El presidente ecuatoriano Rafael Correa ha puesto en circulación una afirmación que lo confirma además de cómo un joven político ilustrado y culto, también perspicaz: “No se trata -ha dicho- de una época de cambio, sino de un cambio de época” afirmación que entraña una perspectiva histórica que trasciende la coyuntura.
Una comprensión total y global del devenir humano es uno de los cometidos de la filosofía de la historia que, al estudiar grandes períodos de tiempo y escenarios mundiales, puede percibir integralmente los procesos de desarrollo, identificar leyes y regularidades y extraer conclusiones a escala de formaciones sociales enteras.
Ocurre así porque las épocas históricas no se gestan ni se perciben en un punto especifico, no se derivan de coyunturas locales ni son empujadas por líderes aislados, sino que son resultados de enormes acumulaciones de cambios cuantitativos y cualitativos que dan lugar a la creación de fenómenos nuevos que confieren perfil al tiempo y definen las etapas históricas.
Uniendo conocimientos e información; arqueólogos, historiadores, antropólogos y sabios de diversas disciplinas periodizan la historia humana, establecen: eras, edades y épocas, así como formaciones sociales como son la esclavitud, el feudalismo y el capitalismo.
Para percibir el nacimiento de una época nueva se requiere además de una enorme información, una magnifica capacidad de abstracción y una dosis de audacia y alentador optimismo histórico.
Seguramente Correa conoce el magnifico proverbio árabe según el cual: “Los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres” y tal vez haya reparado en la analogía histórica que asemeja a la hornada de líderes latinoamericanos del momento, de la que él mismo forma parte; a otros instantes estelares que entonces como ahora, fueron signos distintivos de lo nuevo y del cambio en América Latina.
Todos los grandes libertadores de Sudamérica formaron parte de la misma generación. San Martí y O Higgins nacieron en 1778, cinco años después vino al mundo Simón Bolívar y sólo doce años más tarde lo hizo Sucre.
Al parecer la historia se repite. Entre Lula, el mayor de los seis magníficos del momento, nacido en 1945 y el menor, Correa en 1963 median apenas 18 años que no hacen gran diferencia entre un presidente de 62 años y otro de 44. Entre ambos andan Kirchner nacido en el 50, Bachelet en el 51, Chávez en el 54 y Evo Morales en 1959. No se trata de un fenómeno casual, sino de un anuncio.
Hubo otros tiempos en que los gobernantes latinoamericanos se identificaban, formando un conjunto nivelado por abajo que expresaban una vergonzante coherencia y la unanimidad de una coral infame integrada por caudillos, sátrapas, dictadores y oligarcas colocados de espaldas a sus pueblos y de rodillas ante el imperio.
Los líderes latinoamericanos y caribeños de hoy forman una lista que afortunadamente se hace cada vez más extensa de hombres y mujeres consagrados al servicio público en bien de sus pueblos.
Los prohombres que hoy han tomado en sus manos los destinos de América Latina se parecen unos a otros tanto como en conjunto se parecen a la época que nace.
No se trata de que unos imiten a los otros, sino de una generación que se identifica y se mimetiza con las esencias de una realidad que los hace afines.
Bienvenida sea pues la época y los hombres nuevos.
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