Aldama y Magdalena de la Paz tienen algo en común: la miseria. A pesar de la división entre autónomos y priístas, la sed, el hambre, el dolor y la rabia son rasgos comunes. Aquí todos son “hombres murciélagos” y todos son pobres. Su sentencia es caminar indigentes entre rocas y lodo, beber agua encharcada y mal comer; trabajar de seis a seis para arrancarle una mazorca o un grano de café a la montaña y vivir sin atención médica. A los habitantes del municipio que es dos a la vez, el olvido y la segregación los une.
años y recoge granos de café en la montaña de Yetón. Con sus manos párvulas y resecas María arranca una por una esas canicas rojas que deposita diligente en la canastilla. Se quita el cabello de la cara y se lleva a la boca la camisola rosada y grasa, se rasca el vientre abultado y se aferra a la pierna de su padre.
Apenas entra María a la mata de café, se pierde y a su cuerpo famélico se lo traga el follaje espeso y el monte húmedo. María y su hermana tienen los pies quebrados, los huaraches rotos y ya saben escalar cerros. Los granos tendrán que lavarse, secarse y molerse. Las niñas ayudarán a su madre y también cumplirán con la tarea de la escuela. Si la tarde le presta tiempo, a María todavía le falta una faena en los maizales; en los Altos se come lo sembrado.
Los ojos de Julia perdieron su fulgor, la pobreza le mató la inocencia y mientras corta las semillas y se satura las manos de polvo y ampollas, Miguel retoza amarrado al rebozo de su hermana y se pierde en el baile de sombras y hojas. Julia trabaja en los cafetales desde muy pequeña, siempre encuentra pocos granos, unas veces rancios por la lluvia, otras, muertos por el calor. En Yetón la cosecha es transitoria como la infancia que Julia está perdiendo.
Octavio y Alberto parecen menores, sus 11 y 12 años están escondidos en cuerpos macilentos y pequeños. “Tortilla y frijol”, responde Octavio cuando se le pregunta qué come.
Desde Yetón se camina una hora y media para llegar a la primaria. Ya sea con la carga de la lluvia o los pies batidos de lodo, el nylon empapado o atravesando la espesa neblina, los hermanos recorren la brecha o se trepan al monte con los zapatos agrietados y la ropa rasgada.
A su regreso deberán trabajar todo el día en la milpa. “Está cansado”, dicen. Su familia recibe el precario ingreso que les deja la tienda de abarrotes hecha de lodo y madera. Bajo la nimia luz del foco, Apolonia, su madre, atiende a los clientes y la carestía de productos es evidente: latas abolladas, galletas empolvadas y bebidas hirviendo.
Los niños se enferman “seguido de la panza”, será porque en Yetón el agua escasea y está sucia. Los animales se bañan en los barrizales, sólo hay dos pozos y la lama y las larvas también viajan por esa endeble manguera que va del charco a la choza.
La tasa de mortalidad infantil en Aldama dobla a la estatal. Si los hermanos padecieran una grave deshidratación o diarrea -lo más frecuente en el paraje- serían enviados a San Cristóbal, pues al dispensario municipal le falta equipo y medicina. En el transporte, en la consulta, en los antibióticos y en la estancia se irían esos 200 pesos de comida para una semana. Por eso los habitantes de Yetón prefieren esperar que el tiempo los sane.
Como otros niños de la montaña chiapaneca, Octavio y Alberto viven en casas hechas de carrizo o barro, a otros menos afortunados los cubre un techo de cartón que deben compartir con otros cinco o seis hermanos. Todas las viviendas huelen a leña, no hay ventilación y donde está el fogón está el petate y un niño con frío porque le falta el pantalón, la camisa o los zapatos.
Ni Octavio, ni Alberto, ni María pasan tiempo en esa vieja resbaladilla carcomida; el columpio de madera está abandonado y el subibaja se enmohece. Como todo en Yetón, los juegos se olvidan. La miseria convierte en adultos a los niños sots´il winik.
Xulumó
La casa de salud es un pedazo de lodo de nueve metros cuadrados donde apenas cabe un auxiliar y un paciente, no hay médico y tampoco enfermera. El tugurio está abandonado a la orilla de la carretera como una piedra que se ignora en el ramal. El sol se despide de los Altos y el viejo letrero empolvado del IMSS se pierde entre el barro resquebrajado.
Mientras la mujer de Xulumó llena las ánforas, camina 40 minutos hasta el ojo de agua y regresa con las jarras al hombro porque nadie tiene agua entubada, el hombre “pesca animales” para comer o trabaja en Santiago, en San Andrés o en Santa Martha por veinte pesos el día, una vez a la semana o cada quincena.
El aceite, la bolsa de arroz y la de frijol, esa despensa que les llega cada mes y alcanza para un día, no basta para alimentar a los 30 niños desnutridos del paraje. En tanto, los viejos de Xulumó transitan sin comida, ropa o casa. Cuando las mujeres tienen un parto complicado, prefieren no llevarlas a la clínica por los costos del traslado a San Andrés Larráinzar.
“‘Otras comunidades necesitan más apoyo, para ustedes no hay. Eso es lo que contesta el presidente, sólo eso’”. El reclamo de Juan Hernández López se escucha entre dientes, contenido. La camiseta del agente municipal es un jirón percudido y roto y él cruza las manos e inclina la mirada para domar la rabia.
El ayuntamiento de Aldama únicamente está presente cuando se requiere la única ambulancia que hay en el municipio, siempre que no la ocupen otras comunidades. Para los habitantes de Xulumó, los alimentos, las medicinas, el trabajo, la secundaria están en San Andrés, no en esa cabecera municipal, que también está enclavada en la miseria.
Yotontic
Los granos descansan sobre el patio de Apolonia Vásquez y Salvador Gómez, el guajolote se pavonea por encima de las semillas y el perro pasea la nariz para detenerse en ese aroma del café secándose. Apolonia se soltó las trenzas y dejó caer un telón negro y ondulado sobre su huipil, suelta la pala y se limpia las manos en la falda de algodón azul añil.
Salvador está habituado a tener lo menos, se resigna a no comer carne y a depender de las estaciones para alimentarse del fríjol y el maíz. Cuando la lluvia no ahoga los plantíos, el sol se ensaña en sofocarlo o la peste invade a las gallinas. “Así están las cosas, echa un poco ahí sufrimiento las comunidades, ¡para qué hablar!”, expresa Salvador y se encoje de hombros.
Aquí es despreciado el valor del café. En Yotontic o “pie de cerro” pueden pasar de tres a cuatro años para que la mata dé el fruto que lo mismo se marchita en temporada de calor o se pudre bajo el agua. Entonces los “coyotes” deciden que el café no sirve y fijan un precio lastimoso. Hoy el kilo está en 15.50, mañana estos “negociadores” reducirán otra vez el costo hasta en 10 pesos.
Sólo con factura los cafeteros reciben recursos de la Sagarpa, pero este año el matrimonio no obtuvo el apoyo de 200 pesos porque el organismo argumentó, lejos de la verdad, que no habían vendido su café. De tener camino, Apolonia y Salvador podrían trasladar su cosecha hasta San Cristóbal de las Casas, pero la rústica brecha que hicieron “así de mano” hace imposible la tarea y el flete cobra 500 pesos por un viaje.
Por eso todo lo suben y bajan con mecapal, con la sien prensada y el cuerpo encorvado. De “dolor de hueso” enferman las mujeres campesinas como Apolonia, pero Yotontic no tiene clínica. Cada dos meses viene la doctora y la excusa es la misma: “No hay medicamento”, ni siquiera para aliviar el dolor de cabeza. Solamente en Zinacantán y en San Andrés Larráinzar hay “un poquito de medicinas”. Lo que sí les puede recetar el galeno es un vale para recibir servicios médicos más adecuados en San Cristóbal, aunque para llegar allá “se muere uno”, dice Salvador.
A los naturales del “pie de cerro”, les llega el Seguro Popular, pero Apolonia tiene sus dudas, quienes están afiliados al programa le platicaron que “no muy sirve”, pues no atienden hasta que se padezca la “más peor enfermedad y así poquito, no te dan consulta”.
El matrimonio moldeó su hogar en adobe y no recibieron apoyo para mejorar esa vivienda sin piso. A Yotontic no llegó el block, tampoco la lámina o el baño como en Zinacantán y San Cristóbal que tienen “bien bonitas casas”.
Magdalena de la Paz
Los hombres se ponen el pasamontañas y las dos regidoras ataviadas en collares de cuentas rojas se amarran el paliacate a la altura de la nariz; se asoman esos ojos negros y cómplices. Frente a la Casa del Consejo Autónomo Rebelde, las autoridades en resistencia observan la calle agreste por encima de la humareda de un fogón encendido.
Ese camino, dicen, no existía hasta que se sitúo ahí la presidencia del Municipio Autónomo en Resistencia Magdalena de la Paz. Otros fueron construidos después del nombramiento de mandos zapatistas en las comunidades. Vigilar a los rebeldes parece ser la consigna. “El municipio nos quería atacar para desorganizar a la gente y llevársela poniendo calles”.
Los miembros del consejo y las regidoras señalan también aquel cruce donde estaba el panteón municipal. Para construir la calle, el ayuntamiento de Aldama movió las sepulturas y “nuestros muertos quedaron arrumbados hasta allá”, se lamenta el intérprete que traduce la voz del consejo.
Atrás de la casa con techo de paja está la clínica de Magdalena de la Paz, que atiende a las 11 comunidades integrantes del municipio autónomo. Las autoridades abren la puerta del paupérrimo almacén donde los medicamentos alópatas se agotan. Sobre las etiquetas que dicen “paracetamol” o “penicilina” no se pueden contar más de dos artículos y de otros antibióticos básicos no queda nada.
Por ello recurrieron a la medicina natural. El depósito es abundante, hay pomada de chile para el reumatismo, de cola de caballo que es cicatrizante y de lengua de vaca que desinflama, tintura de ajo, de siempre viva y cebolla, hierbas y cápsulas.
En su tiempo, la organización francesa Médicos del Mundo auxilió a los zapatistas en la construcción de la clínica, la capacitación y el abastecimiento de medicinas. Con el proyecto se sumaron al esfuerzo 100 promotores de salud; sin embargo, hoy el dormitorio que los albergaba tiene un solo camastro y los agentes abandonan su labor por la falta de alimentos. Además los mandos reconocen que los promotores “trabajan hasta donde pueden” porque no son médicos, sino voluntarios.
Hasta el año pasado, en Magdalena de la Paz no había una escuela autónoma. Aunque se están construyendo cuatro más, en siete comunidades, los niños acuden a casas que funcionan como aulas. Tampoco hay agua, sólo dos manantiales que se extinguen por el calor y la demanda.
“No hay drenaje, nuestro pueblo usa letrinas ciegas, sin echarle agua, ahí se queda. Así vivimos todos”, describe el intérprete a nombre del consejo.
No obstante que la mayoría de los “magdaleneros” cuenta con energía eléctrica, el consejo revela que no fue bien instalada y hasta el momento solamente en la cabecera municipal de Aldama se colocaron los cables. “En cinco comunidades no hay buena luz todavía”.
Además “no tenemos una vivienda digna, no hay persona que tenga un buen piso o cocina, ahí vivimos con los animales porque no hay forma, no hay dinero. Por eso nos levantamos en el 94, porque no es parejo, porque vivimos en extrema pobreza y nuestros hijos están sufriendo”.
División y provocación
Refugiados bajo el incienso, le bailan al Señor de Tila en la fiesta del cuarto viernes. Le hablan en bats´ic´cop, la “verdadera lengua” y reunidos en el atrio musitan arrebatados mientras le regalan ese vaivén ritual y piadoso al crucificado. A un mismo paso, con una sola voz y en un único rezo los peregrinos se concilian, están unidos. No muy lejos de ahí, un muro silencioso e invisible se erige entre priístas y zapatistas. Sobre la cancha apoyan al equipo local de básquetbol, pero en las gradas la distancia es abismal: de un extremo vitorea el presidente municipal, del opuesto, la resistencia.
Los sots´il winik -hombre murciélago en tzotzil- comparten el lugar, la lengua, el color de piel y hasta la sangre, no las ideas. Mientras Víctor Sánchez Pérez, alcalde priísta, afirma que hay entendimiento, la presidencia autónoma zapatista de Magdalena de la Paz refuta: “el presidente sólo busca conflictos”.
En el entendido de que en el mundo caben todos los mundos, Magdalena de la Paz, el caracol en la montaña que pertenece al Corazón Céntrico de los Zapatistas delante del Mundo, se constituyó como municipio autónomo en 1996.
Antes de la remunicipalización promovida por el entonces gobernador chiapaneco Roberto Albores- acción calificada como un intento por eliminar a los gobiernos autónomos- Aldama, antes Santa María Magdalena, pertenecía a Chenalhó. Fue entonces que la polarización política se profundizó en ese intento por reivindicar el carácter de municipio libre.
Mientras los mandos zapatistas pugnaban porque la localidad se rigiera bajo los principios del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el grupo Cotzilnam –corriente que dimitió del zapatismo y se incorporó al PRI– apoyó el proyecto de Albores. Finalmente en 1999 Santa María Magdalena fue nombrado municipio de Aldama y quedó en manos del PRI.
Desde entonces la tensión es permanente. Los mandos autónomos han denunciado en diversas ocasiones la arbitrariedad de los dirigentes priístas. Sobre todo, en la apertura de caminos que afectan el patrimonio de los habitantes en resistencia.
“Aquí señalamos la estrategia de guerra del mal gobierno que es una clara provocación de problemas de divisiones y confrontaciones entre indígenas”, asentaban en una carta en noviembre de 1999.
Los intentos por hacer dimitir a la resistencia no terminan ahí. La Junta de Buen Gobierno de Oventic revela que hay presencia de paramilitares en Magdalena de la Paz. Desde 2003 el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas ya reportaba la intrusión de la contrainsurgencia y la denuncia de los lugareños por el bloqueo de caminos y las amenazas de muerte a diáconos de la región.
Ese mismo año, La Jornada informó sobre la incursión de los militares y la PGR so pretexto de destruir plantíos de marihuana en las comunidades de Atsamilhó y Saclum. Las autoridades autónomas declaraban que “el objetivo de las fuerzas represivas no era la destrucción de los sembradíos, sino provocar violencia entre comunidades”.
El séptimo más pobre
Datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo arrojan que Aldama es el séptimo municipio más pobre del país con un Índice de Desarrollo Humano (IDH) del 0.4858. Con un total de 4 mil 906 personas, el 83 por ciento de su población es indígena. De acuerdo al Consejo Nacional de Población (Conapo), el Indice de Marginación es del 2.32987, que lo convierte en la tercera localidad más pobre de Chiapas. Asimismo el Censo General de Población y Vivienda 2000 indicó que la Tasa de Mortalidad Infantil fue de 53.15, muy por encima de la TMI estatal.
Además, según estimaciones del Conapo con base en el Segundo Conteo de Población y Vivienda 2005, en Aldama el 40 por ciento de la población mayor de 15 años es analfabeta, el 72 por ciento del total de las viviendas tienen piso de tierra y 69 por ciento no tiene agua entubada, en tanto que el 97 por ciento de la población ocupada tiene ingresos de hasta dos salarios mínimos.
En la cabecera municipal el suelo está desnudo, de piedra amarillenta son las calles. La presidencia municipal y la iglesia son un mar de colores si se compara con las humildes casas descuartizadas de lodo o las ennegrecidas por la leña.
Los niños y las mujeres siguen caminando descalzos a pesar de que hoy es la fiesta del cuarto viernes. Los tianguis se tienden bajo una bolsa de plástico que les sirve de techo y se sirven elotes preparados con una embarrada de mayonesa y un tanto de chile. Ése es el lujo que se dan los lugareños
Afuera sigue la celebración y adentro de sus oficinas, sentado frente a una mesa de madera y engalanado con su sombrero de listones multicolores, Víctor Sánchez Pérez, presidente municipal de Aldama, indica que en los 20 parajes y la cabecera municipal solamente hay cuatro escuelas y una clínica con una enfermera, un doctor, sin materiales ni medicinas.
El agua potable es también una realidad lejana luego del retraso y la negativa de las autoridades estatales y federales. “Llegaron a hacer estudios de agua en Cepeltonc, Tavac, Coco y Revolución Fiu, pero hasta ahora no lo aprueban porque no se ponen de acuerdo si la Comisión Estatal de Agua y Saneamiento o la Conagua son responsables de autorizar el recurso”.
Y es que a decir de Sánchez Pérez, aunque se trata de un trámite sencillo, piden mucha documentación. “Si hay la necesidad real de la comunidad, se trata de no burocratizar. Dicen que tiene que haber un proceso para aterrizar los recursos, lo acepto, pero que no sean tan rígidos”.
Aún cuando ya haya la validación del proyecto, puede no haber presupuesto: “Tenía propuestas en infraestructura educativa con cantidades por localidad, pero ahí me cerraron las puertas, no hubo recurso”. Lo mismo sucedió, comenta el funcionario, con un programa de drenaje. “¿De qué sirvió crear un proyecto si no hay presupuesto?”, alega.
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