano (no tanto con el Perú) al cambiar el status de genocidas dado a esos terroristas, y por desconocer o deformar la terrible realidad que le tocó vivir a los peruanos por esos años. Por último, el Perú no puede por esa vía dar por cierto lo dicho por la CVR que carece de carácter vinculante.